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Mansión de Nemesio, isla Nefesh
23 de octubre de 2008
NEMESIO – No vas a conseguir nada, con eso.
ABRIL – Voy a conseguir que deje de dolerle.
NEMESIO – ¿A cambio de qué, de tu vida?
Abril tragó saliva. No era capaz siquiera de reconocerse en ese papel, pero estaba convencida de que era lo que debía hacer. Nemesio seguía sentado en aquella vieja mecedora, con un rictus perpetuo de dolor en el rostro. Ahora parecía más anciano que nunca, con los ojos oscurecidos por las ojeras, la posición encorvada y el aspecto frágil que le había impuesto la dura enfermedad. Cualquiera que le hubiese visto, no le habría dado muchos días de vida.
Rayaba el mediodía y Abril había tomado una decisión en firme. Si se la hubieran planteado el día que llegó a la mansión, hubiera negado en redondo cualquier posibilidad de que ello pudiese ocurrir, pero ahora todo era diferente. Nemesio no había dormido en toda la noche. El dolor era insoportable. No era capaz siquiera de describirlo, le dolía todo. Abril se sabía responsable, tal vez por deformación profesional, algo llamado juramento hipocrático, o el enorme sentimiento de culpabilidad que recaía sobre sus espaldas, pese a que a Nemesio jamás se le hubiese ocurrido echarle la culpa de nada de cuanto había ocurrido. Ambos sabían que había sido cosa del agua, pese a que ninguno lo había puesto en común con el otro. Nemesio no era capaz de explicarse cómo había pasado, y seguía pareciéndole demasiada coincidencia, algo demasiado anecdótico, demasiado arbitrario, pero no había otra explicación. Bruma había muerto por ello, y ahora era su turno.
Abril había decidido volver al hospital, origen de sus miedos, en busca de morfina, con la que hacer que las últimas horas del anciano no fueran una lenta agonía. En cualquier caso, no era ese su único aliciente, si bien tampoco mentiría al decir que ese era su principal objetivo. Ella también necesitaba algo del mundo civilizado, al menos de lo que quedase de él a esas alturas. Necesitaba agua, pese a que cualquier líquido sería bienvenido. No podía seguir alimentándose sin rehidratarse en condiciones, no por más tiempo, no si no quería enfermar ella también. Además, aprovecharía el viaje para conseguir algo de comida, pensaba, al menos la suficiente para aguantar unos días más sin tener que abandonar la mansión.
NEMESIO – No lo hagas por mí, de verdad. A mi me hará más feliz saberte sana y salva que aguantar un poco más o un poco menos. Mi destino ya está escrito, a mí no…
ABRIL – Que no, abuelo. No voy a dejar que siga… que no, que me voy.
NEMESIO – Vale, pues te lo pido como un favor, un favor personal. No te vayas.
Abril le miró. Él miraba hacia donde estaba ella, pero su mirada seguía perdida en algún lugar muy lejano.
ABRIL – Volveré antes del anochecer. Le he dejado comida y…
Miró la mesa. Sobre ella había prácticamente todo de cuanto disponían. No era mucho.
ABRIL – … un jarro con agua.
Sintió una sensación contradictoria. En cualquier caso, el mal ya estaba hecho, ahora poco importaba que bebiese o no. No empeoraría por más que lo hiciera. Nemesio negó con la cabeza, abatido. Sentía demasiado dolor y se encontraba demasiado mal para seguir discutiendo, de modo que se limitó a acomodarse en su asiento y taparse bien con la manta, pese a que ya no hacía frío.
ABRIL – Volveré lo más pronto que pueda, usted…
Nemesio ni se movió. Tenía los ojos cerrados y parecía dormido. Abril dudó que no lo estuviera realmente. Agarró de encima de la mesa una mochila de cuero que había encontrado en la buhardilla, en la que había guardado unas pocas provisiones por si las moscas, y abandonó la sala, mirándolo todo con atención, temiendo que fuera la última vez que lo hiciera. Llegó hasta el vestíbulo trasero y empujó el pesado armario que ocultaba la puerta de servicio, hasta que la liberó por completo. Salió y cerró a su paso. Tenía la llave de esa puerta, y la utilizó para cerrarla con mayor seguridad. Ya se la había guardado en el bolsillo y había caminado un par de pasos hacia la escalera de piedra que le llevaría de vuelta al coche, cuando se paró en seco. Tragó saliva.
Se le presentó un pequeño dilema, que no tardó mucho en resolver. Por más confianza que tuviese en sí misma, que a esas alturas era más bien poca, asumía que pudiera no volver con Nemesio, por un motivo u otro. Pese a que él ya estaba sentenciado a muerte, dejarle ahí encerrado le parecía cruel. Sin saber muy bien por qué, desanduvo los últimos pasos y colocó de nuevo la llave en la cerradura. Si bien era muy improbable que nadie más llegase a buscar refugio hasta ese lugar recóndito en el bosque, se vio en la necesidad de no vetarles esa oportunidad. Al fin y al cabo, la puerta estaba cerrada, y los infectados no sabrían abrirla por más que se empeñasen, estuviera la llave puesta o no.
Caminó hasta la escalera, y la subió en un abrir y cerrar de ojos. Desde arriba, la mansión parecía mucho más pequeña. Sintió un escalofrío, y unas ganas irrefrenables de volver a ese refugio seguro y abandonar esa estúpida idea que le había abordado nada más despertar. No obstante sabía que debía hacerlo, aunque tan solo fuese por sí misma. Ya empezaba a notar los estragos de tan mediocre alimentación; la sed no le había abandonado en ningún momento. Debía hacerlo, y se armó de valor, aunque estaba atemorizada.
Subió al coche y cerró tras de sí. Echó incluso el pestillo de la puerta antes de introducir la llave. Cerró fuertemente los ojos y la giró en el contacto. Muy a su pesar, el motor se encendió fielmente. Quitó el freno de mano y puso la marcha atrás, enderezó el coche hasta encarar el camino que había tomado para llegar hasta ahí, sin parar de mirar el indicador de reserva del depósito de gasolina, y puso rumbo de nuevo a la ciudad, alejándose cada vez más del monótono y cansino ruido de la cascada.