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Centro de Sheol
3 de septiembre de 2008
Gustavo salió de su ensimismamiento al escuchar los golpes en el capó del coche de policía. Se había evadido del mundo que le rodeaba sumergiéndose en sus pensamientos desde que partieron del estadio. No podía parar de pensar en lo que había hecho, y en las repercusiones que ello acarrearía tanto para sí mismo como para su familia. Sin duda acabaría en un centro de reeducación, en una cárcel juvenil llena de delincuentes y matones que le harían la vida imposible. Temía también que con todo el revuelo formado nadie se hubiese dado cuenta de su victoria, o que le negasen la gratificación económica que tanto necesitaba Agustina. Pero sin duda lo que más le incomodaba era el hecho que no sentía el menor remordimiento. Su madre estaba siendo brutalmente atacada, y él se había limitado a defenderla con los medios que estaban a su alcance, como hubiese hecho cualquier buen hijo. Tenía dudas sobre muchas cosas de las que habían ocurrido esa mañana, pero de lo que estaba convencido era de que lo volvería a hacer cuantas veces fuese necesario.
Los golpes en el capó no cesaron hasta que la compañera del agente Sañudo, que iba en el asiento del copiloto, salió a atender a aquél joven exaltado. En un primer momento le confundieron con uno de aquellos perturbados, pero éste sí atendía a razones, y les imploraba que parasen y le ayudasen. Debía tener un par de años más que Gustavo, y mostraba su pecho desnudo a través de una camiseta desgarrada desde la axila izquierda hasta la entrepierna.
ANSELMO – ¡Gracias a Dios que por fin habéis llegado! Hace al menos media hora que hemos llamado. ¿Por qué habéis tardado tanto?
AGENTE QUIJO – Disculpe señor, pero…
ANSELMO – Da igual, no tenemos tiempo. ¡Ven, vente conmigo!
Llevaban así desde el inicio del turno esa misma madrugada, atendiendo a diferentes llamadas de auxilio de civiles desesperados e impacientes. Todas compartían idéntico patrón: el de una o varias personas extremadamente violentas que agredían a terceros sin que hubiese ningún móvil aparente. La agente echó un vistazo a su compañero, que lo había escuchado todo desde su posición tras el volante. Éste le hizo un sutil gesto afirmativo con la cabeza, y dio algunas instrucciones por la radio que había instalada en el salpicadero antes de dirigirse a Gustavo.
AGENTE SAÑUDO – Vamos a ausentarnos un momento. No te muevas de ahí.
La única respuesta que recibió por parte del joven arquero fue un pestañeo. Anselmo mostraba cada vez más abiertamente su desasosiego.
AGENTE SAÑUDO – No se te ocurra hacer ninguna tontería, ¿estamos?
Gustavo agitó levísimamente la cabeza a lado y lado, y entonces el agente Sañudo abandonó el vehículo, cerciorándose antes de que las puertas estuviesen cerradas de modo que el joven no pudiese salir. Desde su posición, a través de la ventanilla, el joven arquero pudo contemplar en palco preferente la trágica escena que en breve se produciría en la frutería de la que había salido Anselmo tan pronto descubrió el coche de policía circulando por la estrecha calle.
Se trataba de un local bastante pequeño, totalmente abierto a la calle, sin ningún tipo de puerta ni cristalera más que la persiana que lo hacía inaccesible a extraños durante las horas que no estaba abierto al público. Ahora sí lo estaba, y ahí se habían congregado al menos una docena de personas. Ello contrastaba con lo vacía y silenciosa que estaba la calle.
Había manzanas, peras y plátanos tirados por el suelo, muchos de ellos pisoteados. Junto al mostrador, entre éste y una mesa de madera con ruedas llena de calabazas redondeadas y de un intenso color naranja, que le recordaron a la noche de difuntos del año anterior, había una mujer mayor recostada en el suelo. Parecía bastante afectada. Tenía una brecha en la cabeza, parecida a la de su hermana Olga, oculta tras un puñado informe de papel de cocina parcialmente empapado de su propia sangre, que se afanaba en apretar para cortar la insistente hemorragia. A juzgar por su delantal, esa mujer debía ser la dueña del local.
