3×987 – Alarma

Publicado: 15/08/2015 en Al otro lado de la vida

987

Campamento de refugiados a las afueras de Midbar

3 de octubre de 2008

Olga seguía a Morgan a poca distancia. No le estaba resultando tarea fácil, con las zancadas que daba aquél hombretón, pero enseguida llegaron a la parte alta de la colina, donde Bárbara, ajena a cuanto la rodeaba, seguía escrutando los rostros de todos aquellos cadáveres entre los que se encontraba, tratando en vano de hallar el de su hermano Guillermo o el de su sobrino Guille. Las lágrimas recorrían sus mejillas y un rictus de miedo y pesar afeaba su cara. No pareció percatarse de que ya no estaba sola. Morgan parecía más molesto que sorprendido, y enseguida la reprendió. La profesora pareció ignorarle, y se dirigió hacia la joven de los pendientes de perla.

BÁRBARA – ¿Aquí no están todos, verdad?

OLGA – ¿Eh?

Bárbara cerró los ojos con fuerza, mientras hinchaba sus pulmones.

BÁRBARA – Los refugiados. Habrá algunos que consiguieran escapar, ¿no?

OLGA – Bueno… Si, los soldados. Se fueron enseguida, con los jeeps, y tampoco te creas que todos. Muchos de ellos están aquí.

BÁRBARA – ¿Y ciudadanos, gente normal?

OLGA – Uy, lo dudo mucho. Nosotros nos salvamos por los pelos. Había demasiados infectados, y salían por todas partes.

BÁRBARA – Pero alguno pudo haber escapado, ¿no?

Olga reflexionó al respecto. El campamento enseguida se quedó sin vehículos esa tarde. Quienes ostentaban sus llaves, huyeron a toda prisa, conscientes de cuál sería su destino si se demoraban más de la cuenta, ignorando a cuantas personas quedaban atrás con tal de salvar sus vidas. Cuanto había visto desde lo alto de aquél roble con su hermano, negaba por completo la sugerencia de Bárbara. Había demasiados infectados, y quienes trataban de huir a pie, acababan irremisiblemente abatidos por ellos. Imaginar que alguien consiguiera escapar indemne, sin un solo mordisco, y por su propio pie, era cuanto menos ingenuo. No obstante, y viendo el modo cómo temblaba la mandíbula inferior de la profesora, Olga prefirió brindarle una mentira piadosa. Al fin y al cabo, tampoco sabía a ciencia cierta que quien quiera que fuese a quien ella buscase, realmente hubiese perecido durante el ataque, por más que no se encontrase entre todos aquellos cadáveres. La mayoría de los que habían muerto esa noche habían acabado yéndose por su propio pie. Por eso había tan pocos.

OLGA – Si, supongo que si.

La profesora no pareció especialmente reconfortada por las palabras de Olga.

MORGAN – ¿Bárbara, hay algo que nos quieras contar?

Bárbara volvió a hacer caso omiso al policía. Los demás ya empezaban a llegar hasta ahí arriba, curiosos. La profesora se dirigió de nuevo a Olga.

BÁRBARA – ¿Recuerdas a un hombre de unos cincuenta años, alto como yo, con el pelo corto, moreno, con muchas entradas, y con bigote?

Olga se mordió el labio inferior. De entre todas las personas que pasaron por el campamento, con toda seguridad alguien debía responder a esa descripción, aunque sólo fuese por mera estadística. No obstante, ella era incapaz de darle la repuesta que a todas luces tanto necesitaba.

OLGA – Aquí había mucha gente.

Bárbara agachó la mirada. Ahora ya estaban todos ahí arriba, y se sentía muy avergonzada por el modo cómo había reaccionado. Aquella gorra chamuscada no dejaba lugar a dudas: su hermano y Guille habían muerto. Y en el caso que hubiesen conseguido salir indemnes de Mávet y hubiesen ido a parar ahí, como la pajarita le había sugerido, aquella marabunta de infectados debía haber acabado con él. No valía la pena seguir haciéndose más daño, tratando de conseguir algo que estaba a todas luces fuera de su alcance. La profesora abrió su puño, observando de nuevo aquella delicada pajarita de papel. Sintió la tentación de arrugarla con furia y tirarla al suelo, entre aquella miríada de cadáveres en descomposición. Sin embargo, en el último momento se echó atrás, y prefirió conservarla. Seguramente no sería más que un espejismo, pero decidió que se quedaría con ella.

