3×1025 – Enésima

Publicado: 16/03/2016 en Al otro lado de la vida

1025

 

Estación petrolífera abandonada

3 de octubre de 2008

 

SAMUEL – ¿Olga? ¿¡Olga!?

Samuel frunció el ceño. La comunicación se había cortado repentinamente, dejándole con la palabra en la boca. Trató de obtener respuesta por parte de aquella joven, pero fue en vano. Por fortuna, había anotado la frecuencia desde la que llamaba en la mesa de madera, arañándola con un cuchillo que había tenido que rescatar en dos ocasiones del fondo del mar. Había adoptado esa costumbre desde hacía poco más de una semana, cuando las llamadas se hicieron mucho más recurrentes. Hacía mucho tiempo que se había quedado sin lápices ni bolígrafos, y esa fue la mejor manera que se le ocurrió de conservar todos aquellos números, con los respectivos nombres de sus dueños. A decir verdad, la mesa estaba saturada de inscripciones a esas alturas, pues no habían sido pocos los que habían precedido a Olga y su hermano remitiéndose a Samuel en busca de ayuda. Utilizó esa información para restablecer la comunicación, pero no lo consiguió. Eso era algo que había aprendido a normalizar, y no le dio importancia.

Ese día fue el primero y el último que hablaría con ambos hermanos, al menos durante un tiempo más que generoso. Habían dado con él por mera coincidencia, como tantos otros antes que ellos, y le habían confundido con el encargado de las comunicaciones de un centro de refugiados al que pedir ayuda, como tantos otros antes que ellos. Samuel no tardó en sacarles de su equívoco, y escuchó con atención la curiosa historia que le contaron. Resultaba bastante menos glamurosa que las demás que había oído, aunque le pareció bastante original: librarse del ataque de los que todos parecían haber acordado en bautizar como “infectados” subiéndose a un árbol era algo que dudaba que se le hubiese podido ocurrir a él mismo. La mera idea de tener que lidiar con ese problema le espeluznaba.

Llamaron por la mañana, prometiendo que volverían a ponerse en contacto con él entrada la tarde. Y así fue. Le explicaron que habían recibido la visita de un extraño grupo de supervivientes integrado por una niña, una mujer joven, un chaval unos años mayor que él y un policía negro, con los que apenas habían tenido ocasión de mediar palabra antes que éstos siguieran su camino, después de recibir el rechazo de unirse a su grupo. Poco después Olga se interesó por conocer su historia. El joven negro mantuvo su acostumbrado hermetismo, y cuando se disponía a darle largas, de igual modo que había hecho con todos y cada uno de sus anteriores interlocutores, fue cuando la comunicación pasó a mejor vida.

Durante los primeros días del final de su celo frente a las conversaciones con desconocidos, Samuel tuvo el mal presentimiento de que todo era un intrincado complot para hacerle creer que había llegado el Apocalipsis, y que la raza humana estaba siendo erradicada del planeta mediante una plaga. Sabía que una posición tan abiertamente egocéntrica no tenía el menor sentido, pero menos lo tenía la alternativa: que cuanto le contaban fuese verdad.

A esas alturas, todas las personas que le habían conocido debían darle por desaparecido, si no por muerto. Si de algo estaba convencido, era que nadie sabía dónde había ido a parar. De lo contrario, ya habrían venido a rescatarle. No obstante, después de tantas horas de conversaciones con tantas personas distintas, finalmente llegó a convencerse de que no podía tratarse más que de un hecho real, lo cual le convertía a él en un privilegiado. El mundo realmente se estaba yendo al traste en su ausencia, y la última acción de su padre, de la que Abdellah no parecía demasiado orgulloso antes de morir, le había salvado la vida por partida doble.

Su día a día no tenía ahora nada que ver con la vida previa al estallido de la epidemia. Aún echaba mucho de menos a Manuel, pero el continuo flujo de información que obtenía diariamente conseguía distraerle de tal modo que en ocasiones incluso se avergonzaba de no guardarle un luto más riguroso. Después de tantos meses autocompadeciéndose, repitiéndose a diario que era un desgraciado y que estaría mejor en cualquier otro lugar del mundo antes que en ese agujero hediente a mar, ahora su ánimo había dado un viraje de ciento ochenta grados. Trataba de ayudar a sus interlocutores dándoles consejos, compartiendo con ellos la información que había obtenido de los demás, y aunque su aportación acostumbraba a servir para poco más que permitir desahogarse a la persona con la que estaba hablando, él se sentía útil, y ello le proporcionaba una sensación muy agradable que no recordaba haber experimentado en mucho tiempo.

Veinte minutos más tarde, la radio volvió a sonar. Eso era algo que ya ni le sorprendía ni le incomodaba. Todo lo contrario. Lo había normalizado tanto como que debía mantener una rutina estricta de pesca si no quería pasar hambre. Observó el número que aparecía iluminado con grandes números rojos. Revisó la terminación y la comparó con la de Olga y su hermano Gustavo. No eran ellos. Un rápido vistazo a los demás números le convenció de que se trataba de una frecuencia nueva, o al menos una con la que no había mantenido contacto las últimas semanas, desde que empezó a anotarlas. No se lo pensó dos veces antes de contestar.

No se trataba más que de otro superviviente anónimo que desconocía el uso de la radio y la había sintonizado en una frecuencia demasiado baja. No había ninguna otra radio en decenas de kilómetros a la redonda, lo cual le convertía a él en un blanco especialmente fácil. En esta ocasión, la persona que había al otro lado era una mujer mayor, que bien podría haber sido su abuela, si ésta aún conservase la vida. Le costó mucho tranquilizarla, e incluso entenderla entre sus jadeos, sollozos y llantos, mientas le explicaba cómo acababa de perder a sus dos nietos pequeños tras el ataque de una horda de aquellas bestias. Samuel hizo todo lo que pudo para calmarla, pero el estado de ansiedad de la mujer no se lo permitió. No fue en absoluto agradable escucharla gritar pidiendo ayuda, ni mucho menos oírla agonizar mientras los verdugos de su nieto la despedazaban y comenzaban a comérsela todavía viva. En momentos como ese, Samuel hubiese preferido no encender la radio jamás. La ignorancia era un bien demasiado preciado, que una vez se perdía jamás se podía recuperar.

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