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Escuela de náutica, puerto deportivo de Bejor
16 de diciembre de 2008
GUILLERMO – Venga, campeón. Si no vamos a tardar nada… Además, vamos a ver el mar. ¡A ti te encanta el mar!
Guille hizo un gesto con la cabeza en el que Bárbara creyó distinguir una negación. Volvía a llevar puesta la capucha de la sudadera, pero su padre se había dado ya por vencido a ese respecto. Empezaba a hacer bastante frío, y quiso convencerse de que ello podía resultar incluso algo positivo. El niño seguía firmemente aferrado a la barandilla de la escalera, sin parar de emitir aquél monótono rumor de desaprobación. Resultaba muy difícil interpretar sus reacciones. En ocasiones parecía no ser más que un chico muy tímido, sin mayor trastorno que algo vagamente parecido al autismo. En otras ocasiones parecía un infectado más, uno excepcionalmente pacífico y domesticado, pero con idéntica mirada perdida e inquietante. La profesora aún no se había forjado una opinión sobre lo acontecido, y su hermano tampoco le había ayudado demasiado al respecto. Si de algo estaba convencida, era del hecho que su sobrino no respondía a ninguna de las pautas que tras tan largo esfuerzo había acabado aceptando como propias de ese nuevo mundo.
La noche fue bastante movida. Habían llevado al chico a la secretaría del centro, en la primera planta, el lugar donde siempre pasaban la noche padre e hijo. Olga y Gustavo también empezaron a dormir ahí cuando llegaron por vez primera a la escuela de náutica, pero no tardaron más de una noche en trasladarse al despacho contiguo, el de dirección. Guille era incapaz de conciliar el sueño más de quince minutos seguidos. Tampoco era capaz de mantenerse en silencio. Bárbara hasta el momento estaba convencida de que los infectados dormían durante el día y estaban activos por la noche debido al trastorno que sufrían sus ojos durante la transformación. Recordaba haber leído un reportaje en un periódico abandonado en el que se mencionaba precisamente eso. El texto no era concluyente, y también barajaba la posibilidad de que ello fuese debido a un instinto depredador adquirido, que así les resultaría más sencillo dar caza a sus presas, haciendo uso de su agudizado sentido de la vista. El caso es que su sobrino conservaba sus ojos azules, pero no obstante, había adoptado idéntica costumbre, por más que su padre había intentado, en vano, evitarlo a toda costa.
Esa noche él apenas durmió, y por ende, ambos hermanos tampoco pegaron ojo. Lo que sí hicieron fue aprovechar ese momento de intimidad para explicarse pormenorizadamente todo cuanto había acontecido en sus vidas desde la trágica muerte del padre de ambos. Bárbara fue la primera, y Guillermo no perdió detalle. La escuchó con toda su atención y con bastante mal cuerpo, consciente de que todo cuanto ella había sufrido era, sin lugar a matizaciones, debido a la imprudencia que él mismo había cometido tras la muerte del padre de ambos, algo por lo que jamás dejaría de culparse mientras viviese.
Cuando le tocó a él el turno, Bárbara adoptó idéntica actitud, con la boca bien cerrada y los oídos bien abiertos. Su historia le resultó mucho más interesante y rica en matices que la suya propia. La profesora tenía su propia teoría del motivo por el que él había decidido desaparecer del mapa, forjada a medida que fue atando cabos, y una vaga idea de cuánto había podido ocurrirle tanto a él como al pequeño Guille durante el tiempo que estuvieron separados. La explicación de su hermano superó con mucho sus expectativas, e incluso le hizo sentir algo de miedo, al asumir que, por más que a ella le doliese, debían mantener el secreto, porque de lo contrario la reacción del grupo podría ser dramática para ese pequeño exponente que aún quedaba de la familia Vidal.
