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EPÍLOGO

Publicado: 24/12/2019 en Al otro lado de la vida

EPÍLOGO

 

 

De camino al barrio de Bayit de la ciudad de Nefesh

30 de marzo de 2017

 

BÁRBARA – Estoy cansada, tata.

Zoe se acomodó la pesada mochila a la espalda y miró a su hermana pequeña.

ZOE – Ya no queda casi nada, cariño, estamos a punto de llegar. Aguanta un poquito más, va.

Bárbara asintió, y continuó caminando junto a Zoe por aquella sinuosa carretera que parecía interminable. Sostenía entre sus jóvenes manos aquél viejo conejito de peluche de largas orejas que la había acompañado desde el mismísimo día de su nacimiento. Su cabellera era morena, pero tenía el pelo igual de largo y lacio que su madre, cuando Zoe la había conocido.

El trayecto de vuelta a Nefesh no había sido en absoluto sencillo. La decisión de aventurarse en esa ambiciosa empresa había sido una de las más complicadas que Zoe había tomado jamás. La vida en la masía, en la periferia rural de Sheol, era tranquila. Y segura. Ahí tenían todo lo que necesitaban para sobrevivir, pero para Zoe nunca había sido suficiente. Y no precisamente por ella, sino por la pequeña Bárbara.

En la península todo parecía muerto. A esas alturas apenas se veían infectados, y los que se cruzaban en sus caminos estaban en tan mal estado físico que Zoe sentía más lástima que miedo por ellos. Hacía años que no veían a nadie sano, y ello la estaba volviendo loca. Ella quería ofrecer un destino mejor a su hermana. Quería ofrecerle algo más que su única compañía y alguien que le pudiese enseñar más cosas de las que ella sabía. Zoe era muy insegura a ese respecto, pues su formación había acabado prematuramente con escasos diez años, por más que ahora ya era prácticamente mayor de edad.

No se habían cruzado con absolutamente nadie desde que dejasen anclada Nueva esperanza en la ensenada de donde habían sacado el barco en primera instancia. Era el lugar más próximo que Zoe conocía a Bayit desde el que poder arribar a tierra firme haciendo uso del bote. Lo hicieron desde la playa, hacía un par de horas, y el zigzagueo por la carretera de los acantilados había sido bastante tenso, pese a que no encontraron ningún tipo de hostilidad.

Tan pronto la muralla de Bayit se vislumbró en la lontananza, Zoe comenzó a sentir una miríada de sentimientos contradictorios en su interior. En su momento había afirmado que jamás volvería ahí. De ahí había sido expulsada, y por culpa de sus pretéritos habitantes se había quedado sola en el mundo, al cargo de un bebé al que tuvo que cuidar desde su mismísima concepción. Por fortuna, la ira y el resentimiento no tenían cabida en aquella joven mujer llena de vitalidad y ambición.

Finalmente llegaron a su destino. Zoe llevaba el anillo de Bárbara al cuello, enhebrado en un collar de tela, como si de un colgante se tratara. Lo cogió y lo envolvió con su mano izquierda. La derecha sostenía la manita de su hermana. La pequeña Bárbara miraba en derredor, asombrada. Sobre el baluarte reconstruido había un chico negro, de unos veinte años. Zoe no tardó ni un instante en reconocerle. Él había estado escuchando música hasta ese momento, pero tan pronto la vio, se quitó los auriculares.

ZOE – ¡Samuel!

SAMUEL – ¡Dios santísimo! ¿Zoe, eres tú?

Samuel parecía no dar crédito a lo que le decían sus ojos. Zoe le vio desaparecer por el baluarte. Instantes después apareció tras la valla del colegio, y las guió hacia la entrada trasera, permitiéndoles el acceso al recinto. El patio del colegio estaba vacío y en silencio. Un par de balones abandonados destacaban sobre el suelo de cemento al que la vegetación no había ganado el terreno. Zoe desconocía que ello era debido a que era sábado, y que durante la semana, cuando la escuela estaba en funcionamiento, hervía de vida.

SAMUEL – Me alegra muchísimo saber que… que estás bien.

