3×1093 – Semejante

Publicado: 15/04/2017 en Al otro lado de la vida

1093

 

Sur de la ciudad de Nefesh

8 de noviembre de 2009

 

Tras dos largas noches caminando ininterrumpidamente por el bosque sin mayor compañía que la de las aves nocturnas y el sempiterno y exasperante canto de los grillos, Morgan finalmente llegó a la civilización. Era una noche oscura y no había una sola farola encendida. El cambio le resultó impactante, y durante cerca de cinco minutos caminó perpendicular al suelo pavimentado, desconfiando del cambio de textura. Finalmente se armó de valor, como quien acerca un pie al agua helada para comprobar la temperatura antes de zambullirse, y posó uno de sus pies, el único que aún conservaba el calzado, sobre la acera de aquella carretera de la periferia. Se sorprendió al comprobar cuán firme era y no tardó en seguir adelante, más seguro de sí mismo.

Desde que abandonase las inmediaciones de la cabaña tan solo se había alimentado en una ocasión, del cadáver de un niño que alguno de sus semejantes había abandonado a medio descuartizar bajo unos pinos. Estaba en bastante mal estado y las moscas habían dado buena cuenta de él, posando en su carne sus larvas. No obstante, aún tenía bastante que ofrecer, y Morgan estaba demasiado hambriento para andarse con miramientos. No paró hasta que estuvo bien ahíto. De eso hacía ya más de veinticuatro horas, y volvía a estar hambriento. Buena cuenta de ello lo daba el aspecto demacrado de su cara y las costillas que se marcaban en su tórax.

Uno de los principales problemas que tenían los infectados al respecto de su alimentación, además del hecho de su obsesión antinatural por la carne fresca y cruda y por cazar sus víctimas con sus propias manos, lo que les privaba de una alimentación omnívora, era el hecho que su alimento acostumbraba a revivir e irse caminando antes que tuvieran ocasión de saciarse. El lapso de tiempo del que disponían para alimentarse de ellos estaba íntimamente ligado al estado en el que había quedado el cuerpo tras la muerte, e irremediablemente, al hecho de si estaban o no vacunados antes de resultar infectados. Muchas veces ellos mismos infectaban el cuerpo con sus propios fluidos mientras se alimentaban, poniendo en marcha un cronómetro que acababa dejándoles con el estómago vacío, más competencia, y unas renovadas ansias de violencia fruto de la frustración. Quizá la evolución de la epidemia no hubiese sido tan rápida de haber sido de otro modo, pero esa idiosincrasia obligaba a los infectados hambrientos a seguir infectando a más humanos inocentes, en un círculo vicioso sin final aparente.

Morgan caminó lento e inseguro por la calzada, arrastrando los pies y con la boca entreabierta, observándolo todo con suspicacia. Ese entorno era totalmente nuevo para él, y el policía tenía todos sus sentidos, más agudizados que nunca debido a la infección, bien alerta ante cualquier cambio. Aquél pedazo de cuerda le seguía a todos lados, pero Morgan había aprendido a ignorarla, por más que de vez en cuando se tropezaba con ella.

Tras cruzar la enésima bocacalle, se quedó helado. Había otra persona deambulando por la calzada. Se trataba de una mujer de unos treinta años, con un brazo dislocado en una posición imposible y que mostraba uno de sus senos a través de una sucia camisa a medio desabotonar. Morgan corrió hacia ella, dispuesto a abatirla y saciar su hambre de carne fresca a su costa. La mujer se limitó a girar el cuello en su dirección, sin muestra alguna de sorpresa o miedo alguno ante su evidente acto de hostilidad. Ello hizo que el policía se extrañase, pero no le impidió seguir adelante hasta que finalmente la alcanzó.

La placó con virulencia y se echó a horcajadas sobre ella. Intentó retenerla con la espalda contra la calzada, pero la infectada se removió, torciendo aún más su brazo herido en la dirección en la que no estaba diseñado para girar, y le brindó un manotazo en plena cara, dibujándole dos marcas con las uñas en la mejilla. Morgan se disponía a devolverle el golpe e hincar sus dientes en la carne blanda de su cuello, en el que latía aquél preciado líquido, cuando sintió un pequeño retortijón en el estómago que le hizo parar. Acercó la cara a su pecho, mientras la infectada seguía revolviéndose, tratando por todos los medios de quitárselo de encima, y notó un olor demasiado familiar, que le obligó a suavizar su abrazo, permitiendo a la infectada liberarse al fin y ponerse de nuevo en pie.

Era el mismo olor de la sangre que había probado el día de su renacimiento, su propia sangre infectada, que tanto le afectó al estómago, haciéndole vomitar hasta quedar extenuado. Su instinto cazador le imploraba que no dejase escapar su presa, no después de haber tenido que esperar tanto hasta conseguir una nueva oportunidad, pero al mismo tiempo su instinto de supervivencia le decía que la carne y la sangre de esa mujer eran venenosas, y que si se alimentaba de ella acabaría pagándolo muy caro. Se impuso el instinto de conservación, y Morgan no trató de alcanzarla de nuevo.

La infectada se plantó delante de él, arrodillado en el suelo, y comenzó a blasfemar incoherencias al tiempo que le pateaba las costillas con fuerza. Morgan se dejó hacer, ignorando por completo un dolor que ni siquiera sentía, aún sin ser capaz de comprender su propio instinto. Cayó de lado al suelo con unos de los golpes y se hizo un ovillo, con los ojos bien abiertos mirando, aún sin ver, el final de la calle en la que se encontraban. No comprendía nada, ni siquiera su propia reacción, y estaba en estado de shock.

La infectada tardó cerca de un minuto en cansarse de golpearle, y llegó un momento en el que sencillamente paró, se dio media vuelta, y continuó su camino tranquilamente, como si nada hubiese pasado. Morgan se mantuvo tirado en el suelo hasta que, media hora más tarde, comenzó a amanecer. Ese cambio le indicó que había llegado el momento de buscar cobijo.

Esa noche tampoco pudo llevarse nada al estómago, y acabó refugiándose del envite de la luz solar en el interior de un contenedor  de basura orgánica.

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