3×1248 – Ataúd

Publicado: 23/12/2019 en Al otro lado de la vida

1248

 

Cementerio de Sheol

28 de septiembre de 2008

 

Aquél hombre caminaba demasiado deprisa para el gusto de Guillermo. No era más que un anciano andando a una velocidad bastante baja mientras empujaba la camilla sobre la que descansaba el cadáver de su hijo por un terreno poco o nada preparado para ese tipo de ruedas, pero Guillermo le detestó por ello. Deseaba con todas sus fuerzas parar el tiempo, o mucho mejor, echarlo atrás y poder enmendar tantos errores como había cometido.

Sabía que el final de ese corto trayecto por el cementerio, rodeado de aquella espesa niebla, sería definitivo; que una vez llegasen a donde quiera que aquél hombre les estuviese guiando e hicieran lo que pretendían hacer, el vínculo que tenía con su hermana desde que ésta naciese se rompería para siempre. Y eso le destrozaba el espíritu. No sabía si estaba preparado para pasar por eso otra vez, tan pronto.

Inexorablemente acabaron llegando al lugar donde el anciano tenía preparados sendos ataúdes. Se trataba de un pequeño claro rodeado de altos cipreses, una encrucijada de varios caminos de tierra desde la que se podía llegar a cualquier extremo del cementerio. Desde ahí se podía intuir en la lontananza neblinosa la excavadora de alquiler de la que le había hablado el anciano, como si se tratase de la cabeza y el cuello de un brontosaurio que se hubiese equivocado de milenio. Muchas de las lápidas que les rodeaban ostentaban grandes ramos de flores ya marchitas, y estaban cubiertas de musgo por el flanco que nunca iluminaba el sol.

Uno de los ataúdes descansaba sobre una gran caja de hormigón. Estaba algo sucio de tierra por fuera, pero en muy buen estado. Guillermo enseguida lo reconoció. Lo reconoció principalmente porque había sido él el que lo había escogido, el que lo había pagado, y el que lo había desenterrado: era el ataúd con el que habían dado sepultura a José, a su padre. Desconocía cómo había llegado hasta ahí, aunque tenía sus sospechas. El autor de ese hurto estaba igual de muerto que su hermana, y muy cerca de ella: su cuerpo descansaba sobre una camilla.

El otro ataúd estaba justo delante. Era muy parecido al de José, prácticamente idéntico, pero ese no había sido usado jamás. Las ruedas de la camilla no funcionaban demasiado bien ahí tampoco, sobre la verde capa de hierba que rodeaba aquella estructura de hormigón. Pedro dio un último empujón y dejó la camilla junto al ataúd que había en el suelo. Guillermo miró en derredor. Todo estaba excepcionalmente tranquilo, y eso le puso aún más en tensión.

PEDRO – Puede dejar a su hermana en ese ataúd de ahí.

Guillermo siguió la sugerencia del anciano, y posó con suavidad a Bárbara sobre el ataúd, con aquél mullido acolchado. Librarse de esa carga fue al mismo tiempo un alivio y una penitencia. Observó a su hermana una vez más. Parecía dormida: daba la impresión que pudiera despertar de un momento a otro, y ello hacía que todo resultase aún más doloroso.

Guillermo le dio un beso en la mejilla a Bárbara, y cerró con suavidad el ataúd, consciente que sería la última vez que la vería.

GUILLERMO – ¿Quiere que le ayude a colocar a su hijo en…?

Guillermo señaló al ataúd que descansaba sobre el césped.

PEDRO – ¡¿Ahí en el suelo?!

Guillermo levantó los hombros, en señal de incomprensión. No veía el problema, aunque para el anciano eso parecía poco menos que una herejía.

PEDRO – No, no, no. Ayúdeme si es tan amable, por favor. Colocaremos el ataúd encima.

GUILLERMO – ¿Encima de qué?

PEDRO – Encima del otro, por el amor de Dios.

Guillermo frunció el ceño. No le hacía mucha gracia la idea, pero era consciente que ese teatrillo no se demoraría mucho, de modo que le hizo caso. En esos momentos lo último que le apetecía era discutir. Entre los dos, y con más que evidente dificultad por parte del anciano, debido a su dilatada edad, finalmente consiguieron colocar el ataúd vacío sobre el que contenía el cuerpo sin vida de Bárbara. El anciano se disponía a coger a su hijo, con los ojos inusualmente húmedos, cuando Guillermo se le adelantó.

GUILLERMO – Ya me encargo yo. Si no… si no le es molestia.

El anciano asintió, agitando la cabeza. Hubiera preferido hacerlo él, pero lo había pasado muy mal para subir el ataúd, y no se veía con fuerzas para ello. Guillermo acababa de dejar el cadáver dentro del ataúd cuando los ojos del viejo se abrieron como platos. Guillermo incluso se asustó, y miró en derredor a toda prisa, temiendo encontrar a un infectado.

PEDRO – ¡Ay! Espere. Es que me he dejado… Se me ha olvidado algo. ¡Maldita cabeza!

El anciano suspiró, evidentemente frustrado. Guillermo también suspiró. Pensó incluso en amonestarle verbalmente por el susto que le había dado, pero prefirió dejarlo estar.

PEDRO – Es algo muy importante. Lo tengo en… en… no tardo nada. ¿Me esperará?

Guillermo frunció el ceño de nuevo, pero asintió. Pedro se internó en la niebla, caminando a paso ligero llevándose consigo la camilla, y pronto desapareció a ojos de Guillermo. Aquél hombre le gustaba cada vez menos, y ahora que ya no le necesitaba para nada, se había convertido en una carga que no haría más que retrasarle, y eso le ponía de muy mal humor.

La espera resultó toda una tortura para Guillermo. Solo en mitad de aquella encrucijada de caminos, sin poder ver cuánto le rodeaba más que a unos pocos metros a la redonda, no podía evitar sentirse increíblemente indefenso y vulnerable. A cada momento creía escuchar un susurro o unas pisadas en la distancia. Tenía el corazón desbocado.

Pedro tardó unos diez minutos en volver, muchos más de los que la paciencia de Guillermo parecía dispuesta a tolerar. Pero lo hizo. Guillermo notó que algo no andaba del todo bien al ver cómo caminaba. El anciano se quedó parado a unos cuatro metros de él, con la cabeza ligeramente encorvada. Pese a la niebla que todo lo rodeaba, Guillermo distinguió con meridiana claridad el insano color rojizo de sus ojos.

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