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Cubierta del velero Nueva Esperanza
15 de diciembre de 2008
DARÍO – ¿Ni siquiera te vas a quedar a cenar?
Guillermo negó agitando la cabeza a lado y lado. Darío frunció ligeramente el ceño. No alcanzaba a comprender la repentina falta de prisa que se había apoderado del investigador biomédico.
La cubierta estaba atestada de todo tipo de bártulos, y a duras penas se podía caminar esquivando las cajas. Olga y Gustavo se encargaban de introducirlos en las ya sobrecargadas dependencias interiores. Habían decidido traer consigo mucho más de lo que necesitarían tanto para el viaje como para el destino en Bayit. No obstante, fueron incapaces de desprenderse de todos aquellos pequeños tesoros que les habían hecho la vida más fácil, conscientes de que jamás tendrían la oportunidad de volver para recuperarlos.
Habían pasado el resto de la mañana y gran parte de la tarde cargando el bote con todo cuanto padre e hijo y ambos hermanos habían ido atesorando desde que llegasen a ese humilde pueblo costero, haciendo un viaje tras otro a una muy alejada de la costa Nueva Esperanza. Ahora que finalmente habían concluido con el enésimo viaje, y que en principio nada más les retenía ya en la península, más que el propio Guille, que había aguardado pacientemente en la escuela de marina mientras los demás hacían todo el trabajo, Guillermo decidió posponerlo todo una noche más, para partir al alba del día siguiente. Darío no las tenía todas consigo, y trataba infructuosamente de hacerle cambiar de opinión.
DARÍO – No es tan tarde. Aún debe faltar…
El viejo pescador echó un vistazo al horizonte marino.
DARÍO – Bien, bien… por lo menos media hora para que empiece a hacerse de noche. Nos daría tiempo de sobras. Yo no tengo ningún problema en navegar aunque no sea de día, y así ganaríamos mucho más tiempo. Lo hemos ido haciendo durante todo el trayecto. Venga, va, no seas terco. Tráetelo, hombre. Si ya verás que…
Guillermo respiró hondo. Cerró con fuerza los ojos y se dirigió de nuevo al viejo pescador.
GUILLERMO – Mira. No te quiero engañar. El niño… no está bien. No… no ha superado todavía la muerte de su madre y de su hermana pequeña. Él estaba… presente cuando ocurrió todo, ¿comprendes?
El viejo pescador asentía vagamente a medida que el investigador biomédico maquillaba sobre la marcha la verdad para poder deshacerse de ellos aunque sólo fuera por una noche.
GUILLERMO – No será tan sencillo como cogerle de la mano y subirlo al bote. Prefiero prepararle psicológicamente antes de nada. Lleva mucho tiempo encerrado ahí dentro, y es el único sitio en el que se siente realmente seguro. Salir otra vez al exterior, y conocer a tanta gente nueva, de repente, y ahora ya tan tarde que casi se está haciendo de noche… Tampoco tenemos prisa, ¿no? Aquí ya no hay nada más que hacer, y la escuela es segura. Te lo puedo asegurar. Desde que llegamos, ni un solo infectado ha conseguido entrar.
Eso no era del todo cierto, al menos no en el sentido estricto de la palabra. No obstante, Darío pareció ablandarse, apiadándose del pobre muchacho. No podía quitarse de la cabeza al pequeño Josete, y al final acabó cediendo. Al fin y al cabo, tenía razón: si algo les sobraba en ese nuevo mundo, era el tiempo.
DARÍO – Bueno… hagámoslo como tú dices. Si es por el bien del chico… bueno está. Me imagino que tú también te irás con él, ¿no?
Bárbara asintió, sin siquiera abrir la boca. Había estado prestando atención a la conversación desde un segundo plano, sintiéndose bastante incómoda. Estaba deseando abandonar Nueva Esperanza para reencontrarse de nuevo con el pequeño Guille, al que no había tenido ocasión de ver desde su fugaz visita esa mañana. No obstante, no acababa de compartir el modo en que su hermano les había comprado ese precioso tiempo.
