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Velero Nueva Esperanza, a un kilómetro del islote Éseb
15 de abril de 2009
La silueta del islote se empezaba a desdibujar en la lontananza. Cada vez resultaría más complicado distinguirla en el horizonte marino que en unos pocos minutos lo habría engullido todo. El viento era favorable, y Bárbara lo tomó como un buen augurio para la aventura que recién acababan de comenzar. Tan solo habían tenido que izar las velas y el barco comenzó a alejarse de Iyam a toda velocidad, de vuelta a la península.
La decisión no había sido sencilla, pero después de todo, se sentía satisfecha y orgullosa de haberla tomado, más después de haberla postergado durante tanto tiempo. El bebé que crecía en su interior merecía nacer y crecer en las mejores condiciones, al menos las mejores que ella pudiera darle, dadas las circunstancias, y ella haría todo lo que estuviera en su mano para ofrecérselo.
Pese a que lo habían hablado en más de una ocasión, y en más de doce ocasiones, la de aquella mañana, por algún motivo que ninguna de las dos alcanzaría a comprender pasadas unas horas, acabó fraguando en una iniciativa que las llevó de vuelta al barco que las había traído hasta ahí, aunque lamentablemente, con algo menos de compañía. Habida cuenta que utilizaban el barco de almacén, preparadas para una partida rápida si ocurría cualquier eventualidad indeseada, no les costó mucho llevar de nuevo a bordo del mismo los pocos enseres y alimentos que tenían en el islote antes de levar el ancla y abandonar definitivamente el lugar que había sido su hogar durante más de dos meses.
Era tal el nivel de hastío y la sensación de encarcelamiento a la que habían sido sometidas todo ese tiempo, que ambas estaban excepcionalmente animadas ante la perspectiva de esa nueva aventura, y no hacían más que preguntarse a sí mismas por qué no lo habían hecho antes. En gran medida, la respuesta a esa pregunta podía verse motivada por el hecho que hacía más de dos meses que no veían a un solo infectado, y su recuerdo era ahora algo vago y difuminado. Al fin y al cabo… ¿no habían sobrevivido a todos y cada uno de los que se les habían puesto por delante? ¿Por qué debía ser esta vez diferente al resto?
Zoe estaba algo triste, porque Ernesto no había querido venir con ellas, por más que ella había insistido a Bárbara, hasta que ésta acabó dando su brazo a torcer. Lo habían llegado incluso a subir en el barco, pese a que el ave no era muy amiga de que la manosearan. Todo apuntaba a pensar que había aceptado de buen grado ese nuevo reto en compañía de las dos mujeres, pero el azulón acabó por alzar el vuelo cuando ya se habían alejado unos cientos de metros de tierra firme. Había aprendido a volar magníficamente las últimas semanas.
Zoe y él se habían hecho muy amigos los últimos meses, y el ánade la seguía a todos lados, pues ésta siempre estaba dispuesta a darle de comer miguitas y sobras de todo cuanto cocinaban, y el animal no era tonto. Ella, en ausencia de niños de su edad o siquiera alguien más que Bárbara con la que matar el aburrimiento, se había hecho muy amiga del animal, y pasaba muchas horas con él al cabo del día. Por ello le sentó tan mal vele alzar el vuelo y volver a la tierra que le había visto nacer.
BÁRBARA – No estés triste.
Zoe levantó la vista. Ambas estaban en la cubierta del barco, viendo empequeñecer por momentos a Éseb. A esa distancia ya no eran capaces de distinguir a Ernesto en la distancia, aunque ambas estaban convencidas que había conseguido volver a tierra firme, y andaría paseándose por la orilla, como tanto le gustaba. La niña tomó aire y lo expulsó lentamente, aún con aquél rictus de tristeza en el rostro.
BÁRBARA – El sitio al que vamos es peligroso, y él… estará mucho más seguro aquí. Además… estoy convencida que lo encontramos cuando volvamos.
La niña levantó la mirada, y la cruzó con la de Bárbara. La profesora había aprendido a normalizar el color de sus ojos, y a esas alturas, tras tanto tiempo de convivencia en exclusiva con la pequeña de la cinta violeta en la muñeca, le hubieran sorprendido más unos ojos azules que aquellos de intenso color carmesí. Zoe asintió, y volvió a dirigir la mirada hacia el islote.
Bárbara también tenía motivos para estar triste. De la misma manera que le pasara a Guillermo al abandonar Nefesh, cuando tuvo que despedirse a toda prisa de su difunto hijo, la profesora también dejaba ahí una parte muy importante de su pasado. Esa mañana se había despertado especialmente pronto, y había pasado más rato del habitual conversando con aquella protuberancia en la arena. No obstante, no había llegado a despedirse de él al partir. Tan solo le había ofrecido un ligero asentimiento de cabeza al dirigirse al bote de remos, asumiendo de algún modo que quizá jamás volverían a conversar, aunque fuese de aquél modo tan peculiar que Bárbara había encontrado para apaciguar sus demonios interiores.
No por premeditado el plan era menos peligroso. La idea era la de acercarse a la costa, y tras comprobar que ésta era segura, anclar el barco a una distancia prudencial de la misma y acercarse con el bote de remos para aprovisionarse de todo cuanto necesitarían para cuidar del bebé: desde ropa, pasando por pañales, alimentos y medicinas. Ahí no se les había perdido nada más. Tan pronto lo consiguieran, volverían sobre sus pasos y se harían fuertes de nuevo en Éseb. Quizá fueran vulnerables ante los bándalos, pero al menos ese lugar estaba al cien por cien libre de infectados, y ese era un factor que no podían pasar por alto.
En un primer momento pensaron en volver a Nefesh, pero ambas lo descartaron. Al fin y al cabo, la isla estaba infectada, como el resto del mundo, y habida cuenta que aún tardarían más en llegar ahí que a la península, la respuesta vino por sí sola. Habían muchos interrogantes en el aire y, aunque ambas se esforzaban por ignorarlo, las dos estaban asustadas por lo que podía ocurrir una vez volvieran a un lugar reclamado por la infección, pero ambas estaban convencidas de que hacían lo correcto, y con ese espíritu pusieron rumbo a ese nuevo destino incierto.