3×1016 – Nada

Publicado: 08/02/2016 en Al otro lado de la vida

1016

 

Cementerio de Sheol

31 de agosto de 2008

 

El corazón luchaba por salírsele del pecho. Guillermo incluso temió por su salud. No recordaba haber estado tan nervioso en toda su vida.

Aún con las piernas temblando, exhaló el aire lentamente por la boca, tratando de recuperar la compostura, y se asomó a la garita. La película de porno gay seguía en activo, aunque ahora uno de los actores había sido sustituido por un hombre de origen africano. Lamentablemente, el guarda se lo estaba perdiendo. Seguía sentado en el asiento de la garita, con los pantalones por la rodilla. Se había escurrido ligeramente de la silla al quedarse dormido, y la baba que le caía de la comisura de los labios había oscurecido el cuello de su uniforme verde.

El investigador biomédico se descalzó, dejó los zapatos junto a la carretilla sobre la que descansaba el cadáver de su padre, y caminó sigilosamente hacia la puerta de la garita. Pese a que el guarda roncaba, Guillermo no se quedó tranquilo hasta que agarró aquél manojo de llaves de la alcayata que había junto a la puerta y desanduvo sus pasos. Al volver junto a José, a quien no osó mirar a la cara, empezó a hiperventilarse y miró al cielo estrellado, preguntándose qué diablos hacía ahí.

Tardó cerca de un minuto en recuperar la compostura, y acto seguido prosiguió con su plan. Si todo estaba saliendo tan bien era tan solo cuestión de suerte, o quizá es que ese era su destino. Guillermo aún no daba crédito a lo lejos que había llegado sin despertar la más mínima sospecha. Caminó descalzo hasta el portón de acceso y miró a lado y lado de la calle. Esa era una zona muy poco transitada de la ciudad, aún menos a esas horas de la madrugada. La primera llave que probó coincidió ser la adecuada, y la sensación de que le estaban tomando el pelo aún se hizo más intensa. En su interior se mezclaba el júbilo del éxito, el miedo a ser descubierto y la sempiterna sensación de que lo que estaba haciendo no estaba bien.

Abrió el portón cerca de un metro, más que suficiente para hacer pasar la carretilla del jardinero, y se dio media vuelta. Entonces se dio cuenta de lo estúpido que resultaría recorrer el cuarto de kilómetro que le separaba de su coche empujando por las calles una carretilla con el cadáver de un septuagenario. Se tanteó el bolsillo lateral del pantalón y comprobó que la llave de su vehículo seguía ahí. Pensó por un momento en ir a buscar sus zapatos, pero no quería perder ni un segundo más. Empujó ligeramente el portón y comenzó a correr calle abajo, sin mirar atrás. Una de las cosas que más recordaría de esa trágica noche, paradójicamente, fue lo incómodo que le resultó conducir descalzo.

Tras asegurarse que nadie le vería, dejó el coche en marcha con la puerta trasera derecha abierta frente al portón de acceso al cementerio y volvió a entrar. No habían transcurrido ni cinco minutos. El guarda seguía durmiendo con la boca abierta. La película ya había acabado, y el monitor del portátil ahora mostraba tan solo el escritorio con unas grandes letras mayúsculas que rezaban “CEMENTERIO MUNICIPAL DE SHEOL” en un fondo negro.

El traslado del cuerpo de su padre sobre aquella carretilla sucia de tierra no fue tan complicado como introducir su cuerpo rígido por el rigor mortis en la parte trasera del vehículo. Se molestó incluso en sujetarlo con uno de los cinturones de seguridad antes de cerrar de un portazo y ocupar de nuevo su lugar tras el volante. Sobre el asiento del copiloto descansaban la bolsa de deporte que ahora también contenía su calzado y el valiosísimo neceser. Las llaves del portón de acceso al cementerio estaban metidas en la cerradura, pero la carretilla quedó olvidada en mitad de la acera tan pronto arrancó y puso rumbo a su próximo destino.

Recorrió más de quince kilómetros. Lo hizo por carreteras secundarias y zonas muy poco transitadas, hasta que finalmente llegó a un camino rural que carecía tanto de asfaltado como de iluminación. Llegados a ese punto, incluso se tomó la libertad de apagar todas las luces, y conducir a una velocidad anormalmente reducida tan solo con la ayuda del débil fulgor de las estrellas.

Llegó a un punto en el que un riachuelo le impidió seguir adelante por miedo a quedar atorado entre el lodo o tener que dar media vuelta, y entonces fue cuando consideró que ya se había alejado lo suficiente de la civilización para dar el siguiente paso de su rocambolesco plan. Se encontraban, padre e hijo, en un punto indeterminado del bosque de Pardez, no muy lejos de una vieja cabaña que estaba usando el sobrino de su dueño en compañía de unos amigos de la facultad de Ciencias Naturales. De todos modos, la más que generosa distancia que les separaba, con tantos árboles de por medio, hizo que nadie sospechara de la presencia del otro.

Antes de abandonar el vehículo comprobó el reloj digital que había en el salpicadero: la una de la madrugada. Tan solo había pasado una hora desde que partiese hacia el cementerio. Guillermo hubiera podido jurar que habían pasado al menos tres o cuatro. Aún algo inquieto, aunque bastante más relajado, ahora que lo peor ya había pasado, Guillermo sacó el cuerpo sin vida de su padre de los asientos traseros de su coche y lo arrastró gentilmente varias decenas de metros hasta dejarlo recostado en un gran olmo. Se colocó la linterna de minero en la frente, y fue a buscar el neceser. El camino de vuelta al olmo lo hizo con una lentitud inusitada, sin parar de pensar que ya no había marcha atrás. De su siguiente paso dependería todo cuanto había arriesgado para llevar a cabo aquél disparatado plan.

No tardó nada en preparar la aguja hipodérmica, extraer unas gotas de sangre del vial y tomarse la libertad incluso de librarla de aire antes de proceder. Tomó con suavidad el brazo derecho de su padre, le remangó la manga del smoking y su nívea camisa, e hincó la aguja en el mismo lugar donde la directora general de la OMS le inoculó la solución salina tintada con la que engañó a todo el planeta. La sangre entró en su cuerpo, y el investigador biomédico no dejó de apretar hasta que el émbolo no dio más de sí. Entonces la sacó y la volvió a guardar en el neceser, junto a la otra mitad de la muestra de sangre del sujeto 13-E.

Aguantó la respiración, esperando que ocurriese el milagro, que su padre recuperase la conciencia, cruzase una mirada con él y ambos se fundieran en un abrazo, lo cual no sería más que el pistoletazo de salida del estudio de un nuevo fármaco que revolucionaría por segunda vez la medicina moderna. Esperó y esperó, hasta que perdió la noción del tiempo. No ocurrió absolutamente nada.

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