Desde el interior del coche, Gustavo no alcanzaba a discernir lo que los nerviosos clientes le explicaban atropelladamente a los dos policías. A juzgar por el aspecto que lucían tanto ellos como el local, ahí se había vivido una pequeña batalla campal. Anselmo señaló a la puerta de la trastienda, que estaba cerrada a conciencia, y con una gran mesa de madera llena de lechugas romanas bloqueándola. La mayoría de los presentes hablaba a la vez, atropelladamente, y uno de ellos ayudó a la policía a apartar la mesa, que se apoyaba en el suelo con cuatro ruedas, hasta despejar el acceso a aquella puerta de misterioso contenido. La agente Quijo se colocó delante, con la pistola apuntando al suelo, mientras una de las chicas que había en la frutería, que lucía un vestido veraniego rojo, se llevaba una mano a la boca. Estaba llorando; quien se escondía tras la puerta era su padre. Varios de los presentes caminaron sigilosamente hacia la salida, mientras la policía colocaba su mano libre sobre el pomo.
La agente abrió la puerta de par en par, pero ahí dentro no parecía haber nadie. Se giró hacia Anselmo, con una expresión en el rostro que delataba su molestia, pues tenían demasiado trabajo para perder el tiempo. En ese mismo instante, un hombre alto y muy corpulento apareció tras la puerta, como salido de la nada, y se le echó encima. La agente no pudo evitar la embestida, y cayó irremisiblemente de espaldas al suelo, con tan mala fortuna que presionó por error el gatillo de la pistola e hirió el pecho de la joven del vestido rojo, la hija del infectado. Gustavo hubiera podido jurar que el sonido de su agónico alarido se escuchó con más intensidad que el del disparo que acabó con su vida. El impacto de la nuca de la agente Quijo en el duro suelo del local le hizo perder la conciencia, lo cual se tradujo en una buena noticia, pues no sintió ni los golpes ni los mordiscos que le brindó el furioso infectado.
En adelante todo pasó demasiado rápido. Hubo sangre y forcejeos. Varios disparos y muchos, muchos gritos. Gustavo se colocó de espaldas a la puerta, y con sus manos unidas en la espalda por aquella gruesa brida negra, trató desesperadamente de abrirla. Todo esfuerzo resultó inútil. La violencia iniciada en la frutería se había trasladado a la calle, y pronto todo volvió a quedar en silencio. El joven arquero se puso genuinamente nervioso, más cuando escuchó por la radio que había instalada en la guantera lo que estaba ocurriendo a escasas cinco manzanas de ahí.
Trató de deshacerse de la brida que le privaba de su libertad, pero tan solo consiguió hacerse daño en las muñecas. Todo esfuerzo por abrir las puertas resultó inútil, y la ventanilla parecía irrompible, o al menos estaba hecha de un material mucho más duro que sus maltrechos nudillos.
Ya se había abandonado a la consternación cuando un golpe en la puerta del conductor le hizo girarse a toda prisa. La puerta se abrió atropelladamente, y tras ella apareció el rostro desencajado del agente Sañudo. Había perdido su gorra, lucía tres marcas rojas en la mejilla, delatoras de un arañazo que había traspasado la epidermis, y su mano derecha estaba empapada de una sangre que a todas luces no era suya. El policía cogió el micrófono de la radio, manchándolo del espeso líquido carmesí, sin prestar la menor atención al chico que tenía ahí detrás retenido. A duras penas tuvo ocasión de abrir la comunicación con un compañero suyo al otro lado de la línea, cuando la agente Quijo apareció detrás de él.
La policía agarró a su compañero de los hombros y lo sacó del coche de policía de un fuerte tirón, con una fuerza que no acababa de encajar del todo con su complexión. Lo que más llamó la atención a Gustavo, más allá de la carencia absoluta de sentido de cuanto estaba siendo testigo, eran los ojos de la policía. Lucían idéntico color a los de la mujer con cuya vida había acabado hacía una hora escasa, como víctimas de un derrame tan pronunciado que debía incluso dificultarle la visión.
