3×1015 – Exhumación

Publicado: 02/02/2016 en Al otro lado de la vida

1015

 

Cementerio de Sheol

31 de agosto de 2008

 

Guillermo se asomó de nuevo por debajo de la apestosa lona, esforzándose por no dejarse ver pese al foco que estaba dirigido justo al punto en el que él se encontraba, acuclillado en la caja de la camioneta del jardinero. Llevaba ahí escondido cerca de cinco minutos, oyendo de fondo las voces de los dos trabajadores del cementerio, que seguían hablando del partido que acababan de disfrutar. El investigador biomédico exhaló un suspiro de alivio al escuchar al argentino despedirse definitivamente del guarda. De nuevo sonó el estrépito del portón de acceso al cerrarse, y sin apenas solución de continuidad, una tras otra, fueron apagándose todas las luces que iluminaban el complejo, hasta que finalmente la zona de estacionamiento donde él se encontraba quedó también rodeada de oscuridad. Ésta, sumada al silencio sepulcral que reinaba por doquier, y más en un camposanto, resultaba estremecedora.

Pese a que todo parecía indicar que ya no había nada de qué preocuparse, Guillermo siguió ahí agazapado cerca de cinco minutos, aguzando el oído a la espera del más mínimo sonido que le diese carta blanca para demorar aún más lo que ahora no se le antojaba ya tan atractivo. Pasado ese tiempo prudencial, respiró hondo y salió de su escondite. Dejó la bolsa de deporte en la camioneta, pero se llevó el neceser consigo. No estaba dispuesto a perderlo de vista ni un solo minuto. Esos pocos mililitros de sangre de roedor eran todo cuanto quedaba del fruto de todos aquellos meses de duro trabajo que José echó por la borda sin pestañear. Ahora por fin Guillermo tendría la oportunidad de descubrir si todas aquellas veces que le había reprochado el no seguir por esa vía de trabajo habían sido en vano o todo lo contrario. La mera idea de poder demostrárselo a él en persona, le hacía sentir mariposas en el estómago.

Bien podía haberse dirigido directamente hacia la zona donde descansaba el cuerpo de su padre, pero prefirió acercarse a la garita para saber con qué debía lidiar. Por un momento llegó a imaginarse que el guarda dispondría de docenas de monitores de visión nocturna, y que no tendría tiempo siquiera de llegar a la zona de las lápidas antes de ser detectado. Lo que descubrió al observar la garita desde una distancia algo temeraria le dejó bastante más tranquilo. Tan solo había un monitor en ese pequeño habitáculo: el del portátil desde donde el guarda y su amigo habían visto el partido. Sin embargo, lo que ahora mostraba dicho monitor poco tenía que ver con el deporte rey. Guillermo distinguió dos cuerpos masculinos tal cual sus madres les trajeron al mundo practicando algo que Estefanía jamás le había permitido practicar a él. Con una media sonrisa en el rostro volvió sobre sus pasos, convencido de que podría hacer cuanto quisiera sin miedo a ser atrapado con las manos en la masa.

Amparado tan solo por la luz de las estrellas, pues ni la luna quiso presenciar cómo estaba a punto de empujar la primera pieza del dominó que arrasaría con la práctica totalidad de la raza humana de la faz de la tierra, Guillermo se dirigió hacia la parcela familiar. Pese a que esa era una noche despejada, la luz resultaba a todas luces insuficiente, y a medio camino, después de haber tropezado un par de veces, finalmente osó encender la linterna, no sin antes tapar el foco con la manga de su camisa. Pese a que así se perdía más de la mitad de la potencia, esa luz le resultó más que suficiente para hacerse paso entre los nichos y pasar de largo el jardín que le llevaría a su destino.

Llegó frente a las lápidas contiguas de sus padres unos minutos más tarde. Se tomó su tiempo, pues ahora ya no tenía ninguna prisa. Sintió cómo se le encogía el estómago, y contuvo las lágrimas. Cerró fuertemente los ojos y dejó caer la bolsa de deporte al suelo terroso. Había llegado hasta ahí con una idea muy clara, y ahora ya era tarde para echarse atrás.

Echó un último vistazo hacia atrás, comprobando que nadie le hubiera seguido, y colocó la linterna de minero sobre una lápida vecina, enfocando de ese modo la que sería su zona de trabajo los próximos minutos. La lápida de granito negro sobre la que habían grabado con letras góticas el nombre de su padre y las fechas de su nacimiento y su fallecimiento resplandeció, mostrando todo su esplendor. Guillermo apoyó el neceser sobre la lápida de Ana, su madre, y le dedicó unas palabras, disculpándose en cierto modo por lo que haría a continuación.

Abrió la bolsa de deporte y se bebió una botella entera de las había traído. Acto seguido, se metió uno de los chicles en la boca y comenzó a masticarlo nerviosamente, consciente de que tan solo estaba buscando excusas para demorar su verdadero propósito. Respiró hondo de nuevo, y sacó la pala grande de la bolsa. Tanteó su peso y su más que discutible ergonomía, y la clavó sobre el pequeño montículo de tierra que había frente a la negra lápida. Se sorprendió al comprobar cuán sencillo resultó clavarla hasta la madera y sacar la primera palada: la tierra estaba muy blanda y aireada, pues hacía muy pocas horas que la habían echado. Eso tan solo facilitaría el trabajo.

Palada a palada, fue deshaciendo cuanto habían hecho los operarios del cementerio esa misma tarde, formando un montículo en el camino empedrado que discurría en zigzag entre las lápidas, hasta que finalmente, minutos más tarde, acabó tocando madera. Tan pronto sintió la vibración que produjo la pala al impactar contra aquél cuerpo extraño en mitad de la tierra, una sonrisa se dibujó en su rostro. Ya no quedaba nada de la congoja y el pesar que le habían acompañado durante el corto período de duelo que experimentó las horas inmediatamente posteriores al fallecimiento de su padre. A esas alturas, ya había perdido por completo el juicio.

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