Samuel trató de mostrarse indiferente, pero Zoe era consciente que estaba algo intimidado por el color de sus ojos. Ella sabía a qué se exponía acudiendo ahí con los ojos descubiertos, pero no quería ocultarlos tras unas gafas de sol o unas lentillas de colores, no si pretendía ser aceptada como una más. Si pretendía quedarse a vivir ahí con Bárbara, deberían aceptarla tal como era.

SAMUEL – ¿Venís…? ¿Venís solas?

Zoe asintió.

ZOE – Sí. Solo estamos ella y yo. Ella es la hija de Bárbara. También se llama Bárbara.

Samuel, que era mucho más alto que ellas, se agachó ligeramente para ponerse a la altura de la niña morena, mostrando una amplia sonrisa de níveos dientes enfatizada por el oscuro color de su piel.

SAMUEL – Hola. Yo soy amigo de tu…

ZOE – Hermana. Somos hermanas.

Samuel asintió. No necesitaba más explicaciones, y tampoco las pediría, al menos no ahora. La niña le dio dos besos, uno por mejilla.

SAMUEL – Venid, venid. Acompañadme.

Samuel las guió hacia el Jardín, al que ahora llamaban Huerto. Ahí sí había gente. Mucha más gente de la que Zoe hubiera podido imaginar. Algunos les miraban, más curiosos que intimidados por su presencia. Otros tantos se limitaban a trabajar con ahínco en los muchos cultivos que había a lado y lado del camino que llevaba al corazón del barrio, flanqueado por aquellos bellísimos y majestuosos cerezos en flor, que era hacia donde Samuel las estaba dirigiendo. Zoe distinguió también pequeños recintos vallados en los que un montón de gallinas campaban a sus anchas.

El joven negro las dirigió hacia el lugar donde antaño se encontrase el taller mecánico, que ahora se había convertido en una mera pasarela cubierta que daba acceso directamente a la calle que desembocaba, a través de un enorme portón abierto de par en par, a la calle larga en cuya construcción Zoe había participado en un tiempo que de tan lejano, parecía incluso irreal.

Ambas hermanas se quedaron boquiabiertas al ver lo que aquella larga calle albergaba. El lugar hervía de vida. Había locales abiertos donde no paraba de entrar y salir gente, personas de todas las edades y procedencias charlando por doquier, regando las plantas en los balcones, paseando tranquilamente por las aceras y la calzada: no había rastro alguno de los muchos coches abandonados que ella recordaba de la última vez que pasara por ahí. La Bayit en la que habían soñado, parecía haberse vuelto realidad. Zoe se sintió satisfecha al comprender cuál había sido el destino de quienes habían tenido que huir del islote Éseb.

Zoe vio un perro muy familiar, y mucho más grande de lo que ella recordaba, desaparecer tras una esquina persiguiendo a un niño que parecía estar pasándoselo en grande jugando con él. Se sentía enormemente reconfortada al ver que la vida en Bayit había seguido su curso. Su mayor temor al aventurarse en ese viaje era encontrar el lugar vacío y muerto, carente de rastro de sus antiguos moradores.

SAMUEL – Bienvenidas a Bayit.

Zoe distinguió a Christian en la distancia. Tenía el pelo muy largo, tan largo como lo llevara Fernando antes de fallecer. Estaba de espaldas a ella, charlando con alguien a quien Zoe no conocía. Se sorprendió y se alegró al notar que no le guardaba rencor, y estaba más que dispuesta a correr en su dirección y darle un fuerte abrazo, cuando una niña pequeña, de la edad de Bárbara, se acercó a ella, tímida pero al mismo tiempo decidida.

EUROPA – ¿Quieres venir a jugar?

Bárbara miró a Zoe, sin saber qué responderle. La niña estaba fuera de sí al ver tanta gente a su alrededor. Se había criado a solas con Zoe, y ese nuevo contexto le estaba resultando muy chocante, pero al mismo tiempo excitante e increíblemente atractivo.

SAMUEL – Es la hija de Nuria.

ZOE – ¿Nuria sigue viva?

Samuel meneó a lado y lado la cabeza.

