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Estación petrolífera abandonada
6 de septiembre de 2008
MANUEL – No te estoy engañando. Por el amor de Dios, Sam. Lo he visto con mis propios ojos. Estaba… Todo… Todavía estoy temblando. Tendrías que haberlo visto… Era todo tan… No parecía él mismo.
SAMUEL – No me vas a tomar el pelo otra vez, Manolo. Que hace mucho tiempo que nos conocemos. Antes te lo currabas más.
MANUEL – Si no me vas a tomar en serio, cambio y corto. Te estoy hablando de algo muy importante. Lo más importante que ha pasado… nunca. No te lo tomes a broma.
SAMUEL – No te enfades, hombre. Venga, va. Pon aquella canción tan larga que pusiste la última vez. Esa que me gustó tanto. ¿Cómo se llamaba?
MANUEL – Que no estoy yo para canciones ahora, Sam. ¡Los jodidos muertos se están levantando! No se habla de otra cosa en ningún sitio. ¿Es que no lo entiendes?
SAMUEL – Uh. Pues ten cuidado que no te vayan a chupar la sangre.
MANUEL – ¿Sabes lo que te digo? Mira. ¡Vete a tomar por sa…!
El joven negro escuchó el inconfundible ruido de la estática y se sorprendió. Estaba convencido de que Manuel pretendía tomarle el pelo, como había hecho tantas veces con anterioridad. Aunque a decir verdad, el tema central de sus bromas nunca había sido de tan mal gusto como en esta ocasión. No le dio mayor importancia, pensando que se trataría de una estrategia para dar credibilidad a su ridícula teoría de que había visto a su vecino comiéndose su propio gato en el jardín de atrás. Pronto volvería a llamarle y se echarían unas risas. Quizá incluso haría ver que le creía, para ver hasta dónde estaba dispuesto a llegar con la broma.
Samuel idolatraba a Manuel. Él era la razón por la que no había perdido definitivamente el juicio en los más de dos años y medio que llevaba viviendo en la más absoluta de las soledades en el que ya era, por más que le pesase, su hogar. Su encuentro no fue más que el fruto de una equivocación, un día en el que la desesperación de saberse solo le hizo encender la radio, algo diametralmente opuesto a sus convicciones, hacía ya unos meses. Ambos necesitaban compañía con urgencia, y enseguida se convirtieron en buenos amigos, pese a que apenas tenían nada en común.
Manuel era un hombre de sesenta años, viudo. Perdió a su mujer y a sus dos hijas en un accidente de tráfico hacía ya más de veinte años, y desde entonces se había convertido en una persona reservada y huraña. Su cuñado le regaló una estación de radioaficionado por su cincuenta cumpleaños, y pese a su celo original, pronto empezó a darle uso. Para su sorpresa, ese aparato acabó convirtiéndose en una pieza fundamental de su vida. Así fue como conoció a Samuel, y pronto las llamadas esporádicas se convirtieron en largas conversaciones, más bien monólogos, en los que Samuel paladeaba cada palabra como si fuera un regalo del cielo. No en vano había pasado casi dos años sin escuchar más que su propia voz.
El joven negro, no obstante, jamás le brindó a Manuel su propia historia, por miedo a las represalias que ello pudiera acarrear. No había nada que quisiera más que abandonar la estación petrolífera y volver a la civilización. Pero temía no recibir una buena acogida después de haber pasado tanto tiempo a solas, pero y temblaba ante la idea de que le relacionaran tanto con la muerte de su padre o del que fuera su amigo, como con los negocios turbios del primero. Manuel respetó su decisión, y de ese modo ambos obtuvieron lo que necesitaban.
Manuel era la única persona con la que Samuel mantenía contacto, pese a que en más de una ocasión, ahora que ya conocía el funcionamiento de la radio, recibió llamadas desde otras frecuencias. Su mayor miedo era que le encontrasen y le hicieran pagar por sus pecados, tanto los propios como los que le dejó su padre en herencia, y por ello se mostró siempre excepcionalmente cauto. Con Manuel, no obstante, era diferente, y aunque estaba convencido que él jamás le delataría, su instinto le impidió explicarle dónde estaba ni qué le había llevado ahí.
Samuel esperó varios minutos a que su amigo volviera a contactar con él, pero la llamada no se produjo. Entonces fue él quien trató de ponerse en contacto con Manuel, pero nadie respondió a su llamada. No era la primera vez que le ocurría, y con toda seguridad no sería la última. Allá fuera, en el mundo real, la gente tenía una vida, y ello consumía tiempo, que era de lo que Samuel disponía a raudales. Lo intentó un par de veces más, y al ver que era inútil, acabó desistiendo.
En adelante, ocupó el resto de la mañana enmendando aquella arcaica red que le había brindado alimento durante meses después que las raciones deshidratadas del ejército argelino que su tío había atesorado en la estación acabasen agotándose. Pese a estar formada exclusivamente por cuanto el mar podía ofrecerle, su dieta era sorprendentemente variada. Con el paso de los años había perfeccionado el arte de la pesca, así como el de la apnea y había acabado convirtiéndose en un experto nadador y mejor buceador. Conocía el fondo marino bajo la estación como la palma de su mano, y era capaz de diferenciar entre más de un centenar de peces, aunque desconocía el nombre de uno solo.
Tras dar el enésimo remiendo a la red y colocarla de nuevo en la posición idónea para atrapar su próximo plato, intentó de nuevo ponerse en contacto con Manuel. Fracasó nuevamente, y se entristeció. Hacía varios días que no hablaban, y la anterior conversación, además de resultar confusa y errática, había sido mucho más corta que de costumbre. Durante las horas que siguieron a la merienda, Samuel llegó incluso a plantearse si realmente Manuel no le estaba tratando engañar, pero enseguida desechó esa posibilidad. ¿En qué cabeza cabía que los muertos volviesen a la vida a comerse a los vivos? El mundo real no era una mala película de serie B.