Ambos policías forcejearon en el suelo, pero finalmente el agente Sañudo consiguió zafarse de la ira de quien fuera su compañera, y salió corriendo calle abajo, suplicándole a su atacante que le dejase en paz. Ella desoyó sus ruegos y le persiguió. Pronto todo volvió a quedar en silencio.
Gustavo no se lo pensó dos veces, y trató de abrir la puerta de nuevo. En esta ocasión ésta cedió sin ofrecer resistencia. El joven arquero sintió una punzada de arrepentimiento. Al menos con las puertas cerradas tenía una excusa para quedarse ahí dentro y no enfrentarse a lo que sin duda le esperaba fuera.
Con el corazón en un puño, abandonó el coche policial, y caminó por la acera, delante de la frutería en la que había comenzado todo. Ahí ya no quedaba más que el cadáver de la frutera, que seguía desangrándose, y mostraba aún más moratones y mordiscos de los que tenía cuando el coche de policía paró ahí delante, el de la joven del vestido rojo, y el de su padre, que lucía un agujero en cada sien, delator del motivo por el que había frenado su ira homicida.
El joven arquero tragó saliva y caminó hasta el extremo opuesto de la tienda. Sobre la mesa de madera en la que aún se encontraban aquellas saludables y apetitosas lechugas romanas descansaba un gran cuchillo, que utilizaba aquella pobre mujer para retirar las hojas exteriores que empezaban a mostrar mal aspecto. Gustavo se puso de espaldas a la mesa, y no sin gran dificultad, consiguió hacerse con el cuchillo. Deshacerse de la brida resultó excepcionalmente sencillo con aquella arma blanca en su poder. Pensó en dejar el cuchillo donde lo había encontrado, pero enseguida recapacitó. Respiró hondo, y desanduvo sus pasos hacia la calle, con el cuchillo fuertemente sujeto entre sus dedos.
Al pasar junto a la frutera, ésta emitió un grito gutural, y le agarró de la pierna, dejándole la marca de sus cinco dedos sanguinolentos. Por fortuna, Gustavo fue rápido en su reacción, y consiguió zafarse de ella sin recibir un solo rasguño. El joven arquero corrió calle abajo, igual que hiciese el policía que debía haberle llevado a la comisaría. Lo hizo sin pensar en nada más, totalmente desorientado y más asustado de lo que lo había estado en su vida.
Vaya, ha sido más fácil de lo previsto liberarse. Lo que está claro es que ahora viene la parte interesante. Si va al hospital a buscar a su hermana, esas marcas de sangre en la pierna puede que sea un problema, por muy verdes que todos estén en lo relativo a la infección.
Por otro lado, espero que consiga otro arco. Creo que es una forma reutilizable y sin gastar munición de limpiar de zombis
Afrontar un flashback con el conocimiento previo tanto tuyo como de los lectores de que cierto personaje no puede morir ni recibir un triste rasguño es, sin dudas, una de las mayores lacras de escribir un libro de este estilo en el que la supervivencia es quizá la palabra clave. En el momento en el que involucre a Olga o a Gustavo en una escena de acción en la que se les de por muertos y se salven en el último momento, a vosotros como lectores os va a traer sin cuidado como poco, porque ya sabéis que son intocables.
En esta primera escena lo que pretendía era ofrecerle una visión mucho más intensa y activa de a qué se deberán enfrentar, pero haciéndole ser un mero espectador, y con el valor añadido de encontrárselo todo de cara en última instancia.
Como bien auguras, el siguiente paso del joven arquero será el de reencontrarse con su familia, y de ahí en adelante, una pequeña vorágine de tensión y drama hasta que conozcan a Bárbara y compañía, e incluso más adelante.