SAMUEL – No. Nuria… murió en el parto, pero su hija nació sana. Ninguno dábamos crédito. La cuidamos entre todos, aunque vive con Carla y con Josete.

Zoe parecía sorprendida. Se maldijo por no haber tomado antes la decisión de volver a la isla. Bárbara tiró de la manga de la camiseta que Zoe llevaba puesta.

BÁRBARA – ¿Puedo?

ZOE – Claro. Claro que sí, cariño.

Bárbara y Europa se alejaron, charlando amistosamente entre ellas, como si se conocieran de toda la vida. Zoe mostraba una sonrisa sincera en el rostro, sorprendida y satisfecha por la facilidad con la que Bárbara había hecho una nueva amiga. Bárbara tendría el destino que se merecía. No cabía duda que ese sería el nuevo hogar para ambas que ella tanto había soñado. Zoe respiró aliviada, sabiendo que había tomado la decisión correcta.

 

 

4 de enero de 2015

19 de diciembre de 2019

FIN DE LA TRILOGÍA

3×1250 – Odisea

Publicado: 24/12/2019 en Al otro lado de la vida

AL OTRO LADO DE LA VIDA

La muerte sí es el final

1250

 

Cementerio de Sheol

28 de septiembre de 2008

 

Bárbara despertó sobresaltada, tomando una gran bocanada de aire que le provocó una arcada. Estaba tumbada de espaldas sobre algo mullido. No obstante, le dolían todos los huesos y las articulaciones, y acarreaba una gran jaqueca. Ignoraba dónde estaba y dedujo que se encontraría en algún lugar cerrado, puesto que no podía ver nada. Empezó a sentirse incómoda y decidió salir, pero al tratar de incorporarse se golpeó la frente contra algo duro y cayó de nuevo sobre esa especie de colchón que, por otra parte, era muy cómodo. Trató de mantener la calma pero le resultó imposible. Quería salir de ahí, y quería hacerlo cuanto antes.

Levantó las manos y tanteó arriba y a los lados, encontrando una frontera en todas las direcciones posibles, hasta darse cuenta que estaba encerrada en una especie de caja hecha a la medida de su cuerpo. No tardó mucho en darse cuenta de que la habían metido en un ataúd. Entonces empezó a ponerse nerviosa de verdad. Trató de recorrer con la mente todo lo que había hecho antes de perder el conocimiento.

En su interior empezó a tomar fuerza la idea de que estaba enterrada, a al menos dos metros bajo tierra, y que jamás podría escapar, que enseguida se le acabaría el oxígeno y se ahogaría, enterrada en vida. Eso acabó por destrozarle los nervios. La angustia y el miedo empezaron a hacer mella en su ya maltrecha estabilidad emocional, y comenzó a golpear con fuerza y sin mesura la tapa del féretro que la contenía. Muchos fueron sus esfuerzos, mucho el daño que se hizo en los nudillos, pero todo resultó inútil. Colocó las palmas de las manos en la tapa y empujó con todas las fuerzas que le quedaban, pero el resultado fue el mismo.

Empezó a respirar agitadamente, presa del pánico, tratando de alejar de su mente la inevitable imagen de su muerte, y se dio media vuelta. Al hacerlo vio que de la esquina inferior del cajón de madera emergía un leve hilito de luz, proveniente del exterior. Ese simple dato le dio fuerzas para seguir luchando cuando ya prácticamente se había abandonado a la consternación. Creyó que tal vez no fuera demasiado tarde para salir de ahí. Volvió a dar media vuelta, notando cada vez más pequeñas las dimensiones, sintiendo una extraña sensación, como si el espacio que la albergaba se hiciese cada vez más pequeño. La claustrofobia empezaba a filtrarse por sus poros.

La mandíbula y las manos comenzaron a temblarle y empezó a sentir frío en la punta de todos sus dedos. Luchó una vez más por abrir la trampilla que le permitiría salir al exterior y al no conseguirlo, se puso cada vez más nerviosa. Golpeó con furia y empezó a gritar sin control, pidiendo ayuda desesperadamente, confiando que alguien, que alguien sano, la oyera y fuese en su ayuda. Sabía que así tan solo conseguiría atraer a quien no era bienvenido, pero eso ya le daba igual, no quería morir ahí dentro. Prefería salir aún a sabiendas que dentro estaría más segura y tendría una muerte más digna que la de muchos que la precedieron desde que empezó esa pesadilla.

