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Cala rocosa en la costa meridional de la isla Nefesh
22 de octubre de 2008
Christian se dio un manotazo en el brazo derecho, que llegó incluso a hacerle daño. Al retirar la mano vio el pequeño reguero de sangre, de su propia sangre, y el cadáver desmenuzado del mosquito que le había picado. Se apuró a quitárselo de encima y acto seguido dio un gran bostezo, que le acompañó varios segundos, humedeciéndole los ojos en el proceso. Hacía suficiente frío para que no hubiese ya tantos insectos revoloteando por ahí, pero al parecer aún había muchos de ellos que se resistían a asumir que el verano había acabado.
Hacía ya varias horas que se había hecho de noche. Ahora todos los demás dormían, o al menos lo aparentaban. Incluso Carlos, a juzgar por la ausencia del puntito rojo suspendido en el aire, que delataba cada vez que encendía uno de sus cigarros. Esa noche había fumado ya más de una docena, pero ahora no se veía punto alguno, por lo cual Christian dedujo que habría acabado por caer rendido.
Habían cenado opíparamente, con los manjares que habían conseguido rescatar del hundimiento del barco con nombre de submarino, cuando aún no se había hecho de noche. No racionaron el alimento, como sin duda hubiera exigido Morgan, pues creían encontrarse en un lugar donde podrían encontrar mucho más, con suficiente sencillez y presteza. El ambiente había sido relajado, e incluso agradable. Ninguno podía evitar recordar de dónde venían, sobre todo Maya, pero la sensación de haber llegado al final de aquella larga travesía en busca de seguridad se hacía mayor a cada minuto que pasaba, por el mero hecho de que no pasara nada, y ello les hizo confiarse.
Habían puesto en común su opinión al respecto del hallazgo que habían tenido durante la excursión al bosque. Si bien descartaba de manera indiscutible que se encontrasen en una isla virgen, concluyeron en que eso no tenía porque significar que la isla estuviera infectada, pues de lo contrario deberían haber encontrado algún indicio de ello, con todo cuanto habían caminado. Esa era la única fisura que creían poder ver, que querían poder ver, pero al mismo tiempo podía ser una buena noticia, si al final resultaba que esa isla sí estaba colonizada por el ser humano, y podían encontrar alguna ciudad, algún pueblo, o algún poblado, donde juntarse con sus semejantes y poder iniciar un nuevo capítulo de sus vidas, lejos del yugo de la infección.
Se apresuraron a recoger agujas de pino y ramas secas, cuando el sol ya rayaba la línea del horizonte marino. No les costó apenas esfuerzo, y pudieron hacerlo sin tener que alejarse más que unos pocos pasos a la redonda. Con todo ello, y ayudándose del mechero de Carlos, que a partir de entonces había encendido todos sus cigarros en la hoguera para ahorrar combustible del mismo, habían encendido el fuego, reservando gran parte de las ramas a un lado, para ir alimentándolo periódicamente durante toda la noche.
Estaban a menos de diez metros del bote, por si las cosas se ponían feas y tenían que echar mano de él, junto a la pequeña hoguera que lo iluminaba todo alrededor con un fulgor vibrante, proyectando cientos de sombras en todas direcciones, sombras que fácilmente se podían confundir con cualquier miedo o temor recurrente, siempre y cuando uno estuviese dispuesto a verlas. Los demás parecían no estar por el tema; buena cuenta de ello la daba el hecho que durmiesen tranquilamente. A algunos les había costado más que a otros, pero ahora todos parecían descansar, relajados, como no lo habían hecho en mucho tiempo. Desde que llegaran, no habían visto ni oído nada que les hiciese pensar que se encontraban en territorio hostil, y aunque ninguno lo reconocería abiertamente, todos empezaban a hacerse ilusiones por que el lugar al que habían ido a parar fuese la respuesta a sus súplicas. Pero Christian no. Él no podía dormir, y eso que tenía bastante sueño y estaba agotado. No hacía más que pensar que de un momento a otro Morgan podría aparecer tras cualquier arbusto, ya sin ser él, y pegarle un mordisco a cualquiera de los presentes.
Estaba sentado sobre un puñado de hierba seca que él mismo se había encargado de recolectar, con la espalda contra el tronco de un pino. Luchaba por no quedarse dormido; ya había dado un par de cabezadas sin querer, y sabía que tenía que hacer algo si no quería fracasar en su intento por mantenerse despierto. Sentía cierta inquietud porque ninguno de los presentes hubiese invitado al resto a que al menos uno de ellos estuviera siempre de guardia, por lo que pudiera ocurrir. Sabía que, de haber estado ahí el policía, las cosas hubieran sido radicalmente diferentes desde el principio, y se preguntaba si su ausencia, y la consecuente ausencia de decisiones inteligentes que siempre le habían precedido, no acabaría por ponerles en peligro.
Se rascó sobre la oreja izquierda, donde tenía la cicatriz en forma de ele, recuerdo de por qué había ido a parar a prisión, recuerdo, con toda seguridad, del motivo por el que hoy día seguía con vida. Notó que le había crecido ya bastante el pelo, y se pasó la mano por la cabeza, tratando de evitar el enésimo bostezo. Se acomodó entre la hierba seca y notó un bulto en la nalga derecha. Entonces recordó que ahí llevaba la cartera que contenía todos aquellos billetes inútiles, ahora más que nunca, y decidió echarle un vistazo.
Sabía que la llevaba ahí, pero lo había olvidado. Era la única cosa que pudo rescatar del abordaje donde les robaron todo lo demás, por el mero hecho que el pantalón con el que había pasado aquella noche, era el pantalón que la contenía. Se llevó la mano al bolsillo trasero del pantalón y sacó la cartera. Ahí estaba todo el dinero, los dieciséis mil ochocientos euros que había tomado prestados de aquella habitación de aquél viejo motel de carretera. Pero había algo más, algo que había olvidado por completo.
Se trataba de la fotografía polaroid que había tomado hacía ya más de dos semanas, en aquél enorme lago, cuando se dirigían hacia la costa. Levantó la mirada hacia la hoguera, y miró hacia Zoe. La niña estaba tumbada boca arriba, entre Carlos y Bárbara, que sí dormían. Tenía los ojos abiertos; miraba las estrellas entre las copas de los árboles. La había estado escuchando llorar y gimotear, incapaz de olvidar la ausencia de Morgan, durante varias horas, hasta que creyó que se había quedado dormida. Miró de nuevo la foto, en la que salía la niña subida en los hombros del gran hombretón negro. No se lo pensó dos veces: se levantó de donde estaba echado y se dirigió hacia la pequeña.
Otro? ^-^
Me has pillado justo que me acababa de ir a trabajar. Ahora que llegue la medianoche colgaré uno nuevo 😉