417
Mansión de Nemesio, isla Nefesh
23 de octubre de 2008
MAYA – ¿Podrías… girarte?
Christian se ruborizó, y enseguida dio media vuelta. Estaban en una de las habitaciones de la primera planta de la mansión, a un par de puertas del dormitorio de Abril y a tres del de Nemesio. Ellos estaban en la sala de la chimenea, en la planta baja. El anciano se había negado a ocupar una cama, pese a lo avanzado de su enfermedad. Quería morir en esa mecedora, la misma, a excepción de la tapicería, en la que su madre le había dado a luz hacía casi un siglo. Abril no se atrevía a dejarle solo, por lo que pudiera ocurrir, y ahora que tenía las medicinas adecuadas, podía hacer su tránsito al otro barrio algo más llevadero.
Los chicos llevaban cerca de media hora encerrados en ese dormitorio, que tenía dos camas con una pequeña mesilla de noche entremedias, donde descansaba el candelabro con las velas que ofrecían a la estancia algo de luz. Abril le había ofrecido una habitación a cada uno, pero ambos se habían puesto enseguida de acuerdo en que dormirían en la misma habitación. A ninguno de los dos le apetecía estar solo.
El muchacho de la cicatriz sobre la oreja, se rascaba la incipiente barba de mal ladrón mientras Maya se quitaba los pantalones. Él mismo había hecho lo propio minutos antes, sustituyendo los propios por unos viejos que había encontrado en el armario de la habitación, de donde habían sacado también la ropa de cama y una camisa blanca, con la que parecía un desaliñado camarero.
MAYA – Ya está.
Christian se giró, y observó con atención a la muchacha. Llevaba puestos unos pantalones negros de pinza, que al menos eran de su talla. Y lo más importante, estaban limpios. El armario estaba rebosante de ropa anticuada, pero no había rastro alguno de ropa interior. Mataron dos pájaros de un tiro, pues Christian pudo volver a vestirse de cintura para arriba, ahora que empezaba a refrescar, y Maya pudo de ese modo ocultar la herida de su pierna, con lo que deberían cesar definitivamente las sospechas de Abril. Caminó hacia su cama, y se sentó al borde. Respiró hondo, sin parar de mirar a su compañera. Ella tenía la mirada perdida en el empapelado de la pared.
CHRISTIAN – ¿Cómo te encuentras, Maya?
La muchacha levantó la vista, y se llevó una mano a la sien.
MAYA – Bueno… Me duele la cabesa bastante…
Christian bajó la vista.
CHRISTIAN – Quizá… quizá no llegó a… tal vez se te pase y todo quede en un susto…
MAYA – No quiero hablar de tema, ¿vale?
CHRISTIAN – Entiendo.
El chico tragó saliva. No podía parar de pensar que Maya empezaría a enfermar enseguida, y acabaría igual que había acabado su padre, hacía tan poco tiempo. Ella entre todos le parecía la que menos lo merecía; era demasiado joven, demasiado vulnerable. Se le antojaba incluso injusto, más después de haber llegado tan lejos, después de haber tenido que renunciar a tanto por el camino. Se levantó de la cama y miro por la ventana. Ésta no tenía clavado listón alguno y estaba abierta de par en par, hacia dentro. Desde ahí se veía parte del claro que había frente a la mansión, y la luna menguante tras unas pocas nubes. Lo que más llamaba la atención era una pequeña concentración de luciérnagas que revoloteaban alrededor de unos matorrales, junto al curso del río.
MAYA – ¿Qué crees que habrá sido de los demás?
Christian se giró, y se recostó sobre el alféizar de la ventana.
CHRISTIAN – No tengo ni idea… Al igual están ahora en la barca, preguntándose lo mismo sobre nosotros.
MAYA – No deberíamos habernos separado… Es todo culpa mía.
CHRISTIAN – ¿Culpa el qué?
MAYA – Si yo hubiera podido ir con vosotros, tú no tendrías que haberte quedado conmigo.
CHRISTIAN – Ya ves tú que problema.
MAYA – Podrías estar con ellos ahora.
CHRISTIAN – ¿Y qué gano yo con eso?
Maya se dio cuenta que lo que decía no tenía mucho sentido, y se mantuvo en silencio.
CHRISTIAN – Al igual están ahora en la ciudad esa, en una casa segura, hartándose a jamón de pata negra. Al igual… hubiera sido incluso peor. Eso no lo sabemos.
Maya puso los ojos en blanco. Se le antojaba harto difícil imaginar una situación peor que la que estaba viviendo en esos momentos. Era sobre todo el no saber qué sería de ella, lo que más la martirizaba.
MAYA – ¿Te irás mañana con ella a buscar cosas a la barca?
CHRISTIAN – Sí… Antes o después hay que hacerlo. No creo que ganemos nada aplazándolo.
MAYA – Pero… Es demasiado peligroso, no deberías…
CHRISTIAN – Bueno, piensa que ahora tenemos un arma. Y por el bosque tampoco tiene que haber tantos. Estuvimos mucho tiempo caminando, y sólo nos encontramos con dos.
MAYA – Yo… no quiero que tú también…
Empezó a llorar. Christian se acercó, se sentó a su lado, y le puso una mano en el hombro, tratando de animarla.
MAYA – Joder, es que los he perdido a todos, no quiero…
Christian le quitó la lágrima que recorría su mejilla.
CHRISTIAN – No te voy a dejar, estate tranquila. No te vas a deshacer de mí tan fácilmente.
Ambos cruzaron las miradas por un instante, y Christian enseguida se levantó de la cama de Maya, ruborizado, y le dio la espalda, mirando de nuevo por la ventana. En realidad no había tensión sexual. En las circunstancias en las que se habían conocido, no había tiempo para perder con ese tipo de cosas. No obstante, la situación había resultado incómoda para ambos. Maya se calmó enseguida, y se echó en la cama boca arriba, con los ojos bien abiertos, mirando las telarañas del techo. Ahora pensaba en Daniel, su hermano pequeño. Recordaba haber estado cazando moscas con él al inicio de ese mismo verano, en la casa de Nakeri, y dejándolas en una telaraña similar a la que ahora miraba, para alimentar a su dueña. Le echaba muchísimo de menos, y le dolía no recordarle, ni a él ni al resto de su familia, como creía que debería ahora que no estaban. Eran tantos los problemas que rondaban su cabeza que el tiempo de luto menguaba hasta disiparse en el aire. Eso tampoco era justo.
CHRISTIAN – Será mejor que nos vayamos a dormir ya. Debe de ser tardísimo.
Maya no dijo nada. Christian se acercó a la mesilla de noche, y sopló las dos velas que había encendidas en el candelabro, sumiéndolo todo en la oscuridad. Se descalzó, se echó en su propia cama, y en cuestión de cinco minutos, ambos estaban dormidos.
Ella tenía la mirada perdida en «here» empapelado de la pared. se te olvidó el EL
Estoy hoy fino mandarino xDDD Gracias de nuevo. 😉