Todo esfuerzo fue en vano. El llanto siguió a los gritos, y los golpes se fueron haciendo cada vez más débiles, a medida que se iba abandonando al pesimismo, con una convicción cada vez más clara de que esa sería su tumba. Acabó por dejar de golpear la tapa y notó cómo se le secaban las lágrimas que habían corrido por su piel hasta mojar el interior de sus orejas. Fue relajándose poco a poco hasta que consiguió que su agitada respiración se transformase en un ligero silbido. Consiguió tranquilizarse por unos minutos, limitarse a pensar, intentando no dejarse llevar por el pánico otra vez, pero todo esfuerzo parecía inútil.

Entonces se dio cuenta de que estaba inmersa en el más absoluto silencio. Desde que despertase hacía ya casi media hora, no había oído absolutamente nada. Fue el contraste el que la hizo percatarse, al oír un ruido lejano que la devolvió rápidamente al mundo real. Aguantó la respiración por unos segundos para oír mejor, y acabó determinando que se trataba de un ladrido. Dondequiera que estuviese había un perro, y si ese maldito perro había conseguido sobrevivir al éxodo, ella no tendría por qué ser menos. Se quedó escuchando unos segundos más, pero ya no había rastro alguno del ladrido. Empezó a creer que lo había imaginado.

Sabía que si se quedaba quieta no conseguiría nada más que morir encerrada, de modo que decidió afrontar su destino, sin importar cuáles fueran las consecuencias. Los precedentes indicaban que no conseguiría nada empujando la tapa, hasta ahí había llegado su entendimiento de la situación, de modo que trató de buscar una alternativa, aunque pareciese imposible dadas las circunstancias. Empezó a golpear con los hombros los lados del ataúd, tratando de impulsarse cada vez con más fuerza, sin saber muy bien lo que pretendía conseguir con ello. Los primeros golpes resultaron inútiles, pero luego ocurrió algo.

Un nuevo impulso hizo que el ataúd cediese un poco, moviéndose ligeramente hacia un lado. Tenía ya los hombros entumecidos, pero esa buena noticia la llenó de fuerzas para continuar luchando. Dio más y más golpes. La mayoría de ellos resultaban igualmente infructuosos, pero de vez en cuando sentía cómo el ataúd se movía ligeramente, lo cual aún le daba más fuerzas para seguir. Cada vez más confiada, ignorando el maltrato al que estaba sometiendo a sus hombros y sus brazos, continuó dando bandazos de un lado al otro, con mayor fuerza y convicción a cada golpe, hasta que algo la hizo parar.

Llegó un momento en el que oyó un fuerte golpe. Parecía como si algo muy pesado hubiese caído al suelo y se hubiera hecho pedazos, pero ella apenas se había movido unos centímetros. Volvió a quedarse callada, respirando agitadamente, con el corazón latiéndole a toda velocidad. Fue entonces cuando comprendió lo que había ocurrido. Una amplia sonrisa se dibujó en su ajada cara al tiempo que se disponía a dar el siguiente paso, que no sería más que el comienzo de una larga odisea.

3×1249 – Escape

Publicado: 23/12/2019 en Al otro lado de la vida

1249

 

Cementerio de Sheol

28 de septiembre de 2008

 

Guillermo no intentó razonar con Pedro: sabía perfectamente que no serviría de nada. El hombre que tenía frente a sí ofrecía el aspecto del anciano que le había traído hasta ahí, cuyo hijo descansaba sobre el ataúd abierto que tenía a su vera, pero no era más que la carcasa, un envoltorio que ahora contenía un ser maligno y ávido de sangre. Pedro había muerto.

