1249
Cementerio de Sheol
28 de septiembre de 2008
Guillermo no intentó razonar con Pedro: sabía perfectamente que no serviría de nada. El hombre que tenía frente a sí ofrecía el aspecto del anciano que le había traído hasta ahí, cuyo hijo descansaba sobre el ataúd abierto que tenía a su vera, pero no era más que la carcasa, un envoltorio que ahora contenía un ser maligno y ávido de sangre. Pedro había muerto.
Qué había ocurrido durante su ausencia, era algo que se escapaba a su conocimiento, pero ahora no era el momento para elucubraciones. Guillermo no dio tiempo a Pedro a tomar la iniciativa, y comenzó a correr en dirección opuesta al infectado, tan rápido como se lo permitieron sus piernas, dejando atrás, con todo el pesar de su corazón, a su difunta hermana.
Pedro comenzó a perseguirle al tiempo que gritaba incongruencias, evidentemente rabioso al ver que su presa ofrecería resistencia. Corría a una velocidad insana, incompatible a todas luces con su edad y su complexión física. Parecía más bien un atleta disfrazado de viejo, y Guillermo temió que su superioridad física no fuera suficiente para dejarle atrás.
Corrió y corrió, tanto como se lo permitieron sus piernas, envuelto en aquella niebla que no le permitía saber hacia dónde se dirigía. En más de una ocasión tuvo que dar un bandazo imprevisto al encontrarse de frente contra un muro, pero por más que se esforzaba, no era capaz de dejarle atrás. Aquél engendro parecía dispuesto a perseguirle hasta el mismísimo infierno.
Corría desesperadamente por uno de aquellos caminos de tierra, que a esas alturas le parecían todos iguales, cuando se encontró de frente con otra persona. Se trataba de un chico joven. El hermano de Bárbara sintió alivio durante un breve instante, antes de darse cuenta que se había dado de bruces contra otro infectado.
Aquél chico tenía el torso desnudo y el pecho teñido de rojo, delator de la sangre que había brotado de su boca la última vez que se alimentó. Poco imaginaba Guillermo que él había sido el verdugo de quien ansiaba ser su propio verdugo. El factor sorpresa jugó, y mucho, a favor de Guillermo, que pudo fintar hacia un lado justo a tiempo de evitar que el manotazo del infectado le derribase.
Seguir corriendo era su única opción, pero Guillermo, a esas alturas, sabía que ya estaba muerto. Despistar a un infectado que le estuviera persiguiendo era una tarea harto complicada. Despistar a dos, una quimera inalcanzable, más cuando Guillermo estaba ya exhausto por el sobreesfuerzo. Sin embargo, su instinto de supervivencia aún era demasiado intenso, y siguió adelante. Ya no había nada que perder.
No habría dado ni una docena de zancadas cuando de nuevo, entre la niebla, vio una tercera silueta. Temió que se tratase de otro infectado, y se desvió un poco, pero al escuchar la dulce voz de aquella muchacha, no le cupo la menor duda de lo que debía hacer. Era una chica joven, de la edad y la estatura de su hermana. Vestía unas deportivas blancas con un pantalón violeta y una camiseta roja. Sus ojos eran dos océanos de intenso azul.
Guillermo se abalanzó hacia la chica, la agarró por los hombros y la tiró con violencia al suelo en dirección a los infectados que le pisaban los talones. La joven gritó tanto por el susto como por el dolor del impacto contra el suelo terroso. Guillermo siguió a la carrera. Ya estaba muy próximo a la entrada. Tan solo doscientos metros le separaban de ella.
Su vil e improvisado plan había surtido efecto. Un instante antes que la niebla les engullera a los tres, el hermano de Bárbara vio, al mirar hacia atrás, cómo el infectado joven, el del torso desnudo, se abalanzaba sobre la joven y comenzaba a golpearla con saña en la cara. El alivio que sintió fue extremadamente efímero, pues de entre la niebla vio aparecer de nuevo a Pedro, que no parecía tener el menor interés en el dulce cebo que él les había regalado.
Guillermo pasó junto al edificio principal a toda prisa en su huida a la desesperada. Por un momento se vio tentado a entrar y guarecerse del peligro, pero luego recordó cómo Pedro había echado la llave cuando ambos salieron, y pese a que para reunirse con él lo único que debía hacer era quedarse quieto unos segundos, no estaba para nada dispuesto a recuperarla, de modo que siguió adelante.
Si Pedro no le había alcanzado a esas alturas, era porque el huésped de la infección era un anciano de noventa y dos años, y la infección tampoco podía hacer milagros. Exhausto, Guillermo finalmente llegó al portón de entrada y cerró tras de sí con un portazo tan fuerte que hizo rebotar la puerta, dejándola medio abierta, llenando el silencio reinante con el sonido del metal retumbando en el aire. Ya no se oían de fondo los gritos suplicando clemencia de aquella joven.
Pedro se escabulló por el hueco entre ambas puertas, dispuesto a acabar con Guillermo, pero lamentablemente, por esos entonces el hermano de Bárbara ya había entrado en su coche y había cerrado a conciencia las puertas, frustrando así sus anhelos homicidas.
El anciano comenzó a golpear las lunas del Audi de Guillermo, gritando incongruencias en un tono de voz a todas luces excesivo, exigiéndole que saliera. El ruido atrajo a otro infectado. Se trataba de un crío, de no más de diez años. Podría haber sido perfectamente un compañero de clase de su hijo. Guillermo cerró los ojos por un momento, tratando de poner en orden sus ideas, mientras ambos infectados golpeaban los cristales con saña.
Pese a que se le rompía el alma por no haber podido acabar lo que había empezado, estaba convencido que ya no podría hacerlo. Volver a entrar al cementerio a darle sepultura a su hermana era algo que se escapaba por completo a sus posibilidades, siempre y cuando tuviera la intención de volver con su hijo. Fue el recuerdo de Guille el que le acabó de convencer. Al fin y al cabo, ya no podía hacerse nada más por Bárbara.
GUILLERMO – Adiós, Barbie.
Guillermo puso en marcha el coche y se alejó del cementerio a toda velocidad, quemando rueda, y dejando a los infectados extremadamente frustrados y disgustados, minutos antes que su hermana resucitase.