La idea del arco es algo que me resultó atractivo desde hacía mucho tiempo. Luego The walking dead adquirió un éxito sin precedentes, me dio muchísima rabia, y la descarté. Pero de un tiempo acá, reflexioné sobre los límites de la originalidad, y asumí que todo lo que escriba, por más que sea de mi cosecha, acabará pudiendo ser comparado con mil y una referencias previas del imaginario colectivo, y por ello me lié la manta a la cabeza y decidí retomar la idea original de incluir un arco como arma. Pero para ello intenté buscar un contexto y sobre todo un background que justificase tanto la elección como la habilidad en su uso, y hacer que uno de los personajes tuviese esa afición en su vida anterior, me pareció una buena ocasión para sentar las bases. Pero todo llegará a su debido tiempo. De momento sólo he plantado esa semillita. 🙂
David.
No hay nada de malo en coger ideas. Yo desde que leí la idea de los trajes de neopreno como protección anti zombis, me parece la mejor idea. Ni abrigos, ni leches. El neopreno no lo traspasa un mordisco y está disponible en cualquier zona costera sin problemas.
Respecto al arco, me quito el sombrero. Realmente bien puesta la semilla. Creo que tienes un trastorno compulsivo con dar coherencia a todo, que como lector es una gozada.
Reiterando en la idea de que está todo inventado, y que lo único que puede hacer un autor es inventar una nueva receta, pero con unos ingredientes que ya han sido usados mil veces con anterioridad, te diré que leyendo «Guía de supervivencia zombi» de Max Brooks, hay un apartado que elogia las ventajas del neopreno como vestimenta anti-mordiscos. Otro buen carromato de rabia que me dio cuando lo leí, porque fui consciente que nadie creería que se me había ocurrido a mi xDD
Me pasó algo parecido con la escena en la que Zoe y Bárbara ven una jirafa por la ventana, al principio del primer tomo. Jugando a un videojuego llamado «The last of us», preocupantemente parecido a aoldlv en ciertos aspectos, y pese a que hacía más de cinco años que yo había escrito esa escena, al final del videojuego pasa literalmente lo mismo, la niña pequeña de turno avisa al adulto que la acompaña y ambos ven una maldita jirafa por la ventana. xDD Me ha pasado mil veces, y me seguirá pasando, es ley de vida.
Yo tengo una ventaja para con la mayoría de autores, y es que no me planto frente a la hoja en blanco a escribir, sino que escribo siguiendo unas pautas y unos resúmenes de un guión previo que me he escrito. Lo tengo todo tan asentado y tan pensado de antemano, que me puedo permitir mil «semillas» como esa. En el… creo que es el cuarto capítulo, explico que Bárbara tiene el pelo muy largo. Eso lo hice pensando en la escena del tren de la bruja cuando un infectado se la lleva a rastras por el pelo, y luego ella se lo corta, con el drama añadido de que a Enrique le gustaba mucho su pelo, y que así en cierto modo, pasa página con el luto que le guardaba. En el cuarto capítulo, hace ya más de nueve años. xDD
Ahora estoy trabajando en otra novela titulada «Al otro lado de la realidad», que no tiene nada que ver con esta, y llevo ya dos años haciendo brainstorming de personajes, tramas y escenas. Cuando empiece, ya lo tendré todo más que preparado para proceder con la seguridad de que todo encajará suave y nada chirriará. Pero esa es otra historia y como tal deberá ser contada en otro momento (como diría el inimitable Ende).
David.
Hola chicos,
hoy me pongo al día con las lecturas atrasadas.
Es cierto que este flashback está libre del interrogante de la supervivencia de sus protagonistas, y eso es algo que resta entusiasmo, pero no curiosidad. Leyendo ésto me imagino un Gustavo mucho más maduro de lo que es; me pasa un poco como con Zoe, ninos que actúan y piensan como adultos. Lo del arco pues sí, una no puede dejar de pensar en Walking Dead, y es una pena, sobretodo porque la idea es original y no copiada. Si al final lo vas a utilizar como el arma de Gustavo, yo te aplaudo, basta ya de comparaciones o de plagios. La mayor parte de ideas ya están creadas, pero el cómo se tejen y lo que transmiten a los lectores es lo que de verdad puede ser inédito y único. Ésa es tu gran baza y ahí es donde debes dirigir tus esfuerzos.
Sonia.