Qué había ocurrido durante su ausencia, era algo que se escapaba a su conocimiento, pero ahora no era el momento para elucubraciones. Guillermo no dio tiempo a Pedro a tomar la iniciativa, y comenzó a correr en dirección opuesta al infectado, tan rápido como se lo permitieron sus piernas, dejando atrás, con todo el pesar de su corazón, a su difunta hermana.

Pedro comenzó a perseguirle al tiempo que gritaba incongruencias, evidentemente rabioso al ver que su presa ofrecería resistencia. Corría a una velocidad insana, incompatible a todas luces con su edad y su complexión física. Parecía más bien un atleta disfrazado de viejo, y Guillermo temió que su superioridad física no fuera suficiente para dejarle atrás.

Corrió y corrió, tanto como se lo permitieron sus piernas, envuelto en aquella niebla que no le permitía saber hacia dónde se dirigía. En más de una ocasión tuvo que dar un bandazo imprevisto al encontrarse de frente contra un muro, pero por más que se esforzaba, no era capaz de dejarle atrás. Aquél engendro parecía dispuesto a perseguirle hasta el mismísimo infierno.

Corría desesperadamente por uno de aquellos caminos de tierra, que a esas alturas le parecían todos iguales, cuando se encontró de frente con otra persona. Se trataba de un chico joven. El hermano de Bárbara sintió alivio durante un breve instante, antes de darse cuenta que se había dado de bruces contra otro infectado.

Aquél chico tenía el torso desnudo y el pecho teñido de rojo, delator de la sangre que había brotado de su boca la última vez que se alimentó. Poco imaginaba Guillermo que él había sido el verdugo de quien ansiaba ser su propio verdugo. El factor sorpresa jugó, y mucho, a favor de Guillermo, que pudo fintar hacia un lado justo a tiempo de evitar que el manotazo del infectado le derribase.

Seguir corriendo era su única opción, pero Guillermo, a esas alturas, sabía que ya estaba muerto. Despistar a un infectado que le estuviera persiguiendo era una tarea harto complicada. Despistar a dos, una quimera inalcanzable, más cuando Guillermo estaba ya exhausto por el sobreesfuerzo. Sin embargo, su instinto de supervivencia aún era demasiado intenso, y siguió adelante. Ya no había nada que perder.

No habría dado ni una docena de zancadas cuando de nuevo, entre la niebla, vio una tercera silueta. Temió que se tratase de otro infectado, y se desvió un poco, pero al escuchar la dulce voz de aquella muchacha, no le cupo la menor duda de lo que debía hacer. Era una chica joven, de la edad y la estatura de su hermana. Vestía unas deportivas blancas con un pantalón violeta y una camiseta roja. Sus ojos eran dos océanos de intenso azul.

Guillermo se abalanzó hacia la chica, la agarró por los hombros y la tiró con violencia al suelo en dirección a los infectados que le pisaban los talones. La joven gritó tanto por el susto como por el dolor del impacto contra el suelo terroso. Guillermo siguió a la carrera. Ya estaba muy próximo a la entrada. Tan solo doscientos metros le separaban de ella.

Su vil e improvisado plan había surtido efecto. Un instante antes que la niebla les engullera a los tres, el hermano de Bárbara vio, al mirar hacia atrás, cómo el infectado joven, el del torso desnudo, se abalanzaba sobre la joven y comenzaba a golpearla con saña en la cara. El alivio que sintió fue extremadamente efímero, pues de entre la niebla vio aparecer de nuevo a Pedro, que no parecía tener el menor interés en el dulce cebo que él les había regalado.

Guillermo pasó junto al edificio principal a toda prisa en su huida a la desesperada. Por un momento se vio tentado a entrar y guarecerse del peligro, pero luego recordó cómo Pedro había echado la llave cuando ambos salieron, y pese a que para reunirse con él lo único que debía hacer era quedarse quieto unos segundos, no estaba para nada dispuesto a recuperarla, de modo que siguió adelante.

Si Pedro no le había alcanzado a esas alturas, era porque el huésped de la infección era un anciano de noventa y dos años, y la infección tampoco podía hacer milagros. Exhausto, Guillermo finalmente llegó al portón de entrada y cerró tras de sí con un portazo tan fuerte que hizo rebotar la puerta, dejándola medio abierta, llenando el silencio reinante con el sonido del metal retumbando en el aire. Ya no se oían de fondo los gritos suplicando clemencia de aquella joven.