Tras unas cortas y algo frías despedidas, en las que la profesora cubrió de besos a Zoe, prometiéndole que esa sería la última vez que se separarían hasta llegar de vuelta a Nefesh, ambos hermanos subieron de nuevo al bote salvavidas rojo y pusieron rumbo al puerto deportivo de Bejor, observados con atención por quienes pasarían la noche sobre el velero, aguardando su vuelta.
Guillermo tomó el control de los remos, y no fue hasta que estuvieron a una distancia más que prudencial del barco, que consintió en romper el silencio que les había acompañado desde que subieran a él.
GUILLERMO – Madre de Dios. Qué hombre más… difícil. Creí que no iba a conseguir quitármelo de encima nunca.
Bárbara tenía la mirada perdida en la línea de la costa, más cercana a cada nuevo golpe de remo.
BÁRBARA – ¿Por qué lo has hecho?
GUILLERMO – ¿El qué?
BÁRBARA – Todo esto. ¿Por qué no le hemos traído directamente y… ya? No lo entiendo.
GUILLERMO – Lo he hecho por ti, Barbie. ¿Que te piensas que no me doy cuenta? Soy tu hermano. Llevas todo el día con la cabeza en otro sitio. Te mereces que te dé una explicación en condiciones, y… esa sólo la vas a poder tener si… no tenemos a nadie detrás, escuchándonos. Tengo demasiadas cosas que contarte.
BÁRBARA – No lo sé, Guillermo… No me está gustando. No… no me gusta mentirles. Son mis amigos. Y se han portado muy bien conmigo. Todos.
GUILLERMO – No les he mentido, no te equivoques. A Guille ahora hay que tratarlo con mucho tacto. Se asusta enseguida, y ya te adelanto que nos va a costar convencerle para subir al bote.
Bárbara respiró hondo. Hacía mucho tiempo que no se sentía así de apática.
GUILLERMO – Lo único que no es verdad de lo que he dicho, es que sea mejor esperar a que amanezca. El chico detesta la luz del sol. Cuando está más tranquilo… y más despierto, es cuando es de noche.
A la profesora le recorrió un escalofrío por la espalda. Guillermo decidió dejar de insistir, y continuaron su corto viaje hacia la costa en silencio. Bárbara lo rompió minutos más tarde, cuando ya estaban a poco más de cien metros de su destino.
BÁRBARA – ¿Por qué no se lo explicamos?
GUILLERMO – ¿Explicarles el qué?
BÁRBARA – No sé… Todo. Quiero decir… si vamos a vivir con ellos, se merecen que les contemos la verdad, ¿no? Es lo justo.
GUILLERMO – ¿Pero estás loca? ¿Tú te estás oyendo? ¿Qué quieres, que nos dejen en tierra?
BÁRBARA – No lo sé… Al fin y a cabo… tampoco es culpa tuya. No… tú no sabías lo que iba a pasar. No… No…
GUILLERMO – No sabes lo que estás diciendo, Bárbara. Como alguien se entere de esto… soy hombre muerto. Y Guille va detrás.
La profesora miró a su hermano con una expresión muy seria en el rostro.
GUILLERMO – ¿Tú no le habrás contado nada a nadie, verdad?
Bárbara negó con la cabeza.
GUILLERMO – Mejor. Mucho mejor. No nos conviene despertar sospechas. Tú hazme caso. Hagamos las cosas a mi manera, Bárbara. Yo sé lo que me hago.
Bárbara alzó los hombros, dándose por vencida. El bote dio un pequeño golpe al impactar contra el hormigón.
GUILLERMO – Ata la cuerda esa ahí, como lo hiciste antes.
La profesora asintió, y anudó mecánicamente la soga al noray tal como Darío le había enseñado. En su interior hervían un sinfín de sentimientos contrapuestos. Ese debía ser su día más feliz desde el inicio de la pandemia, y sin embargo, no se había sentido peor en mucho tiempo.