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Junto al avión de pasajeros accidentado, al sur de la isla Nefesh
22 de octubre de 2008
Les llevó mucho más tiempo del que habían pensado, bajar la escarpada colina y caminar sobre el enorme surco que había marcado la panza del avión en aquél aterrizaje más desastroso que forzoso. Con una mezcla a partes iguales de curiosidad y de miedo por lo que pudieran encontrar, acabaron por alcanzar el cuerpo del pájaro de metal, dejando atrás el ala que se había perdido por el camino.
Hasta entonces iban todos juntos, hechos una piña, pero a medida que se acercaban al avión, era tanto lo que había por investigar, tantas cosas las que les llamaban la atención, que cada cual tiró por su camino, aún bastante confiados por el viaje tan tranquilo que les precedía. Carlos optó por meterse en la parte central del fuselaje, seguido de cerca por Marion, que había perdido gran parte de la confianza y, asustada, no tenía la menor intención de separarse del único varón del grupo. Bárbara caminó un poco más, y se detuvo junto a la parte trasera del fuselaje, donde se encontraba la bodega de carga, que se había destrozado parcialmente al golpearse contra un árbol en la parte final del aterrizaje, y había esparcido su contenido varios metros a la redonda. Zoe, por su parte, encontró algo mucho más interesante con lo que entretenerse. Mientras los demás continuaban avanzando, ella se quedó donde estaba, a varios metros del avión. Se puso en cuclillas y observó con entusiasmo una gran colonia de hormigas de cabeza roja, de las más grandes que había visto nunca. Había cientos de ellas, entrando y saliendo del hormiguero, pero lo que le llamó especialmente la atención fue la enorme procesión negra y rojiza que se adentraba en el bosque, semejante a una pequeña pero larguísima vena palpitante, sobre el suelo de tierra, piedrecillas y hojas secas.
Carlos se acercó a la cabina de pasajeros, al menos a lo que quedaba de ella. Estaba girada cuarenta y cinco grados sobre la que sería su posición original, y en algún momento durante el frenado forzoso de la nave se había roto, y permitía el acceso por una grieta de cerca de dos metros de ancho, pues la puerta, que ahora estaba donde debería estar el techo seguía perfectamente cerrada. Notó, antes por el comentario desagradable de Marion que por su propio olfato, el mal olor que manaba de la rendija, y tuvo que entrar por ella tapándose la nariz con el cuello de la camiseta, con una mueca de asco en la cara. Pese a que entraba bastante luz por las ventanas, que ahora parecían más bien lucernarios dada su nueva posición, tuvo que aguardar unos segundos antes que los ojos se le acostumbrasen a la nueva iluminación, para poder ver el desagradable espectáculo que el interior del avión le tenía preparado. Marion prefirió quedarse afuera, esperándole; le disgustaba el olor, y no tenía la más mínima intención de ver lo que quedaba de los antiguos tripulantes. Carlos, haciendo un gran esfuerzo por no alejarse del hedor, se adentró más en la cabina, notando cristales rotos bajo sus pies al caminar. Contempló las manchas de sangre que había por doquier, y los cadáveres, ya rígidos, aunque algo ladeados dada su posición antinatural, que seguían en sus asientos, aún sujetos por los cinturones de seguridad. Había menos de la mitad de los asientos ocupados, y se preguntó dónde estaría el resto.
Bárbara, por su parte, estaba demasiado ilusionada por su hallazgo para reparar en nada más. Había preferido no acercarse a la cabina de pasajeros, previendo lo que podría encontrar ahí. Ahora se entretenía en abrir una maleta tras otra, descartando algunas que tenían un cerrojo o una combinación numérica, y sintiéndose renacer al ver cuanto albergaban en su interior. Ropa, ropa limpia, de todas las tallas, estilos y colores, amén de secadores de pelo, neceseres; todo tipo de artículos inútiles. Pero de entre todo el botín, lo que más le llamó la atención a ella fue la ropa. Había olvidado ya el tiempo que hacía que llevaba puesta la que tenía en ese momento, e incluso se le humedecieron los ojos al pensar que podría cambiársela por otra limpia, utilizar champú para lavarse su largo pelo, que ahora lucía grasiento y reseco, e incluso poder volver a utilizar compresas, y no tener que manchar la ropa interior.
No tardando mucho, decidió reunirse de nuevo con sus compañeros, para comentar entre todos de qué manera cambiaría el nuevo hallazgo el calendario de actividades que tenían hasta el momento. Bárbara pensó que lo más sensato sería recoger cuanto pudiesen encontrar útil del accidente, para traerlo consigo de vuelta a la barca, incluso aunque hicieran falta un par de viajes más. Carlos no hacía más que pensar en el motivo del accidente, y sobre qué habría sido de los supervivientes, ya que resultaba obvio que los había habido, a tenor de los asientos vacíos. Le extrañó mucho que, de estar habitada la isla, y asumiendo que el accidente no había sido reciente viendo el aspecto de los cadáveres, nadie se hubiese acercado al avión, ni que fuera para recoger los cuerpos y darles una sepultura digna. En su mente empezaban a formarse mil y una hipótesis, cada cual menos halagüeña que la anterior. Marion lo único en lo que pensaba era en volver cuanto antes al punto de partida; el hallazgo le había dejado bastante mal cuerpo, y ahora estaba asustada y muy nerviosa.
Se reunieron los tres adultos frente a la cabina de mando, en el lugar donde se habían separado inicialmente, pisando sin siquiera darse cuenta la entrada principal del hormiguero que había atraído la atención de la pequeña. Se miraron unos a otros, algo incómodos al percatarse de que faltaba algo.
BÁRBARA – ¿Y Zoe?
La cara de perplejidad de Carlos fue suficiente respuesta. La profesora empezó a ponerse realmente nerviosa.
BÁRBARA – ¿No estaba con vosotros?
Carlos negó ligeramente con la cabeza, con los ojos bien abiertos. Tiró al suelo el cigarro que tenía en la boca, al que a duras penas le había dado un par de caladas.
CARLOS – No, yo pensé que estaba contigo.
Los tres miraron alrededor, y comenzaron a gritar el nombre de la niña, asustados, sin darse cuenta que de ese modo aún empeorarían más las cosas.
¿Y a nadie se le ocurrió pensar en mirar si los cadáveres tenían mordiscos? No les garantiza que no haya infectados pero podría ser una pista.
El factor mente fría de Morgan está ausente, y ellos solos no hacen más que demostrar lo inútiles y temerarios que son. Les hará falta un buen susto para darse cuenta que los buenos consejos del policía son algo con lo que tienen que contar, pese a su ausencia.