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Piso de la familia de Gustavo y Olga en Midbar
5 de septiembre de 2008
Gustavo se asomó a la ventana, que estaba abierta de par en par, apoyándose en el marco de madera repintado de blanco innumerables veces por los anteriores arrendatarios del piso. Esa era la única habitación desde la que se veía la calle, en escorzo, por encima del bloque de pisos colindante, que era tres pisos más bajo. Vivían los cuatro de alquiler en un octavo piso con ascensor, en la periferia de Midbar, en un barrio obrero. Tuvieron que mudarse por cuarta vez cuando Agustina quedó postrada en la silla de ruedas, pues el anterior piso en el que vivían, pese a que era más bajo, carecía de ascensor.
El joven arquero respiró hondo, con la mirada perdida en aquella pequeña porción de parque en la que a esas horas de la tarde debían estar jugando los niños y las niñas del vecindario. El parque estaba totalmente vacío y en silencio, al igual que el resto de la calle. Todo estaba excepcionalmente silencioso últimamente, aunque el contraste cuando éste silencio se rompía, y lo hacía cada vez con más frecuencia, no acostumbraba a augurar nada bueno.
Gustavo se dio media vuelta y echó un vistazo a su madre Agustina. Ella estaba tumbada en la cama de matrimonio, con los ojos cerrados, tratando en vano de descansar. Había comenzado a enfermar desde el mismo día del desafortunado incidente en el estadio, y desde entonces su salud había empeorado considerablemente. Sin embargo, llevarla a un hospital no era una opción en los tiempos que corrían. Los cinco que había en Sheol, el de Etzel, e incluso el pequeño centro médico de Midbar, habían sufrido graves y violentas crisis que habían acabado con la vida de docenas de pacientes, enfermeros e incluso médicos. Ahí es donde más gente infectada de aquél extraño virus acudía, y por ende, donde más muertos se producían. Del mismo modo, y dado su delicado estado de salud y la creciente violencia que reinaba en las calles, no habían osado trasladarse en coche a una zona más segura del país, como sí habían hecho prácticamente la entera totalidad de los que fueran sus vecinos en aquél viejo bloque de pisos.
El joven arquero se dirigió a su madre, le cogió la gasa que tenía en la frente, y comprobó que estaba ardiendo. Introdujo el pequeño trapo rosado en un cubo con agua que había junto a la mesilla de noche, lo estrujó, y volvió a colocárselo, con la ingenua intención de que así pudiera bajarle algo la fiebre que llevaba acarreando desde hacía más de veinticuatro horas. Se miró por enésima vez el reloj de muñeca, preguntándose cuándo volverían su padre y su hermana, que habían salido a buscar víveres con los que pasar la semana. A él no le habían dejado acompañarles so pretexto de que alguien debía quedarse con Agustina, para cuidar de ella. No obstante, él sabía que el motivo era otro.
Desde que se reencontraron y explicaron a Jacinto lo ocurrido, temieron que de un momento a otro se presentase la policía en la puerta de su casa para llevárselo preso. Pero eso sencillamente no ocurrió. Si bien al principio temían de cada paso que se escuchaba en el rellano, poco a poco fueron asumiendo que dicho momento no llegaría. Era tal el nivel de trabajo que tenían la policía, los bomberos y el ejército esos días, tal el número de homicidios y ataques injustificados e injustificables, que harían falta años para identificar, procesar y penar a todos sus autores, entre los que Gustavo se encontraba, aunque por motivos muy diferentes. Desde entonces nadie había llamado al timbre de su casa para llevárselo. Al principio él estaba convencido de que lo harían, y plantearon incluso la posibilidad de darse a la fuga para evitarlo. Si no lo hicieron fue por el delicado estado de salud de Agustina, y el tiempo acabó demostrándoles que no hubiera hecho falta. No obstante, cuando Gustavo escuchó voces y pasos en el rellano de la escalera, acostumbrado como estaba al sempiterno silencio, no pudo evitar ponerse en guardia.