Superado aquél amargo trance, todos volvieron a la carpa que hacía de comedor. Bárbara se disculpó con ellos, pero se mostró bastante hermética al respecto, por más que Olga y Morgan trataron de sonsacarle algo.

Morgan reiteró a sus anfitriones la oferta de abandonar aquél destartalado campamento y unirse a ellos en su viaje de destino incierto. Olga ni siquiera lo puso en común con Gustavo, y se limitó a rechazar la sugerencia educadamente. Su principal preocupación era cuidar de él, y por más que aquellas personas parecían honradas, su perspectiva de futuro era tan vaga y errática, que prefirió apostar por el campamento; ahí tenían un lugar seguro en el que guarecerse de los infectados y alimento y bebida con los que aguantar durante semanas e incluso meses ellos dos solos. Unirse a un grupo más grande, y sobre todo armado, era tentador, pero la joven de los pendientes de perla prefirió no arriesgarse, incluso a sabiendas que podría acabar arrepintiéndose.

Bárbara, aún ensimismada y sin prestar atención a lo que hablaban sus acompañantes, reparó en el café que tenía delante. Le dio el último sorbo a aquél frío líquido, dejando el vaso de plástico vacío sobre la mesa.

OLGA – ¿No os queréis quedar, ni que sea unos días?

MORGAN – Todavía tenemos mucho camino por recorrer.

OLGA – Pero… todos los sitios estarán por un igual. No creo que importe dónde vayáis. A no ser que tengáis un barco o un helicóptero con el que ir… no se, a una isla desierta o algo.

Morgan frunció el ceño. Sin darse cuenta, Olga había abierto una puerta que haría que el destino de todas las personas que se cruzaran con él en adelante virase drásticamente. Tenía el orgullo herido por el rechazo reiterado que había recibido, tras su oferta de acogerles en el grupo. Sin embargo, aquél inocente comentario le hizo recobrar las ganas de seguir adelante.

OLGA – ¿Queréis quedaros a comer, por lo menos?

El policía echó un vistazo a Bárbara. Ella seguía analizando la pajarita, ajena a cuanto la rodeaba. Christian hubiera aceptado de buena gana el ofrecimiento, pues todavía tenía hambre, pese a que había comido muchísimo después de que le rescataran de la prisión en la que estaba convencido que moriría. No obstante, prefirió no decir nada. Aún no conocía muy bien al policía, y junto con un venerable respeto hacia su persona, pues gracias a él conservaba la vida, también sentía algo de miedo.

MORGAN – Creo que será mejor que partamos de nuevo. Las horas de sol valen su precio en oro, y ya hemos perdido mucho tiempo.

OLGA – Aquí hay electricidad para mucho rato, y comida de sobra, otra cosa no, pero comida y agua…

MORGAN – No insistas.

OLGA – Bueno, como queráis. Si en algún momento necesitáis volver, lo más seguro es que nos encontréis aquí.

MORGAN – Bueno está.

El policía se levantó de su asiento y llamó la atención a quienes le acompañaban para que le imitasen, cual mamá pato. Bárbara se guardó la pajarita en el bolsillo del pantalón y se reunió con él, todavía bastante distraída. La despedida fue rápida y fría. Olga se sintió algo mal por lo fugaz del encuentro y la prisa que parecían tener por irse de ahí cuanto antes, pero se mostró inflexible y lo más educada posible, mientras se esforzaba por convencerse de que hacía lo correcto. Ambos hermanos acompañaron a los demás hasta el lugar donde habían estacionado, y les vieron subir de nuevo a aquél robusto furgón perteneciente a la prisión de Kéle.

Tal como habían llegado, partieron de nuevo. Ambos hermanos huérfanos, hombro contra hombro, les vieron alejarse, en el más estricto de los silencios, convencidos de que no les volverían a ver, aunque deseándoles lo mejor.

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