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Oficina del encargado en jefe de la factoría Sugar, ciudad de Nefesh
17 de octubre de 2008
Abril descansaba boca arriba en el suelo de la oficina, respirando agitadamente y con el corazón latiéndole al toda velocidad. Cuatro pares de ojos la observaban atentamente; no obstante era consciente que ya había pasado el peligro. Ninguno de los infectados aporreaba la puerta ni trataba de romper los cristales a golpes con el propósito de entrar, como habría jurado que harían. Junto a ella en la pequeña oficina había dos chicas jóvenes, una de unos veinte años y otra que a duras penas tendría doce, un hombre anciano, con el pelo cano y los ojos con una expresión perdida que delataban que era ciego, y su perro lazarillo, una hembra adulta de golden retriever. La doctora se levantó, ayudada por la mano de la mayor de las dos hermanas, Sonia, y se les quedó mirando, incapaz de articular palabra.
SONIA – Te ha venido de poco.
ABRIL – Joder, sí…
Nemesio agachó la cabeza, como decepcionado. Estaba sentado en la cómoda silla de oficina, detrás del escritorio. La chica más joven, Sandra, estaba sentada en una de las otras dos sillas. Sandra invitó a Abril a que tomase asiento en la última, mientras ella se recostaba en el escritorio.
SONIA – ¿De dónde vienes?
ABRIL – Del… del hospital.
Sonia asintió levemente con la cabeza. Tenía dos surcos debajo de los ojos, que delataban que había estado llorando y se le había corrido el rímel. Su hermana pequeña tenía la mirada fija en una baldosa del suelo, y aunque no se notase a simple vista, también había llorado, y mucho.
SONIA – ¿Y cómo están las cosas ahí?
La doctora negó con la cabeza, y esa fue suficiente respuesta para la chica.
SONIA – ¿Cómo has llegado hasta aquí?
ABRIL – Por la calle, andando…
En esta ocasión, hasta Sandra se giró para mirarla, incrédula.
SONIA – ¿A pie, desde el hospital hasta aquí?
ABRIL – Sí…
SONIA – ¿Y no… no te has encontrado con ningún…?
ABRIL – Sí, pero… bueno, no había tantos por… por aquí…
SONIA – Joder, pues será ahora.
El silencio se apoderó de la sala. Todos tenían demasiadas cosas en las que pensar, pero Sonia era demasiado viva y curiosa para quedarse de brazos cruzados.
SONIA – ¿Llevas algo encima, un arma o… algo?
Abril negó de nuevo con la cabeza.
SONIA – Bueno, pues… nada… bienvenida al club. Yo soy Sonia.
Sonia dio un par de besos a Abril. La doctora sentía que todo era demasiado surrealista.
ABRIL – Yo… yo soy Abril.
SONIA – Ella es mi hermana Sandra, él es Nemesio y la perrita se llama Bruma.
Nemesio asintió con la cabeza, sin mucho interés por conocer a la nueva integrante del grupo de supervivientes. Sandra ni se inmutó, al igual que la perra.
SONIA – Llevamos aquí un par de horas, esperando. Bueno, él un poco más, ya estaba aquí cuando llegamos.
NEMESIO – Me trajo aquí un joven. Me dijo que volvería a por mí, pero de eso… de eso hace ya… demasiado.
Todos sabían que ese joven no volvería. Nemesio estaba paseando con Bruma por la periferia cuando todo empezó a torcerse en la ciudad. Trató de volver a su apartamento, asustado y curioso por saber qué diablos estaba pasando a su alrededor, cuando fue abordado por un hombre de unos treinta años, que sintió demasiada pena por él, anciano y ciego, y lo subió en su coche. Le contó su propia experiencia, en la que había demasiada sangre y demasiadas vísceras para el viejo, y le guió hacia su lugar de trabajo. Poseía la llave y abrió la nave, le introdujo en la oficina y se fue en busca de su familia. A esas horas era uno de los infectados que merodeaban por los alrededores del parque central de la ciudad.
SONIA – Y como no funcionan los móviles, pues… aquí estamos… esperando.
ABRIL – ¿A quién esperáis?
SONIA – No, esperar no esperamos a nadie.
Abril mostró su incomprensión arrugando las cejas.
SONIA – Esperamos a que los que hay aquí dentro se vayan, para poder irnos nosotros. Antes o después acabarán yéndose, está la puerta abierta. Sólo hay que esperar y…
Sonia leyó el apuro y la congoja en la cara de Abril, y no le cupo la menor duda cuando vio que se llevaba la mano a la boca entreabierta. Abril no se había dado cuenta hasta ese momento.
SONIA – No me digas que la has cerrado.
ABRIL – Lo siento, yo… yo creí…
SANDRA – ¿Pero tú eres gilipollas? ¿Qué quieres, que nos maten a todos?
Todos, incluso Nemesio, se giraron hacia la chiquilla que había permanecido en silencio hasta entonces. Ahora estaba encendida, llena de ira.
ABRIL – Yo no sabía…
SANDRA – ¡Puta india de mierda, nos has dejado encerrados como a ratas! Y ahora no vamos a poder salir de aquí, ¿te enteras?
SONIA – Sandra, baja la voz. Haz el favor. Al final vas a hacer tú que vengan.
SANDRA – ¿Y qué más da? Estamos encerrados con ellos, ¿ya qué importa? Pero es que… ¿que es imbécil o qué, esta tía?
Sonia le puso una mano en el hombro a su hermana pequeña, y ésta empezó a llorar de nuevo. Abril agachó la mirada, avergonzada. Nemesio negó lentamente con la cabeza, agotado. Daba la impresión que nada de eso fuese con él. Pasaron un par de minutos en silencio. Sandra seguía llorando; ahora recordaba cómo había visto morir a sus dos padres y a su hermano mayor, sin poder hacer más que huir con su hermana de la casa, para no sumar más bajas a la familia.
SONIA – Nosotras… llevamos aquí un par de horas. Nos acompañó un hombre, que debía de ser compañero de trabajo del que trajo aquí a Nemesio.
ABRIL – ¿Y dónde está ese hombre, ahora?
Sonia se acercó a los ventanales, abrió una pequeña rendija entre las lamas de la persiana veneciana y escrutó atentamente el interior de la nave. Le hizo una seña con la cabeza a Abril para que se acercase, y ésta lo hizo, rauda. Sandra seguía llorando.
SONIA – ¿Ves ese, el del mono azul?
Abril siguió la trayectoria del dedo de la muchacha con la mirada, y dio con uno de los infectados que merodeaba por la nave. Daba la impresión que fuera uno de los trabajadores de la misma, a tenor de su atuendo. Miró de nuevo a su recién hallada compañera, mientras la perra se rascaba detrás de las orejas con una de las patas traseras.
ABRIL – Sí…
SONIA – Pues ese, ese es.