Se trataba de Olga y Jacinto. Habían vuelto a casa prácticamente con las manos vacías. Se reunieron los tres en el minúsculo salón y le explicaron al joven arquero que habían pasado por más de una docena de tiendas, la mayoría de las cuales estaban cerradas. El único supermercado que encontraron abierto no permitía compras superiores a veinte euros, amén de que estaba prácticamente vacío de existencias. A ambos les llamó la atención comprobar que habían subido al menos un 50% los precios en cuestión de unos pocos días, así como la presencia de un guardia de seguridad armado en todos y cada uno de los pasillos, y un par de ellos en la línea de cajas. Finalmente consiguieron algo más de comida comprándosela a una especie de buhonero que les llamó la atención desde un callejón estrecho, que les ofreció lo que buscaban a un precio tanto o más prohibitivo que la tienda de la que habían salido con cuatro latas de conserva.
Por fortuna disponían de agua para varias semanas, pues habían tenido la ocurrencia de llenar botellas, fiambreras y garrafas, en previsión de lo que había pasado en algunos barrios de Sheol la jornada anterior. Y dicha idea se demostró especialmente acertada cuando esa misma mañana comprobaron que se habían quedado sin suministro de agua en el piso.
Después de guardar en la cocina las escasas existencias que habían podido conseguir, junto a todo cuanto ya tenían antes del inicio de la crisis en el país, se dirigieron al dormitorio que compartían los progenitores. Agustina estaba dormitando, pero se despertó al verles entrar, y forzó una sonrisa que resultó especialmente dolorosa a sus familiares.
AGUSTINA – Venid aquí.
Padre e hijos acataron su orden y se colocaron a su vera, a los dos lados de la cama, con un nudo en el estómago. Ella trató en vano de tranquilizarles, de convencerles de que todo saldría bien y que en breve se recuperaría, pero todos presentían que eso no ocurriría, por más que se esforzasen en negarlo. Agustina sabía que no le quedaba mucho tiempo, y había decidido pasarlo en compañía de sus seres queridos. Acabaron los cuatro abrazados y llorando a moco tendido sobre la misma cama en la que esa misma noche ella perdería la vida. Por primera vez.
Me ha parecido curioso que todo el mundo esté matándose y los centros comerciales encuentren guardias de seguridad armados a paladas.
Y si Gustavo está esperando a que la policía venga a buscarle, ya puede esperar sentado xDDD La verdad es que al igual que el sentimiento de culpabilidad de capítulos anteriores, este detalle de estar preocupado de que vengan a por ti cuando en la calle hay una carnicería me ha gustado. No deja de ser irónico y sumamente real.
Me encantan tus reflexiones post-lectura. Pese a que soy yo el que lo ha escrito, me permiten revisar el texto desde una nueva óptica y reflexionar al respecto prácticamente en tiempo real, lo que no deja de ser una gran ventaja. Cien ojos ven mejor que dos, y si bien encontrar una errata es relativamente sencillo, reflexionar sobre el contenido es de gran ayuda para el autor.
Gracias por seguir al otro lado. El martes de madrugada, más y mejor. 🙂
David.
Me imagino que en los primeros días de la infección el cuerpo policial y de seguridad quiere seguir actuando con la mayor normalidad posible, a pesar de los focos de violencia que poco a poco se van generalizando. Pronto los supermercados estarán abandonados a las manos de dios. Por eso a mí no me sorprende que en esos momentos haya guardias de seguridad en los supermercados, igual que los militares también están en los hospitales. Pensemos que todo aquella se relata antes del campamento de refugiados. Aún es una etapa muy joven de la pandemia.
Sonia.
Lo que pretendía enfatizar con la mención a los supermercados era la codicia en sí misma. Son agentes de seguridad privada pagados por la cadena de supermercados de turno, para evitar hurtos desesperados y ofrecer una pretendida sensación de seguridad en el interior. La policía y los militares siguen otras directrices, y en cierto modo actúan como pollo sin cabeza en la mayoría de los casos, dando pie a una tragedia tras otra al no acabar de entender a qué se enfrentan.
Como tú bien dices, esta fecha es muy temprana, y aquí cada día cuenta para ofrecer una nueva perspectiva de la envergadura de la tragedia que se cierne sobre ellos.
David.