3×989 – Asedio

Publicado: 22/08/2015 en Al otro lado de la vida

989

Campamento de refugiados a las afueras de Midbar

4 de octubre de 2008

GUSTAVO – ¿Estás segura?

OLGA – Creo que sí. Voy a salir.

Gustavo sujetó a su hermana de la muñeca antes de que tuviera ocasión de dirigirse hacia la puerta de entrada. Ella se giró y le miró a los ojos. Parecía genuinamente asustado. Sus ojos le suplicaban que no lo hiciera.

GUSTAVO – No salgas. Por favor. Podemos… Podemos esperar hasta mañana. No hay prisa. Aquí tenemos de todo.

OLGA – No voy a estar aquí encerrada todo el día, Gus.

GUSTAVO – Pero…

OLGA – Hace más de una hora que no la vemos. Se tiene que haber ido.

GUSTAVO – ¿Y si no se ha ido? ¿Qué? ¿Qué vas a hacer si no se ha ido?

OLGA – Pues vuelvo a entrar. Tú no te preocupes por eso. Sé lo que me hago.

Olga guiñó un ojo a su hermano. El joven arquero tragó saliva, y poco a poco fue desasiendo la muñeca de su hermana, pese a que no estaba para nada satisfecho con sus palabras.

Fue poco antes que anocheciese por completo. Una infectada había acudido al campamento atraída por la luz, por el olor a sangre que traía el viento desde la parte alta de la colina o quizá simplemente por mera coincidencia. No era más que una niña. Tendría la edad de Gustavo. Incluso algo menos. Iba desnuda a excepción de unas braguitas blancas manchadas de orín, y mostraba las inconfundibles marcas de los mordiscos que la habían transformado en lo que era ahora, en el torso y en ambos brazos, de los que faltaba una preocupante cantidad de carne.

Los dos hermanos estaban tratando de levantar una de las vallas que aquella horda de infectados había echado abajo, aunque sin demasiado éxito. Pese a lo escandaloso que había resultado el ataque, tan solo habían conseguido hacer caer la valla en dos puntos, que entre ambos no sumaban ni cinco metros. Olga pensó que si conseguían reconstruir el perímetro, de modo que ningún otro infectado pudiese acceder al campamento, quizá la idea de quedarse ahí a vivir a largo plazo no fuera tan descabellada. Tampoco es que tuvieran muchas más opciones, aislados como estaban a mitad de camino de ninguna parte.

Fue Olga la primera que la vio, aún bastante lejos del campamento, vagando por los terrenos circundantes. Avisó a su hermano, y ambos corrieron hacia la impenetrable caseta de obra donde ahora se encontraban. Consiguieron llegar mucho antes que ella entrase siquiera al campamento, pero el mal ya estaba hecho: les había visto.

Llevaban ahí encerrados desde entonces, donde habían pasado toda la noche y gran parte de mañana. La infectada trató de entrar por todos los medios, aporreando las ventanas, las paredes y la puerta de entrada. Hubo un momento en el que incluso se subió encima, trepando por unos palés que había apilados en la parte trasera, y merodeó un rato por encima hasta que resbaló y cayó, comenzando de nuevo el asedio en tierra firme.

No se equivocaron al escoger ese lugar como refugio. No disponía de ningún punto débil, y aunque aquella joven infectada lo intentó durante horas, fue incapaz de ponerles la mano encima.

Olga abrió la puerta con cautela, tratando de hacer el menor ruido posible. Había revisado el perímetro por las seis ventanas de las que disponía la caseta, que abarcaban los cuatro flancos: no había rastro de ella. Se asomó al exterior y miró a lado y lado, como si pretendiese cruzar una carretera. Todo seguía en regla. Dio un par de pasos más, alejándose de la puerta abierta bajo cuyo umbral se encontraba Gustavo. La joven de los pendientes de perla se giró y susurró a su hermano, mientras hacía un gesto con la mano derecha.

OLGA – Cierra la puerta.

Gustavo giró rápidamente la cabeza a lado y lado, desacatando la orden de su hermana. Olga chasqueó la lengua y continuó adelante. Llegó hasta otra de las casetas que había en esa zona del campamento, anteriormente prohibida a los civiles, y al girar la esquina se la encontró de frente. Olga abrió los ojos como platos, y aguantó la respiración. Por fortuna, la infectada estaba dormida. Era por todos conocido la costumbre que tenían esas bestias de dormir de día y cazar de noche, cual manada de hienas. Olga no supo si maldecirla o bendecirla por ello.

Desde ahí Gustavo no la podía ver. Olga dio un paso hacia atrás, esforzándose por hacer el menor ruido posible. Podría volver a la caseta del sargento Serrano sin demasiados contratiempos. Pero eso no era lo que ella quería. Estaba cansada de esconderse y de huir. No era ese el destino que quería ofrecerle a su hermano.

Respiró hondo y miró en derredor, en busca de algo con lo que defenderse. Había salido con las manos desnudas: no volvería a cometer ese error. A un escaso metro de ella, apoyada contra la pared de chapa de la caseta de obra a cuya sombra dormía la infectada, había una caja de herramientas abierta. Estaba llena de agua sucia, pero aún se podía ver lo que contenía. Olga se agachó, sin perder de vista a la infectada, que tenía un sueño muy profundo, y metió la mano en la helada agua. Asió un mango de madera bastante grueso, y lo levantó. Se trataba de un martillo de encofrador.

Observó su nueva arma, tanteándola en la mano, preguntándose cuál de los dos extremos sería más mortífero: el plano o el que tenía dos extremos ahusados en forma de garfio. Prefirió optar por el extremo en apariencia más contundente. Con el martillo fuertemente aferrado en su mano derecha, caminó como a cámara lenta hacia la infectada.

El corazón parecía querer salírsele del pecho. Le temblaban las piernas, y era tanta la fuerza con la que sujetaba el martillo, que se le estaban agarrotando los dedos, pero estaba dispuesta a llegar hasta el final. En el último instante, justo antes que el martillo impactase contra su cráneo, Olga vio cómo la infectada abría sus ojos, mostrándole aquél inquietante semblante de otro mundo provocado por el derrame que sufrían todas aquellas bestias.

El golpe fue certero, y el martillo se hundió cerca de dos dedos en el cráneo de la infectada, afectando a su cerebro, en apariencia uno de sus pocos puntos débiles. La infectada levantó el brazo derecho y agarró a Olga del antebrazo. Olga tiró del martillo con la intención de asestarle un nuevo golpe, pero se quedó quieta al ver cómo el abrazo de la infectada se iba haciendo cada vez más débil, hasta que la mano que sujetaba su brazo acabó soltándose y cayendo inerte al suelo terroso. Sus ojos seguían abiertos, y parecían mirarla, pero carecían de vida. Olga había conseguido lo que se proponía.

La joven de los pendientes de perla escuchó crujir el suelo tras de sí y se giró a toda prisa, con el martillo aún fuertemente aferrado en la mano. Frente a sí vio a Gustavo. Parecía más disgustado con ella que asustado.

GUSTAVO – No podemos seguir así, Olga.

Su hermana respiró hondo, echó un vistazo al martillo manchado de sangre, y miró de nuevo a su hermano.

OLGA – Tienes razón.

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