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Mansión de Nemesio, isla Nefesh
22 de octubre de 2008
Abril despertó con el cuello dolorido, en uno de los viejos y polvorientos sofás de aquél salón que se antojaba más macabro por momentos. La luz matutina se filtraba por las ventanas, por entre las franjas que dejaban los tableros que ella misma había colocado hacía ya dos días. Todavía no alcanzaba a comprender cómo era que ninguna de las ventanas en toda la mansión tuviese una triste persiana; le parecía estúpido. Esa noche había hecho bastante frío; echó a un lado la sábana que la cubría y miró hacia la mecedora donde Nemesio seguía durmiendo, tapado por una gruesa manta de felpa a cuadros. Calculó que no haría ni una hora que había amanecido y se levantó, en medio de un gran bostezo.
Nemesio había pasado mala noche. Estuvo vomitando un rato más, después que Abril le descubriese tras su visita al establo. Desde entonces no se habían separado. Ella sabía lo que debía de hacer, y estudió con detenimiento los síntomas del anciano. Si bien no llegó a ninguna conclusión a priori, pues ninguno de ellos resultaba lo suficientemente determinante, no descartó lo obvio, pues todos ellos coincidían con el cuadro sintomático asociado a esa rara enfermedad que había diezmado la vida de tantos inocentes alrededor del mundo. No obstante, todavía era pronto para echarse las manos a la cabeza; él era un hombre anciano, que había pasado por una situación de mucho estrés, tras varios días privado de alimentación y bebida. Todavía había sitio para la esperanza, aunque costaba mucho diferenciarla de la ingenuidad.
Decidió dejarle solo para que siguiera descansando, pues no había conseguido dormirse hasta bien entrada la noche, aquejado de una fuerte jaqueca y frecuentes náuseas. Pese a que luchaba por apartar esa idea de su cabeza, cada vez le resultaba más difícil. Nemesio era muy probable que estuviera infectado, y ella debía estar prevenida para lo que pudiese ocurrir de ahí en adelante. No tenía la más mínima intención de dejarse vencer después de haber huido de las garras de la muerte, después de haber conseguido tanto. No estaba dispuesta a echarle de casa, principalmente porque era su casa, pero sí sabía que debía mantener las distancias cuando el fin se antojase inminente. No hacía más que pensar en lo peor, y generar una y mil hipótesis en su cabeza. Se veía tentada a abandonarle a su suerte hasta que todo hubiese pasado, para volver entonces y solucionar el problema sin mancharse las manos. Pero sabía que sería incapaz de hacerlo, y no porque sintiera que le debía nada, sino porque se sentía responsable de lo que le había ocurrido. El agua se la había proporcionado ella, y eso era algo indiscutible. Si bien no tenía la certeza que fuera a enfermarle, tampoco había puesto nada de su parte para evitarlo, y buena muestra de su irresponsabilidad era el hecho que ella misma no había osado beberla. Estaba escrito: ella debía acompañarle en su enfermedad hasta el final, fuese cual fuese el destino de la misma.
Salió de la casa para despejar la cabeza. Ahora ya daba por hecho que toda la zona era zona segura, y apenas se esforzaba por tomar precauciones; no se sentía insegura al abandonar la fortaleza. En todo el tiempo que llevaba ahí no había visto ni oído a ningún infectado, ni la más mínima señal que le hiciese pensar que alguno pudiese rondar los alrededores. Caminó sin rumbo, y se encontró sin darse cuenta frente al lago bajo la cascada, sobre la gran roca gris en la que se había subido para echar a Bruma en el río, la misma en la que se había subido la perra para beber. Ahí el ruido lo envolvía todo. Poco a poco empezaba a acostumbrarse hasta el punto de ni siquiera oírlo. Miró hacia la superficie cristalina, y se vio reflejada en ella. Sintió ganas de desnudarse y tomar un baño, que hacía ya mucho que le hacía falta. Seguía teniendo sed, pero sabía que tampoco debía beber. Esa agua era prohibida.
El resto de la mañana lo pasó recolectando frutas del invernadero, hasta darse cuenta que ya había arramblado con todo cuanto podía ser útil ahí dentro. Si bien aún quedaban muchas moras por los alrededores, también había cogido todas las setas que sabía que no eran venenosas, de modo que se planteaba un nuevo problema. La solución era sencilla; debía alejarse más en busca de algo que comer. No obstante, eso sí le atemorizaba. No sabía lo que encontraría si abandonaba la mansión, y tampoco confiaba demasiado en su sentido de la orientación. Además, eran muchos los casos de desapariciones sin resolver de gente que había osado entrar en el bosque los últimos días previos al éxodo en la ciudad. Debía hacer algo, y debía hacerlo pronto, pero no sabía el qué, y no tenía ánimos para afrontar el problema en esos momentos. Ahora había algo más importante de lo que preocuparse; todo a su debido momento.
Nemesio despertó entrado el mediodía, y lo hizo para acabar de confirmar las sospechas de Abril. Su enfermedad empeoraba más por momentos, y la doctora se veía sobrepasada por la situación. No tenía herramientas suficientes para poder paliar el intenso dolor que aquejaba el anciano, y estaba muy lejos de poder hacer que el mismo se extinguiese. La fiebre le subió, a las náuseas y los vómitos se les sumaron la desorientación e incluso alucinaciones, pues le encontró hablando con Bruma y acariciando uno de los brazos de la mecedora como si se tratase de la cabeza del difunto animal. Parecía haber superado la barrera de la senilidad en un abrir y cerrar de ojos. Abril supo que no podría abandonarle aunque quisiera.
Ya se estaba haciendo de noche cuando decidió ir a buscar leña. Recordaba la noche anterior como fría, y temía que la siguiente fuese igual. Era lo mínimo que podía hacer por él, hacer que sus últimas horas fuesen lo más agradables posibles dentro de sus limitadas posibilidades. Ya que no podía hacer mucho más, al menos se aseguraría que esa noche no pasase frío. Se limitó a volver a las caballerizas donde había estado la tarde anterior, pues recordaba haber visto un almacén de maderas del tamaño y la forma adecuadas para echarlas en la chimenea. Todavía era mucha la madera que quedaba en la buhardilla, pero hubiera tenido que cortar los tableros, y no le apetecía.
Recogió un buen puñado de madera y encendió la chimenea con periódicos viejos y una única cerilla, cuando aún era de día. Al ver la luz y el calor que desprendía, se preguntó por qué habían pasado las dos noches anteriores a la triste luz de unas velas. No era capaz de recordar que entonces, su principal preocupación era la de que pudieran descubrirles los infectados durante la noche.
La chimenea se quedó humeando el resto de la tarde y toda la noche, hasta que se extinguió por si sola al amanecer, mientras ambos dormían, de nuevo en el salón.