2×368 – Negro

Publicado: 25/10/2011 en Al otro lado de la vida

368

Dormitorio de Bárbara, Sheol

17 de julio de 1986

 

Bárbara estaba sentada en la cama, rodeada de peluches; la mayoría eran más grandes que ella misma. Sostenía entre sus diminutos y delgados dedos el marco de una fotografía en la que se veía a sus padres de fondo, y a ella y a su hermano en primer plano, en una playa preciosa, a la sombra de unas palmeras tan inclinadas que daba la impresión que fueran a caerse. Se la habían hecho el invierno pasado, en la costa oriental de Brasil, claro que ahí era pleno verano. Había llorado tanto las últimas horas, que ahora tenía los ojos secos. Secos, hinchados y enrojecidos.

Su padre había tenido bastante menos tacto del que hubiera sido deseable, dada la corta edad de la muchacha, al comunicarle la trágica noticia de la muerte de su madre. Lo había hecho ahí mismo, frente al coche, en el jardín de la casa de los vecinos, y la pequeña casi perdió el conocimiento del susto. Le había extrañado que por la mañana no le dejaran acompañarles al hospital, como hacía con frecuencia, y que la dejasen en cambio en casa de los vecinos, con el pesado de Pedro; ella quería ver a su madre, pero eso sería algo que jamás podría volver a hacer. Jamás podría despedirse de ella como Dios manda.

Ahora observaba con una mezcla de nostalgia y tristeza la foto, en la que se veía a su madre radiante, con su larga melena rubia. Pocas semanas después de ese viaje, del que acabaría siendo su último viaje, había comenzado con la quimioterapia, y había perdido toda la cabellera, viéndose obligada a sustituirla por docenas de pañuelos de todos los colores. Para Ana, su difunta madre, todo había ido de mal a peor después de ese viaje. Le habían diagnosticado un cáncer de mama, y todos los esfuerzos por hacer que remitiese se habían demostrado estériles. La medicina de esa época todavía estaba a años luz de lo que llegaría a ser en muy pocos años, cuando algo tan serio como un cáncer se podría tratar con una simple vacuna.

Bárbara se levantó de la cama, descalza sobre la moqueta, y colocó el marco en la mesa del escritorio bajo que tenía en frente. La colocó entre una de sus muñecas favoritas y una de las pocas pajaritas de papel que aún conservaba, con aquella peculiar sonrisa, de las que le había regalado su hermano mayor el verano anterior, en una época que parecía lejana e intangible, cuando estaban todos juntos y felices.

La pequeña Bárbara no había sido una niña deseada; cuanto menos nadie había previsto que ella acabase formando parte de la familia a esas alturas. Ni siquiera había nacido a tiempo para asistir a la boda de su hermano con la que en pocos meses sería su primera ex esposa. No obstante, se le había recibido con ilusión y mucho cariño, sobre todo su madre, que la trató siempre como a una princesa, ya que su hijo parecía reacio a darle nietos. Su padre no lo tuvo tan claro desde el principio, e incluso invitó a su mujer en más de una ocasión a abortar, sopesando el riesgo que podría tener el embarazo a su edad. Pero ella se negó en redondo, y todo fue a pedir de boca. La niña nació sana, sin ninguna complicación, y creció fuerte y despierta.

Ahora era una niña medio huérfana, con un hermano un cuarto de siglo mayor que ella que vivía con su esposa en un piso céntrico, con un padre que nunca le había hecho mucho caso, para el que el trabajo parecía ser mucho más importante que la familia, el cual le absorbía la mayor parte de su tiempo. Sin su madre en la ecuación y sin más hermanos ni primos de su edad con los que entretenerse, la infancia de la chica auguraba ser bastante difícil.

Se echó en la cama, mirando hacia el techo, lleno de pegatinas de estrellas y mariposas de colores, y respiró hondo. Se estaba quedando adormilada, con el eterno martirio del recuerdo de la trágica noticia revoloteando por su cabeza, cuando escuchó un par de golpecitos en la puerta. Se incorporó, y vio cómo ésta se abría y entraba su padre. Iba vestido de negro de los pies a la cabeza, y se había puesto una cantidad excesiva de gomina, peinándose hacia atrás, acusando todavía más su incipiente alopecia. Aún llevaba puestas las gafas de sol; daba la impresión que no se las hubiese quitado ni para dormir. Tras él estaba su hermano; también iba vestido de luto.

Su padre le echó la bronca por no estar todavía del todo preparada, con peores maneras de las que requería la situación, y la niña se colocó los zapatos, que era lo único que le faltaba. Su padre se la quedó mirando mientras lo hacía, y Bárbara se puso nerviosa y no alcanzó a atinar a la primera con aquellos cordones tan difíciles de atar. Su padre dio muestras de que empezaba a impacientarse, pero entonces entró su hermano al cuarto, se arrodilló frente a ella, que ya estaba otra vez llorando, le acarició el pelo, le dio un beso en su  mejilla sonrosada, y le ató los cordones.

Sin mediar palabra, los tres se dirigieron hacia el aparcamiento de la casa, despidiéndose de la ama de llaves, que les recordó que debían coger un paraguas, porque amenazaba lluvia. Entraron al coche, y salieron de la parcela, rumbo al camposanto. Bárbara tardó bastante en recuperarse y dejar de llorar, amenazando con acabar con los nervios de su padre. Su hermano, que estaba sentado detrás, junto a ella, le sostuvo su pequeña mano, y trató de darle una mirada de confianza y cariño, que no acertó en su objetivo; él también estaba pasando por un momento igual de difícil, y le dolía tener que estar haciendo el papel de padre con la pequeña, ya que el suyo propio parecía no darse cuenta que Bárbara era demasiado joven para lidiar con algo tan grande sin ayuda.

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