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Puerto deportivo de Nefesh
24 de diciembre de 2008
GUSTAVO – ¿Y no será que está demasiado lejos, sencillamente? Ese cacharro tampoco parece que tenga mucho alcance.
Bárbara levantó la mirada del walkie y la fijó en un punto indeterminado del paseo marítimo. Frunció ligeramente el ceño, sorprendida por lo que vio.
BÁRBARA – No lo sé… puede ser. Tampoco estamos muy cerca de Bayit, verdad sea dicha, pero… pensé que sería suficiente.
GUILLERMO – ¿Y cómo vinisteis hasta aquí cuando os fuisteis la otra vez?
BÁRBARA – En una furgoneta. Pero… Carlos y Chris se la llevaron de vuelta a Bayit cuando nos fuimos. Por eso traía el walkie, para que nos vinieran a buscar. Esa era la idea. Si lo llego a saber…
ZOE – ¿Y ahora qué hacemos?
CARLA – Siempre estamos a tiempo de volver a donde los acantilados, y probarlo de nuevo. Desde ahí seguro que nos oyen. Hemos pasado muy cerca antes.
BÁRBARA – No… No creo que haga falta. Creo que… Quedaos aquí.
GUILLERMO – ¿Qué vas a hacer, Bárbara?
La profesora se dirigió a Olga.
BÁRBARA – ¿Tú sabes conducir, verdad?
OLGA – Sí.
BÁRBARA – Ahá. ¿Y… tú, tienes el arco a mano?
Gustavo asintió, decidido. Dio media vuelta y desapareció por la escotilla.
GUILLERMO – ¿Qué quieres hacer?
BÁRBARA – ¿Ves ese coche de ahí?
GUILLERMO – ¿Cuál?
BÁRBARA – El rojo.
GUILLERMO – ¿Esa carraca?
BÁRBARA – Creo que puedo arrancarlo.
El investigador biomédico puso los ojos en blanco. Detestaba haber tenido que abandonar su flamante Audi en la península.
GUILLERMO – Pero si tú no sabes conducir.
BÁRBARA – Ella sí.
Olga mostró los dientes en una sonrisa burlona, mientras hacía el signo de la victoria con el dedo índice y el corazón. En ese momento Gustavo emergió del camarote principal, con el carcaj lleno de flechas a la espalda y el enorme arco olímpico sujeto en la mano derecha.
DARÍO – No nos cuesta nada volver, Bárbara. No hace falta que vayáis. Ya no viene de media hora.
BÁRBARA – No tardaremos nada, de verdad. Está ahí al lado mismo. Y… el paseo está muerto. No se ve un alma. Fíjate. Parece que se vaya a poner a llover en cualquier momento. No creo que haya ningún infectado con ganas de salir a la calle. ¿Vosotros os animáis?
Ambos hermanos asintieron, convencidos. Zoe se mordió la lengua y se limitó a ver cómo los tres abandonaban el barco y dejaban atrás el puerto deportivo en dirección a aquél viejo coche. Guillermo chistó con la lengua al verles alejarse. No descansaría tranquilo hasta que estuviesen rodeados de aquellos altos y gruesos muros de los que tan bien le habían hablado.
El pequeño grupo de aventureros llegó hasta el extremo del paseo marítimo. Bárbara se molestó incluso en mirar a ambos lados de la calle antes de cruzar. La fuerza de la costumbre todavía era demasiado fuerte. Olga sujetaba su propia automática, apuntando al suelo, como Bárbara le había enseñado. No parecía muy segura de sí misma, a diferencia de su hermano. Gustavo tenía una flecha preparada ante cualquier eventualidad. Todo apuntaba a que no les haría falta.
No tardaron en llegar hasta aquél arcaico Ford Sierra de color rojo. Una pequeña joya para su difunto dueño, cuando se hizo con él hacía ya más de un cuarto de siglo. Carne de desguace en los tiempos que corrían. Pero les resultaría muy útil, si Bárbara conseguía ponerlo en funcionamiento. La profesora trató de abrirlo, pero le resultó imposible. Creía saber cómo puentearlo, pero no tenía ni idea de cómo acceder al interior. Sacó su pistola de la parte trasera del pantalón, comprobó que el seguro estuviera puesto, y la agarró por el cañón. Miró en derredor por enésima vez, para comprobar que no tenían compañía. En efecto. Estaban ellos tres solos, observados con atención por quienes se habían quedado en el barco. No se lo pensó dos veces, e impactó la culata de la pistola contra el cristal del copiloto. La luna se hizo añicos instantáneamente, y un millar de pequeños cristales se desperdigó por el suelo y por el asiento.