Pedro se escabulló por el hueco entre ambas puertas, dispuesto a acabar con Guillermo, pero lamentablemente, por esos entonces el hermano de Bárbara ya había entrado en su coche y había cerrado a conciencia las puertas, frustrando así sus anhelos homicidas.

El anciano comenzó a golpear las lunas del Audi de Guillermo, gritando incongruencias en un tono de voz a todas luces excesivo, exigiéndole que saliera. El ruido atrajo a otro infectado. Se trataba de un crío, de no más de diez años. Podría haber sido perfectamente un compañero de clase de su hijo. Guillermo cerró los ojos por un momento, tratando de poner en orden sus ideas, mientras ambos infectados golpeaban los cristales con saña.

Pese a que se le rompía el alma por no haber podido acabar lo que había empezado, estaba convencido que ya no podría hacerlo. Volver a entrar al cementerio a darle sepultura a su hermana era algo que se escapaba por completo a sus posibilidades, siempre y cuando tuviera la intención de volver con su hijo. Fue el recuerdo de Guille el que le acabó de convencer. Al fin y al cabo, ya no podía hacerse nada más por Bárbara.

GUILLERMO – Adiós, Barbie.

Guillermo puso en marcha el coche y se alejó del cementerio a toda velocidad, quemando rueda, y dejando a los infectados extremadamente frustrados y disgustados, minutos antes que su hermana resucitase.

 

3×1248 – Ataúd

Publicado: 23/12/2019 en Al otro lado de la vida

1248

 

Cementerio de Sheol

28 de septiembre de 2008

 

Aquél hombre caminaba demasiado deprisa para el gusto de Guillermo. No era más que un anciano andando a una velocidad bastante baja mientras empujaba la camilla sobre la que descansaba el cadáver de su hijo por un terreno poco o nada preparado para ese tipo de ruedas, pero Guillermo le detestó por ello. Deseaba con todas sus fuerzas parar el tiempo, o mucho mejor, echarlo atrás y poder enmendar tantos errores como había cometido.

Sabía que el final de ese corto trayecto por el cementerio, rodeado de aquella espesa niebla, sería definitivo; que una vez llegasen a donde quiera que aquél hombre les estuviese guiando e hicieran lo que pretendían hacer, el vínculo que tenía con su hermana desde que ésta naciese se rompería para siempre. Y eso le destrozaba el espíritu. No sabía si estaba preparado para pasar por eso otra vez, tan pronto.

Inexorablemente acabaron llegando al lugar donde el anciano tenía preparados sendos ataúdes. Se trataba de un pequeño claro rodeado de altos cipreses, una encrucijada de varios caminos de tierra desde la que se podía llegar a cualquier extremo del cementerio. Desde ahí se podía intuir en la lontananza neblinosa la excavadora de alquiler de la que le había hablado el anciano, como si se tratase de la cabeza y el cuello de un brontosaurio que se hubiese equivocado de milenio. Muchas de las lápidas que les rodeaban ostentaban grandes ramos de flores ya marchitas, y estaban cubiertas de musgo por el flanco que nunca iluminaba el sol.

Uno de los ataúdes descansaba sobre una gran caja de hormigón. Estaba algo sucio de tierra por fuera, pero en muy buen estado. Guillermo enseguida lo reconoció. Lo reconoció principalmente porque había sido él el que lo había escogido, el que lo había pagado, y el que lo había desenterrado: era el ataúd con el que habían dado sepultura a José, a su padre. Desconocía cómo había llegado hasta ahí, aunque tenía sus sospechas. El autor de ese hurto estaba igual de muerto que su hermana, y muy cerca de ella: su cuerpo descansaba sobre una camilla.