Interesantes reflexiones, lady Sonia, como bien nos tienes acostumbrados. 🙂
Fue una decisión muy meditada, la de ofrecer tantísimos flashbacks en una novela tan coral y con tantos personajes. Era consciente (aunque quizá no del todo), que ello alargaría la extensión de la novela, amén de ofrecerle una perspectiva mucho más profunda y de historias entrelazadas con seriedad y suavidad, como pretendía. La contra más evidente es esa, que el lector ya sabe quienes son los intocables y quienes tienen todas las papeletas para irse al otro barrio. No obstante, quiero pensar que la riqueza que aporta a la narración el hecho de tratar con educación y mimo a cada personaje (relevante), ofrece algo que lo hace por sí mismo digno de ser tenido en cuenta. Pero para gustos chupachups. Yo les tenía muchísimas ganas a estos dos personajes, desde hacía años, y estoy disfrutando mucho con ellos. Y cuando llegue la parte del flashback en la que se encuentran con Morgan, Bárbara, Chris y Zoe, que ofreceré una nueva perspectiva y material inédito de los lapsos de tiempo obviados en el primer tomo, disfrutaré aún más. Llevo muchos años sin narrar a Morgan, y le tengo muchísimas ganas. 🙂
El tema de las referencias del imaginario colectivo va a estar ahí siempre, de modo que prefiero asumirlo y recibir las críticas como mejor pueda o sepa. Gustavo es un excelente arquero y no creo que spoilee a nadie si digo que más tarde o más temprano se hará con un arco y ayudará a su hermana y a sí mismo haciendo uso de él. Quien quiera ver ahí a Darry… espero quitarle esa imagen de la cabeza al ofrecer una óptica que nada que ver con él tenga. Sólo he visto una temporada y media de The Walking Dead, porque me aburría y me ofendía a partes iguales. Pero verdad sea dicha, yo soy muy muy raro, y es muy difícil que encuentre algo que me guste de verdad. Y sobre todo con la lectura.
David.
«Yo soy muy muy raro» jajaja. Fíjate que yo soy de las que piensa que todos somos raros. ¿Hay alguien normal? ¿Qué es ser normal? Éste ya es otro tema, pero me ha hecho gracia.
Yo sí veo Walking y me gusta, aunque tu novela y la serie no tienen nada que ver. Me gustan las dos cosas y también soy rara XD.
Sonia.
Matizaré «raro» con «excesivamente crítico con los proyectos artísticos ajenos». Con decirte que hace cosa de seis años que no veo películas porque considero que el cine ha llegado a un punto de no retorno de mediocridad intolerable. xDD Y con la literatura me pasa algo parecido, aunque ahí influyen más mis gustos que la calidad como tal. Rara vez leo algo que realmente me motive. Quizá fue ese uno de los motivos por los que empecé a escribir…
David.
Mola tu definición de raro. Yo las películas me las tomo como meros pasatiempos, hace tiempo que no busco nada que me deslumbre. De hecho, prefiero ver series, que siempre hay algún capítulo bueno.
Creo que te gusta más escribir que leer y que desde que escribes, que de eso ya hace años, cada vez encuentras menos en la lectura y más en la escritura. A veces son rachas, y éstas pueden ser muy largas, por lo que te recomiendo que te dejes llevar por lo que más te apetezca a cada momento. Si últimamente no encuentras mucho en la lectura, refúgiate en el teclado, la cuestión es sentirse a gusto.
Sonia.
Interesantes matices. Yo también me he decantado mucho más por las series de un tiempo hacia aquí. Siempre he tenido la impresión que los guionistas de una serie (al menos una que no sea procedimental), se toman mucho más en serio su trabajo que los de una película. O quizá la culpa de la mediocridad es que es el público quien la demanda… xD
Uno de mis problemas es que tengo la enfermedad esa que no te permite dejar un libro a medias, y cuando mi libre albedrío me lleva a un libro que no me motiva, me cuesta mucho adelantar, y me desmotiva. Pero de tanto en tanto, aunque sea muy raramente, sí llega a mis manos una joyita que realmente vale la pena. Ahora tengo el TBR de mis sueños, y no veo el momento de acabar el que tengo entre manos, que me está aburriendo soberanamente, para empezar el siguiente. 🙂
David.