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Barrio obrero de Midbar
14 de septiembre de 2008
Jacinto estaba temblando de pies a cabeza. En su mano pendía inerte aquella servilleta blanca que había utilizado para presentarse en son de paz. Al menos media docena de rifles le apuntaban al pecho. Él se limitó a levantar los brazos en señal de sumisión, pensando exclusivamente en sus hijos, confiando en no haber cometido una estupidez.
Se encontraba frente a una plaza rectangular con un enorme alcorque en el que convivían nueve altas palmeras. Dos parejas de ojos le observaban desde el octavo piso de un bloque cercano, expectantes del desenlace del reciente encuentro entre él y todos aquellos militares.
Llevaban más de una semana malviviendo en casa los tres últimos supervivientes de la familia. El de Agustina fue uno de los últimos funerales que se celebraron en la ciudad, pues escasas veinticuatro horas más tarde cerraron tanto el tanatorio como el cementerio municipal, pese a que no habían tenido tanta demanda en los casi cien años de historia que acarreaban a las espaldas. Por fortuna, éste se produjo sin el menor contratiempo, y pudieron darle una despedida digna aunque increíblemente amarga a la matriarca. Ninguno hizo comentario alguno al respecto, y los tres se sintieron mal por siquiera pensarlo, pero no pudieron evitar asumir que con una boca de menos, la esperanza de vida de quienes aún conservaban la vida se volvían algo más altas. Ese parecía haber sido el último regalo que les entregó Agustina antes de abandonar la vida.
Desde entonces no habían vuelto a salir de casa. Se alimentaban sólo dos veces al día para racionar la comida, y pronto se quedaron incluso sin electricidad. Todos los vecinos habían abandonado el bloque de pisos que ahora sólo ocupaban ellos tres. Incluso hubieran podido jurar que ya no quedaba nadie más en el barrio. Al menos nadie con quien ellos pudiesen querer cruzarse. De lo que no cabía duda alguna era de que aquellas bestias sin alma habían ganado la guerra a los habitantes de Midbar, y eran ahora los dueños y señores indiscutibles de la ciudad. Ello era sin duda debido a la proximidad a Sheol, la indiscutible zona cero de la pandemia a nivel mundial. La mera idea de pisar de nuevo la calle era algo que producía escalofríos a los tres. Sin embargo, todo cambió esa mañana del ya casi extinto peor verano de sus vidas.
Tan solo tenían alimentos para aguantar una o dos semanas más, si seguían racionándolos, y sin un vehículo con el que poder huir y conscientes de lo arriesgado que era salir a la calle, se limitaban a aguantar, conscientes de que la escasez de alimentos les acabaría empujando a una situación que raramente no se traduciría en una nueva tragedia. Eso fue lo que acabó de convencer a Jacinto de que valdría la pena probar suerte con aquellos militares.
Se habían presentado por sorpresa de madrugada, cuando los tres dormían. Les despertó el estruendo que expelían los megáfonos que utilizaban para alertar a los vecinos del final del toque de queda. Hasta el momento, y desde hacía algo menos de una semana, se había declarado un toque de queda vinculado a las horas de oscuridad. Cualquier persona que fuese sorprendida deambulando por las calles por la noche sería abatida sin miramientos. Ahora ese toque de queda se ampliaba también a las horas diurnas, por lo que se concedían la libertad de acabar con la vida de cualquier persona que pisara la calle, a cualquier hora del día. A cambio, ofrecían cobijo y alimento en el recién inaugurado centro de refugiados que el ministerio de defensa había habilitado en las afueras de la ciudad, en unos terrenos a diez kilómetros del centro urbano, junto a una colina desde la que se podía otear varios kilómetros a la redonda.
Esa atractiva oferta atrajo a docenas de supervivientes de Midbar, que al igual que la familia de Jacinto se habían hecho fuertes en sus propias casas, que ahora ocupaban varios de los jeeps que habían traído los militares para dicha empresa, que les llevarían a ese destino seguro con el que todos soñaban. Pero del mismo modo, semejante estruendo también atraía a muchos de los infectados que vivían en la ciudad, que eran abatidos sin miramientos, haciendo que muchos de los supervivientes se lo pensaran dos veces antes de dar el paso, y por ende acabasen dejando pasar esa oportunidad de oro por miedo a ser abatidos igual que ellos o incluso peor: devorados por ellos.
Por fortuna, cuando pasaron junto a la vivienda en la que vivían los dos hermanos y el padre de familia, no se produjo ni un solo disparo, y tras una corta discusión en la que Olga se mostró muy reacia dar su brazo a torcer, Jacinto acabó bajando las escaleras a toda prisa para reunirse con quienes debían ser sus salvadores, a quienes tenía ahora delante, apuntándoles con aquellas pesadas armas.
SARGENTO SERRANO – ¿Está usted solo?
Jacinto negó con la cabeza. Tragó saliva, mientras se repetían en su mente las palabras de Olga tratando de convencerle para que se quedase en casa.
SARGENTO SERRANO – Bajad las armas, por el amor de Dios. ¿No estáis viendo que está asustado?
Los soldados acataron la orden de su superior y dejaron de apuntarle. Jacinto respiró aliviado, y notó un agradable calorcillo recorriéndole el estómago.
SARGENTO SERRANO – ¿Cuántos sois?
JACINTO – Tres. Sólo yo… y mis dos hijos.
El sargento asintió vagamente con la cabeza, y dio un paso al frente, acercándose a Jacinto.
SARGENTO SERRANO – Sube a avisarles. Os venís con nosotros. Traed mudas limpias y toda la comida que tengáis en casa. La soldado Román os acompañará. Tenéis cinco minutos.
Jacinto asintió. La soldado se colocó a la vera de Jacinto. Le sacaba una cabeza, y no parecía muy contenta del trabajo que su superior le había encomendado. Ambos desanduvieron el camino que había hecho el padre de familia para reunirse con los soldados. Jacinto lo hizo aún con el susto en el cuerpo, pero con una tímida sonrisa dibujada en los labios; al fin podría darles a sus hijos el respiro que tanto merecían.
Un pequeño detalle que se me ha ocurrido al leerlo, yo añadiría que Jacinto se aproximó a los militares con un pañuelo blanco en alto tal y como ellos habían pedido para así distinguirlo de los infectados.
Se que parece una tontería, pero creo que en esa situación da un toque de realismo y a la vez de drama dejando claro el miedo de Jacinto. El detalle del sargente pidiendo a los soldados que bajen las armas me ha hecho gracia, en mi mente lo he leído como: «Panda de idiotas, pero no veis que no está infectado. Jesús que tropa tengo» 😀
¡Me gusta tu idea, gamab!
Te tomo la palabra. Me ha parecido una idea muy acertada y adecuada al contexto. 🙂
David.
Soy un influencer de esos!!! 😛
Por cierto, se me pasó en mi comentario anterior. Creo que en este párrafo, es Jacinto en vez de Juanjo:
Los soldados acataron la orden de su superior y dejaron de apuntarle. Juanjo respiró aliviado, y notó un agradable calorcillo recorriéndole el estómago.
Carajo bendito. ¿Qué pintará aquí Juanjo ahora? xD
Gracias por la mención. Ahora mismo lo corrijo. 🙂
David.