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Comisaría de Bejor
15 de diciembre de 2008
BÁRBARA – ¿Sam? ¿Samuel, sigues ahí?
Incluso a través de la estática y del ruido del generador portátil, todos escucharon los gritos de alegría de un entusiasmado Samuel. Pese a que iba con preaviso, la buena nueva le había cogido con la guardia baja, y estaba que no cabía en sí de gozo. Llevaba demasiado tiempo solo en aquella vieja y abandonada estación petrolífera, y la confirmación de que finalmente, después de tantos años, podría abandonarla, suponía para él la mejor noticia imaginable. En esos momentos, la ilusión de saberse libre de aquella prisión marítima pesaba más que el miedo por cuanto podría encontrarse al volver al mundo que se había desmoronado por completo durante su ausencia.
SAMUEL – Perdona, es que… ¡Ah! No… ¡Dios! Gracias. Muchísimas gracias, Bárbara. No te lo voy a poder agradecer lo suficiente… en cien vidas.
BÁRBARA – Es gracias a ti que he podido reencontrarme con mi hermano, Sam. Si alguien tiene que estar agradecida, esa soy yo. Además, no es a mí a quien tienes que dar las gracias. Se las tienes que dar a Darío. Él es el que nos va a llevar a buscarte.
La profesora le guiñó un ojo al viejo pescador. Éste hizo un gesto con la mano, restándole importancia. Darío amaba el mar sobre todas las cosas, y tener un motivo para alargar unos pocos días más el viaje, para él no suponía problema alguno. Al menos durante esos días podría olvidar por completo la amenaza de los infectados.
SAMUEL – Gracias Darío. Gracias a ti, ¡gracias a… a todos!
BÁRBARA – Es lo menos que podíamos hacer. Mira… Si tenemos buen viento, o al menos como hasta ahora, en… tres o cuatro días podríamos estar ahí contigo.
El silencio volvió a apoderarse de la sala. Darío miró orgulloso a Bárbara, consciente de que las clases de navegación que le había impartido le habían calado. Él ya había hecho sus propios cálculos, y pese a que eran algo menos optimistas, no distaban mucho de los de la profesora.
SAMUEL – No sé qué decir… de verdad. Gracias.
BÁRBARA – Tú quédate ahí donde estás, que enseguida vamos. Y péscanos algo rico para celebrarlo cuando lleguemos.
La profesora creyó oír unos sollozos entre el ruido de la estática, y esbozó de nuevo una sonrisa.
BÁRBARA – Hemos aprovechado para avisarte, pero nos tenemos que ir ya otra vez en el barco. No quiero quedarme en tierra más de lo imprescindible.
SAMUEL – Lo entiendo. Hacéis muy bien.
BÁRBARA – Cuídate, ¿vale? No tardaremos mucho.
SAMUEL – Gracias de nuevo por todo.
BÁRBARA – Adiós, Sam.
Bárbara cortó la comunicación. Se sentía muy satisfecha. Jamás le había viso en persona, y a duras penas habían conversado unas veinte horas en total desde que se conocieran, pero aquella enigmática persona le inspiraba mucha confianza y ternura. Si de algo estaba segura, era que quería tenerlo en su grupo. De no ser por él, jamás se habría reencontrado con su hermano, y aunque sólo fuera en compensación por ello, bien se había merecido el rescate. Lo único que temía era que por abandonar ese pequeño reducto de soledad y seguridad, pudiese tener un destino nefasto como el de tantos otros inocentes los últimos meses. No obstante, él era consciente de ello, y aún así había accedido de buen grado. Aún había mucho trabajo por hacer en Nefesh, pero la comunidad cada vez crecía más, y ello implicaría mejoras tanto en la seguridad como en la capacidad de supervivencia a largo plazo. Nada tenía por qué salir mal.
Tan pronto Guillermo cesó la actividad del generador portátil, todos escucharon con claridad los gruñidos y murmullos que su estridencia había provocado, camuflados hasta el momento por el ruido. Cerrar ventanas y bajar persianas no había sido suficiente para evitar que los infectados que dormitaban en los alrededores se sintiesen atraídos por el cese temporal del silencio que les había acompañado hasta ese momento.
