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Dormitorio de la sala de descanso del hospital Qinah, ciudad de Nefesh
17 de octubre de 2008
Abril despertó cuando en su mp3 sonaba una de las últimas canciones de Bob Sinclair. Jamás volvería a escuchar una canción inédita ni de ese grupo ni de cualquier otro que conociese hasta el momento; a esas alturas deberían estar todos muertos. Se quitó los auriculares, apagó el aparatejo y estiró los brazos tan largos como eran al mismo tiempo que soltaba un largo bostezo. Se quitó las legañas de los ojos con ambos dedos índices, que luego procedió a observar atentamente para acabar limpiándoselos en la pechera de su bata blanca. Se incorporó en la cama y se calzó los zapatos, mientras le daba vueltas al sueño que acababa de tener.
Había sido un sueño muy extraño, en el que aún estaba en Zakar, en la península, donde había vivido hasta hacía tan poco. Desde el principio había sido reacia a aceptar el traslado, pero necesitaba el dinero, y aquí en Nefesh su salario era mucho más apetecible. En las últimas semanas se había acabado por convencer que rechazar ese destino le hubiese costado la vida, pues Zakar estaba a tan solo ochenta kilómetros de Sheol, el lugar en la península donde se dieron los primeros brotes de la infección que había asolado todo el país, el continente y el resto del mundo. En el sueño ella trabajaba en su antiguo hospital e iba a visitar a un paciente, que tenía una habitación para él solo, en la que tan solo había una cama. Habían pasado más cosas antes de ese momento, pero ello resultaba ahora lejano y borroso. Lo que sí recordaba era el momento en el que le vio la cara al paciente; era ella misma, y estaba manchada de sangre y llena de heridas y rasguños, el peor de ellos en la cara, que le cruzaba de la sien izquierda a la oreja derecha, cruzando por el ojo derecho, del que solo quedaba una cuenca que supuraba espuma rojiza.
La noche anterior no había dormido más que tres horas, porque había estado atendiendo a los heridos de un accidente de autobús, y no pudo volver a casa hasta bien entrada la madrugada. Había acudido a su puesto a media mañana y había adelantado parte de su trabajo antes de comer un sándwich en el bar e ir a la sala de descanso a echarse una siesta. Pensaba dormir tan solo una media hora, pero visto lo visto se le había ido de las manos, y ahora tendría que darse mucha más prisa. Lo que le extrañaba era que nadie le hubiese llamado la atención en todo ese tiempo. En el dormitorio había muchas más camas, pero estaban todas vacías.
Salió del dormitorio y entró a la sala de descanso, en la que tampoco había nadie. Además, todo estaba en silencio; algo no andaba bien. Dejó el mp3 en su taquilla y echó un trago de agua de la nevera antes de decidirse a partir. Se acercó a la puerta y trató de girar el pomo, pero éste se negó a ceder. Arrugó la frente y comprobó que tenía el seguro echado. Estaba segura de no haberlo dejado puesto. Entonces recordó haber escuchado a unos compañeros la noche anterior comentando que últimamente no funcionaba del todo bien esa puerta, y que por ello solían dejarla abierta todo el tiempo. Esa podía ser una opción, pero ella no recordaba haber escuchado nada al cerrarla. Miró de nuevo el reloj de pulsera y se llevó una mano a la cabeza, al pensar en cuanta gente habría intentado entrar mientras ella dormía, incapaz de oír los golpes en la puerta por tener la música puesta.
Puesto que ya no había manera de solucionarlo, se limitó a quitar el seguro y abrir la puerta. Miró hacia un lado y vio el pasillo vacío. A esas horas debería haber un hervidero de gente yendo y viniendo de un lado para otro. Miró de nuevo el reloj, extrañada. En el pasillo tan solo había un par de camillas abandonadas, barriendo el paso, y la puerta abierta del ascensor; el resto estaban todas cerradas. Se giró hacia el otro extremo del pasillo y vio a Jesús, de espaldas. Fue entonces cuando se dio cuenta que algo no andaba bien.
Tenía la espalda de la bata manchada de sangre, sangre idéntica a la que goteaba de su brazo derecho, a cuya mano parecían faltarle un par de dedos. Abril tragó saliva, y se disponía a llamarle la atención, más asustada que curiosa, cuando escuchó que la puerta se cerraba con un portazo tras de sí; la ventana estaba abierta y la corriente de aire se había encargado del resto. Miró hacia ella y vio que también estaba manchada de sangre; tenía la marca de los dedos y la palma de la mano de a saber quién, y el pomo se había llevado la peor parte. Volvió la cara hacia Jesús, y se dio cuenta que el golpe de la puerta había atraído su atención. No hizo falta siquiera mediar palabra para darse cuenta que ese hombre ya no era Jesús.
No había visto ningún infectado más que en las noticias de la televisión, pero no le cupo la menor duda que se encontraba frente a uno. Por delante, la bata aún estaba peor. Estaba empapada de sangre, mucha de la cual parecía provenir de la boca del que fuera su compañero de trabajo y amigo, cuyos dientes estaban igualmente manchados del rojo líquido. Si él aún seguía ahí a esas alturas, era porque el suyo era uno de los muchos barcos que habían robado los primeros días tras el accidente aéreo. Él hubiera querido abandonar la isla mucho antes, pero sencillamente no pudo, y a esas alturas no había otra manera de hacerlo, a no ser que fuera nadando.
Jesús clavó sus ojos, rojos, en Abril, y comenzó a correr hacia ella sin siquiera darle ocasión de asimilar lo que estaba ocurriendo. Abril vio por el rabillo del ojo que otros dos médicos aparecían por el fondo del pasillo y comenzaban a correr hacia ahí, atraídos por los gritos de Jesús. La doctora se apresuró a tratar de abrir la puerta, pero ésta se negó a darle ese gusto; había vuelto a saltar el seguro. Al ver de nuevo las manchas de los golpes con la mano ensangrentada en la puerta, se convenció que resultaría estúpido tratar de entrar. Además, Jesús estaba ya demasiado cerca.
Corrió tanto como se lo permitieron sus piernas, sorteando las camillas en su frenética carrera, hasta que llegó a la altura del ascensor, donde frenó en seco, deslizándose más de un metro por el suelo recién encerado. Desanduvo el último metro, cuando faltaba ya demasiado poco para que Jesús le alcanzase, y se metió en el ascensor, escuchando los gritos de los otros infectados que también querían parte del festín. Presionó el primer botón que sus temblorosas manos alcanzaron, y por fortuna la puerta empezó a cerrarse enseguida. Llegó a ver aparecer a Jesús por entre la rendija que había antes que las dos compuertas se juntasen, y escuchó los golpes y los gritos lastimeros del que tendría que haber sido su verdugo mientras el ascensor se ponía en marcha. Entonces empezó a llorar.