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Frente al cementerio de Sheol
31 de agosto de 2008
Guillermo le dio otra calada a lo que ya era poco más que una colilla, y tiró el cigarro al suelo a través de la ventanilla abierta. Fue a parar a la calzada, junto con la otra media docena que el investigador biomédico había consumido tratando en vano de vencer a la impaciencia. Echó un vistazo al reloj que llevaba en la muñeca: pasaban veinte minutos de la medianoche.
Llevaba ahí aparcado lo que le había parecido una eternidad, esperando que ocurriese algo, cualquier cosa, que le permitiese entrar sin ser visto. Su viaje al cementerio había sido más un arrebato de inconformismo ante la muerte de su padre que un acto realmente premeditado. Se creía en potestad de enmendar el accidente que había ocurrido hacía escasas veinticuatro horas, pero no estaba tan enajenado como para ponerse en evidencia. Si algo temía en esos momentos era a la policía, y no estaba dispuesto a ponérselo fácil.
A través de los grandes portones de acceso podía ver la garita del guarda nocturno, que estaba compartiendo pizza y cervezas con el jardinero, cuyo turno había acabado hacía ya más de tres horas. Estaban viendo en streaming en el portátil del guarda un partido de fútbol amistoso entre la selección española y la argentina que parecía no querer acabar nunca.
Guillermo miró de nuevo el reloj: no habían pasado ni cinco minutos. Harto de esperar, consciente de que no podía pasarse ahí quieto toda la noche, giró de nuevo la llave en el contacto, dispuesto a volver a aquél hipermercado y llevarse la escalera más alta que hubiese a la venta. Con ella podría pasar al otro lado del gran muro que circundaba el camposanto, en algún punto del mismo que no estuviese iluminado por aquellos malditos focos. Si no se había hecho con ella antes fue porque no pretendía llevar a cabo su pequeño experimento dentro del cementerio. Su intención era la de sacar a su padre de ahí y proceder en un lugar seguro, lejos de cualquier mirada indiscreta, y para ello necesitaría salir por una puerta. Pero ahora ya ni siquiera eso le importaba. Quería entrar, y quería hacerlo cuanto antes. Cada minuto jugaba en su contra.
Arrancó, e incluso introdujo la primera marcha, pero justo en ese momento vio cómo el jardinero, un hombre argentino de su misma edad, visiblemente perjudicado por la cerveza, salía de la garita voceando el himno de su patria, festejando la victoria de su equipo mientras el guarda, entre carcajadas, ponía en duda la honra de su madre. Guillermo observó, conteniendo la respiración, cómo el jardinero subía a una camioneta blanca con el escudo de Sheol grabado en el lateral, y la acercaba al portón de acceso, al tiempo que el guarda lo abría para darle paso. Le llamó la atención comprobar que la caja trasera estaba llena de ramas y hojas secas, medio ocultas por una lona sujeta por varias cuerdas elásticas. Sin saber muy bien por qué, comenzó a seguirle calle abajo al tiempo que el guarda cerraba de nuevo el portón.
El investigador biomédico trató de ser lo más discreto posible durante los escasos dos minutos que duró la persecución. En todo momento dejó una distancia más que prudencial para pasar desapercibido, y el jardinero no llegó a darse cuenta de que le seguían. Sin duda, el influjo etílico de la cerveza también tuvo algo que ver.
El jardinero aparcó la camioneta a escasas tres manzanas del cementerio, junto a un vertedero de dudosa legalidad en una zona marginal con viviendas de autoconstrucción. Guillermo pasó de largo y estacionó su coche tras el siguiente recodo de la carretera, fuera del arco de visión del argentino. Mientras éste se deshacía de la carga, trabajo que debía haber hecho a media tarde y en un punto limpio, Guillermo se amparó en la oscuridad para observarle desde detrás de unos contenedores. El jardinero se dio más prisa de la que él hubiese querido, y subió de nuevo a la camioneta. Sin embargo, no la puso de nuevo en marcha. Pasó ahí dentro cerca de un minuto, y acto seguido volvió a salir, se puso de espaldas al vehículo, se bajó la bragueta, y comenzó a mear.
Guillermo, consciente de que esa era su oportunidad de oro, corrió hacia su coche y agarró la bolsa de deporte que contenía todo el material que debía servirle para exhumar el cuerpo de su padre. Los mangos de ambas palas sobresalían de la cremallera. Dio un par de pasos sigilosos aunque apresurados hacia la camioneta, pero entonces frenó en seco, y dio media vuelta.
Dejó la bolsa de deporte en el suelo y volvió al coche, a tiempo de coger el neceser que descansaba en el asiento del copiloto. Tan pronto tuvo en su poder todo cuanto necesitaba, corrió hacia la camioneta y trepó a la caja trasera, que hasta hacía escasos minutos había estado ocupada por todas aquellas ramas y hojas secas. El jardinero seguía vaciando su vejiga, y él aprovechó para esconderse bajo la lona, confiando no haber llamado su atención. Ahí abajo olía a tierra, a césped recién cortado y a rancio. Era un olor muy intenso, y Guillermo se vio obligado a taparse las fosas nasales con la manga de la chaqueta de verano que llevaba puesta.
En el momento en el que notó cómo la camioneta se ponía en marcha, toda la tensión que había acumulado, convencido de que le iban a pillar con las manos en la masa, se transformó en júbilo. Tuvo dificultades para contener un grito de alegría al sentirse como un verdadero ninja. Lo que hizo fue taparse aún mejor con aquella apestosa lona y disfrutar del viaje, consciente de que ahora ya no había marcha atrás.
Minutos más tarde, tal y como él había previsto, la camioneta entró de nuevo al cementerio. Guillermo no osó mover un músculo, mas sí escuchó con claridad cómo el portón que se había abierto para darles paso se volvía a cerrar con un fuerte estrépito. Eso ya no importaba: había conseguido burlar tanto al jardinero como al guarda, y estaba dentro.
A Guillermo todo se le da muy facil, todo lo contrario a todas las peripecias que ha pasado Barbara.
Todo se andará. XD Esto no es más que la punta del iceberg de su historia, y en breve viene algo más de… chicha.
David.