No les hizo falta más que abrir la ventana para ver a tres de ellos merodeando por mitad de la calzada, alrededor del coche de Guillermo. Bárbara echó mano de la mochila que había dejado sobre la mesa, y hurgó en su interior en busca de su pistola. Se alegraba de haber recordado traer el silenciador consigo, porque de lo contrario aún hubiera podido empeorar las cosas tratando de solucionarlas. Se giró a su derecha al notar una presión en el hombro. Vio a Gustavo dándole un par de palmaditas al arco que siempre llevaba consigo, y se encaramó a la ventana.
GUSTAVO – Tranquila, yo me encargo.
Bárbara miró a su hermano, y éste se limitó a alzar los hombros. Todos se asomaron. Gustavo disparó una primera flecha, pero el infectado cambió su rumbo sin previo aviso en ese preciso momento, y ésta quedó clavada en el suelo terroso. El joven arquero profirió un juramento. Sin pensarlo dos veces, agarró otra flecha y repitió el proceso. En esta ocasión sí hizo diana, en el infectado más anciano de los tres, una mujer octogenaria que vestía una bata raída y manchada de barro, o quizá de heces. Sin embargo, de poco sirvió. La flecha se clavó bajo su omóplato, pero la mujer siguió deambulando erráticamente. Gustavo bufó, molesto.
BÁRBARA – Déjamelo a mi, no hace falta que gastes más flechas. Hemos traído balas de sobra.
Gustavo se hizo a un lado, y Bárbara ocupó su posición. Apoyó el brazo sobre el antepecho de la ventana, cerró el ojo izquierdo, y tras unos segundos en silencio, en los que incluso aguantó la respiración, disparó e hizo diana en uno de los infectados que en ese momento estaba inmóvil en el límite entre la glorieta y la calzada. Se desplomó instantáneamente, con un diminuto agujero en la mejilla y otro idéntico en la nuca, por detrás de la oreja. Su hermano la observó con la boca entreabierta, al tiempo que ella se preparaba para atinar al siguiente.
GUILLERMO – Quién te ha visto y quién te ve.
Bárbara sonrió y disparó de nuevo. Hizo blanco, pero el infectado no murió al instante. Un segundo disparo acabó con su agonía. La profesora se aclaró la garganta, algo intimidada por cuantos ojos la observaban con atención, y se fijó en Gustavo. El joven parecía muy interesado por el arma. Ella, consciente de que le había privado de su momento de gloria, se dirigió a él, sin perder la sonrisa.
BÁRBARA – ¿Quieres probar?
GUSTAVO – ¿Puedo?
BÁRBARA – Claro.
Bárbara le ofreció la pistola automática, y él la asió con suavidad, sopesando su peso.
BÁRBARA – Acuérdate. Tienes que hacer que esto que sobresale de aquí de la punta se alinee con este…
GUSTAVO – Sé cómo funciona.
BÁRBARA – Ah, bueno. Pues… adelante. Al principio es normal que te cueste un poco cogerle el punto, pero tú no te preocupes por gastar más balas de…
No le dejó siquiera acabar la frase. Aquella anciana cayó de bruces al suelo, boca abajo. Jamás volvería a levantarse. Bárbara se mostró muy sorprendida. Gustavo sonrió abiertamente. El arma se le había disparado antes de tiempo, pues él creyó que el gatillo ofrecería mucha más resistencia. No obstante, no dijo nada, y disfrutó del elogio de sus congéneres.
Ahora que el peligro más inminente había cesado, y que no se veía infectado alguno por los alrededores, al menos no desde esa ventana, decidieron abandonar la comisaría. Ni Gustavo ni Guillermo echarían de menos la península una vez se hicieran a la mar.
Uno a uno fueron abandonando la comisaría por la misma ventana por la que habían entrado. En esta ocasión Bárbara tuvo algo más de cuidado y consiguió salir ilesa.
El trayecto de vuelta al puerto deportivo resultó más tranquilo incluso que el de ida. La profesora dio gracias al cielo por la costumbre que tenían aquellas bestias de dormir durante el día.