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Estación petrolífera abandonada
20 de diciembre de 2008
OLGA – No. Yo soy Olga. Bárbara es ella.
SAMUEL – ¡Ah!
Samuel intercambió dos besos con la joven de los pendientes de perla, sosteniendo una amplia sonrisa en la boca. Se había estado preparando psicológicamente para ese momento desde hacía días, pero a la hora de la verdad, se sentía completamente fuera de lugar. Hacía cerca de tres años que no tenía a otra persona delante.
SAMUEL – Zoe. ¿Verdad?
La niña dio un paso al frente y repitió idéntico proceso. Aún estaba sorprendida y algo abrumada por el encuentro. Al verle no pudo evitar recordar a su querido y perdido policía, y en su interior se había formado una mezcla de sentimientos que le hacía mantener cierta distancia. Su reacción sorprendió incluso a la propia Bárbara. Gustavo fue el siguiente, y las presentaciones fueron de los más formales. Por fin Samuel y Bárbara se dirigieron el uno al otro, después de tantas horas de conversaciones imaginando ese mismo momento. El brillo de los ojos de ambos delataba el aprecio mutuo que se tenían.
BÁRBARA – ¡Ven aquí y dame un abrazo, hombre!
Samuel no se lo pensó dos veces y se aferró a ella de igual modo que se había aferrado a aquella tabla medio chamuscada el día de su llegada a la estación petrolífera. No pudo evitar estallar en llanto prácticamente al instante. La profesora le acarició la espalda, susurrándole palabras alentadoras al oído. Samuel trató de calmarse, avergonzado por su reacción, pero tardó cerca de un minuto en recuperar la compostura, entre sollozos.
SAMUEL – Gracias. Muchísimas gracias. Lo siento. Soy… soy un idiota.
BÁRBARA – Déjate… Ahora ya no vas a tener que preocuparte de estar aquí solo nunca más. Llora todo lo que quieras.
El joven negro amenazó con acatar su orden, pero Bárbara se le adelantó.
BÁRBARA – Mira qué te he traído.
La profesora sacó una chocolatina del bolsillo trasero de su pantalón, una de aquellas de galleta y caramelo que había traído Zoe en su alijo particular. El chaval la cogió y miró con detenimiento su envoltorio. Miró a Bárbara, y ésta hizo un gesto afirmativo agitando la cabeza. Samuel rasgó el envoltorio y dejó al descubierto la chocolatina, que estaba algo deshecha. La devoró en dos bocados, con los ojos cerrados, gimiendo de placer. Aunque cualquiera podría haberlo jurado, Bárbara supo que no estaba sobreactuando.
SAMUEL – Oh. Dios. No he comido nada tan rico en… en años. ¡Gracias!
Bárbara esbozó una sonrisa. Ese Samuel no se parecía en nada al Samuel que ella había imaginado, pero no le cupo la menor duda que se trataba de la misma persona. Pensando en retrospectiva, incluso se sintió estúpida por no haber detectado con anterioridad su corta edad. Sabía que se trataba de alguien inmaduro y algo ingenuo, pero jamás había imaginado que se tratase de un chaval poco mayor que la propia Zoe. Samuel lamió el chocolate deshecho que quedaba en el envoltorio y se lo guardó en el bolsillo, junto con su ropa interior. Miró en derredor, y fijó su mirada en Nueva Esperanza. Desde la estación petrolífera, le pareció mucho más grande.
SAMUEL – Vamos… ¿vamos a ver a los otros? ¿Están en el barco, no?
BÁRBARA – Sí, pero… Primero vamos a avisar a Carlos.
Samuel asintió, muy serio.
SAMUEL – Es lo justo.
Los cinco se dirigieron hacia la estancia de la radio. Samuel les abandonó durante un minuto, mientras tomaban asiento, y volvió enseguida, ataviado con otra ropa. Se había puesto sus mejores galas, pero más bien parecía que hubiese cogido la ropa de un campo de batalla. La camiseta tenía un par de agujeros en la espalda y varias manchas amarillentas, y los pantalones estaban llenos de remiendos y le iban enormes. Algo avergonzado, tomó asiento frente a la estación de radio, y enseguida abrió la comunicación con Bayit.
Carlos tardó cerca de cinco minutos en responder, hasta el punto que incluso Bárbara había empezado a preocuparse. El instalador de aires acondicionados se mostró muy complacido por la buena nueva. Estuvieron hablando poco más de cinco minutos, tan solo por el placer de saber unos de otros, y tras intercambiar buenos deseos para el trayecto que aún tenían por delante, prometiendo que ya no tardaría mucho en reunirse, Carlos se despidió de ellos con un “hasta pronto”.
Samuel estaba realmente nervioso. Deambular por la estación en la que había vivido los últimos años viendo a más gente a su alrededor, era una sensación totalmente nueva para él. La mera presencia de otras personas, e incluso su olor, le hacía sentir en cierto modo incómodo. Pero era algo a lo que debía acostumbrarse.
Tras una muy corta puesta en común, decidieron que se darían un último gran banquete antes de partir. Samuel había cumplido su parte del trato, y disponía en un surtido de pescado y marisco que hizo que todos quedasen ampliamente sorprendidos de sus habilidades. Habida cuenta de que Guillermo no permitiría que su hijo abandonase el velero, decidieron que lo más sensato sería trasladarlo todo a Nueva Esperanza.
Con el fin de aprovechar el viaje, subieron al bote todo aquél pescado y las pocas pertenencias de Samuel que valía la pena rescatar. Ello dejó el bote demasiado sobrecargado, y Bárbara se ofreció a quedarse con el joven en la estación, en lo que Zoe y los hermanos iban y volvían, con el bote rojo ya vacío, a buscarles.
La decisión de la profesora no fue en ningún caso inocente, y se aprovechó de las circunstancias para forzar una conversación que consideraba imprescindible. Llevaba días dándole vueltas a la cabeza, y quería comentárselo cara a cara, y a ser posible a solas. Descubrir que se trataba de un adolescente no hizo si no convencerla de que era lo correcto, por más que ella misma hubiese preferido no hacerlo.
Ambos se sentaron el la base de la última plataforma de la escalera, con el agua del mar lamiéndoles los pies desnudos a cada nueva ola.