Hubo revelaciones muy inesperadas por ambas partes, que no hicieron más que acrecentar la sensación que ambos compartieron durante todo el tiempo que estuvieron buscándose el uno al otro, de que estaban mucho más cerca de lo que jamás llegaron a imaginar, y otras que aún tardarían mucho tiempo en digerir, e incluso en creer. Todo ello no hizo más que acrecentar el compromiso mutuo de que jamás volverían a separarse, y que debían llevar todos esos secretos consigo a la tumba por su propio bien.
Para cuando hubieron acabado de desahogarse, los primeros rayos del alba empezaban a asomar de la línea del horizonte. Ambos abstraídos de cuanto les rodeaba por la conversación, echaron un vistazo a su alrededor y vieron al pequeño Guille hecho un ovillo, durmiendo por fin en su cama con la colcha de Ratatouille, una de sus películas infantiles favoritas. Le despertaron, y tras una última inspección ocular del entorno, que hizo que Guillermo se convenciese de que no olvidaba nada que luego pudiese echar en falta, decidieron que ya había llegado el momento de abandonar la península.
Bajar el tramo de escaleras que les separaba de la planta baja no resultó especialmente difícil. Guille iba de la mano de su padre, observando cuanto le rodeaba y sin perder ojo a Bárbara. Fue al llegar al último escalón, consciente de que el siguiente paso sería abandonar la escuela de náutica, donde llevaba encerrado más tiempo del que al investigador biomédico le gustaría reconocer, cuando se aferró a la barandilla y se negó en redondo a seguir adelante.
Su padre intentó convencerle de todas las maneras, pero el muchacho no atendía a razones. La profesora empezó a dudar que el chico realmente entendiese lo que su padre le estaba diciendo. Cuando Guillermo asumió que la única solución era hacer uso de la fuerza, desprendiendo sus dedos del frío metal, su hermana se le adelantó. Había tenido una idea, una idea estúpida, pero quería ponerla en práctica.
BÁRBARA – Espera… Déjame… Déjame probar una cosa.
Guillermo alzó los hombros. Soltó al chico y se hizo a un lado.
BÁRBARA – Guille…
El niño miró a su tía con los ojos bien abiertos. En momentos como ese, incluso a ella le costaba verle como a alguien diferente al niño bondadoso e inseguro al que tanto había querido.
BÁRBARA – Viene el monstruo de las cosquillas…
El chico se quedó parado. Los dedos se destensaron de la barandilla, y su mandíbula inferior empezó a traquetear. Ella siguió adelante con su plan, se agachó ligeramente, con ambas manos al frente, agitando todos los dedos al mismo tiempo. Guille empezó a reírse antes incluso de que ella tuviese ocasión de tocarle.
No pudo evitar sonreír, con un cierto nudo en el estómago. El chico había cambiado mucho, para peor, pero aún conservaba parte de su esencia. De lo contrario, su reacción no hubiese sido esa. Aún había lugar para la esperanza, si le dedicaban el tiempo y el cariño que la situación requería. Y si de algo estaba ella convencida, era que pondría todo cuanto estuviera en su mano para que así fuese.
Cuando Bárbara dejó de hacerle cosquillas, él se la quedó mirando, aún con un esbozo de sonrisa en el rostro. Ella le ofreció su mano abierta. Guille la miró, luego miró a su padre, que hizo un gesto afirmativo, con idéntica sonrisa subrayada por su espesa barba negra. El niño posó su mano sobre la de su tía, y ella la sujetó con suavidad.
Ninguno de los dos alcanzó a comprender el motivo de tan drástico cambio de actitud, pero en adelante el chico se dejó llevar, sujeto de su padre por una mano y de su tía por la otra, hasta que llegaron al bote, al que subió por su propio pie. Arropados por la única familia que les quedaba en el mundo, los tres pusieron rumbo a Nueva Esperanza, más que dispuestos a no volver jamás a la península.
Creo que Zoe le va a ayudar mucho a Guille en su «recuperación»…