BÁRBARA – ¡Dios mío!
GUSTAVO – ¿Ya sabes lo que haces, Bárbara?
La profesora asintió, restándole importancia a su torpeza. Conducir sin ese cristal no entraba dentro de sus planes, pero ya había llegado demasiado lejos para echarse atrás. Metió la mano por el agujero y quitó el seguro. Abrió la puerta y retiró la mayor parte de los cristales del asiento, tirándolos a la calle. Ya había localizado los cables que necesitaría para devolver la vida al motor cuando escuchó cómo Gustavo le llamaba la atención con un grito apagado y un gesto de la mano izquierda instándole a salir. Bárbara abandonó el coche a toda prisa y echó mano de su automática.
Se trataba de una niña morena, algo menor que Zoe. Su único atuendo era la pieza superior de un pijama tan lleno de barro reseco que resultaba imposible averiguar qué estampado tuvo. El inconfundible color de sus ojos delataba que se trataba de una infectada. Estaba de pie al otro lado de la calle, inmóvil, limitándose a observarles. Bárbara exhaló el aire de sus pulmones, molesta. Había aprendido, por las malas, a que dejase de afectarle tener que deshacerse de un infectado. Pero cuando se trataba de un niño, le resultaba especialmente difícil.
BÁRBARA – Ya me encargo yo.
La profesora alzó su pistola hacia la niña, pero Olga la sujetó por el antebrazo, impidiéndole apuntarla.
OLGA – ¿Qué haces?
BÁRBARA – Tenemos que limpiar la isla de infectados.
Olga negó con la cabeza.
OLGA – ¿No ves que es inofensiva? Los hay que tienen más miedo de nosotros que nosotros de ellos. Somos tres, y más grandes que ella. No creo que nos haga nada.
Bárbara tuvo una pequeña revelación. Se vio reflejada en los ojos de Olga. Había mantenido una conversación muy parecida a esa con el policía, en un tiempo que parecía ya muy lejano. Cayó en la cuenta que finalmente había adoptado su papel, ocupando el enorme hueco que dejó al abandonarles, aún cuando hubiera sido incapaz de determinar en qué momento se produjo dicha inflexión. Ello le sentó algo mal.
OLGA – ¡Fuera de aquí!
Olga acompañó el grito de un fuerte pisotón, amenazando con salir corriendo en su dirección, y la pequeña infectada desapareció de ahí a toda prisa, mientras gritaba incongruencias sin mirar atrás.
OLGA – ¿Ves?
La joven de los pendientes de perla miró a Bárbara, satisfecha de su buena acción. La profesora se quedó pensativa unos segundos, valorando lo que acababa de ocurrir. Enseguida decidió que valía más la pena no pensar al respecto, y acto seguido prosiguió con su tarea. No tardó más de un minuto en puentear el coche. Gustavo dejó por un momento de mirar en derredor en busca de infectados y se dirigió a ella, que sonreía, satisfecha de su hazaña.
GUSTAVO – ¿Quién te ha enseñado a hacer eso?
BÁRBARA – Un… un buen amigo.
Gustavo hizo un gesto afirmativo con la cabeza, satisfecho. Por suerte, ningún otro infectado acudió alertado por el ruido del motor. Olga ocupó el asiento tras el volante, y Bárbara y Gustavo hicieron lo propio en los asientos traseros. En un abrir y cerrar de ojos se plantaron en la zona de amarre, donde fueron muy bien recibidos, entre risas y aplausos.
Morgan dejo las bases para que los personajes del primer tomo se hicieran mas fuertes de cara a los dos siguientes. Ya lo había dicho hace mucho tiempo atrás, me habría encantado verla interacción entre el y Paris, pero ya que mas da.
Que sera lo que se viene??????
Hubiera sido imposible. Son personajes incompatibles. Sólo podía estar uno o el otro, pero jamás ambos. Aunque…
David.