El otro ataúd estaba justo delante. Era muy parecido al de José, prácticamente idéntico, pero ese no había sido usado jamás. Las ruedas de la camilla no funcionaban demasiado bien ahí tampoco, sobre la verde capa de hierba que rodeaba aquella estructura de hormigón. Pedro dio un último empujón y dejó la camilla junto al ataúd que había en el suelo. Guillermo miró en derredor. Todo estaba excepcionalmente tranquilo, y eso le puso aún más en tensión.

PEDRO – Puede dejar a su hermana en ese ataúd de ahí.

Guillermo siguió la sugerencia del anciano, y posó con suavidad a Bárbara sobre el ataúd, con aquél mullido acolchado. Librarse de esa carga fue al mismo tiempo un alivio y una penitencia. Observó a su hermana una vez más. Parecía dormida: daba la impresión que pudiera despertar de un momento a otro, y ello hacía que todo resultase aún más doloroso.

Guillermo le dio un beso en la mejilla a Bárbara, y cerró con suavidad el ataúd, consciente que sería la última vez que la vería.

GUILLERMO – ¿Quiere que le ayude a colocar a su hijo en…?

Guillermo señaló al ataúd que descansaba sobre el césped.

PEDRO – ¡¿Ahí en el suelo?!

Guillermo levantó los hombros, en señal de incomprensión. No veía el problema, aunque para el anciano eso parecía poco menos que una herejía.

PEDRO – No, no, no. Ayúdeme si es tan amable, por favor. Colocaremos el ataúd encima.

GUILLERMO – ¿Encima de qué?

PEDRO – Encima del otro, por el amor de Dios.

Guillermo frunció el ceño. No le hacía mucha gracia la idea, pero era consciente que ese teatrillo no se demoraría mucho, de modo que le hizo caso. En esos momentos lo último que le apetecía era discutir. Entre los dos, y con más que evidente dificultad por parte del anciano, debido a su dilatada edad, finalmente consiguieron colocar el ataúd vacío sobre el que contenía el cuerpo sin vida de Bárbara. El anciano se disponía a coger a su hijo, con los ojos inusualmente húmedos, cuando Guillermo se le adelantó.

GUILLERMO – Ya me encargo yo. Si no… si no le es molestia.

El anciano asintió, agitando la cabeza. Hubiera preferido hacerlo él, pero lo había pasado muy mal para subir el ataúd, y no se veía con fuerzas para ello. Guillermo acababa de dejar el cadáver dentro del ataúd cuando los ojos del viejo se abrieron como platos. Guillermo incluso se asustó, y miró en derredor a toda prisa, temiendo encontrar a un infectado.

PEDRO – ¡Ay! Espere. Es que me he dejado… Se me ha olvidado algo. ¡Maldita cabeza!

El anciano suspiró, evidentemente frustrado. Guillermo también suspiró. Pensó incluso en amonestarle verbalmente por el susto que le había dado, pero prefirió dejarlo estar.

PEDRO – Es algo muy importante. Lo tengo en… en… no tardo nada. ¿Me esperará?

Guillermo frunció el ceño de nuevo, pero asintió. Pedro se internó en la niebla, caminando a paso ligero llevándose consigo la camilla, y pronto desapareció a ojos de Guillermo. Aquél hombre le gustaba cada vez menos, y ahora que ya no le necesitaba para nada, se había convertido en una carga que no haría más que retrasarle, y eso le ponía de muy mal humor.

La espera resultó toda una tortura para Guillermo. Solo en mitad de aquella encrucijada de caminos, sin poder ver cuánto le rodeaba más que a unos pocos metros a la redonda, no podía evitar sentirse increíblemente indefenso y vulnerable. A cada momento creía escuchar un susurro o unas pisadas en la distancia. Tenía el corazón desbocado.

Pedro tardó unos diez minutos en volver, muchos más de los que la paciencia de Guillermo parecía dispuesta a tolerar. Pero lo hizo. Guillermo notó que algo no andaba del todo bien al ver cómo caminaba. El anciano se quedó parado a unos cuatro metros de él, con la cabeza ligeramente encorvada. Pese a la niebla que todo lo rodeaba, Guillermo distinguió con meridiana claridad el insano color rojizo de sus ojos.

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Cementerio de Sheol

28 de septiembre de 2008

 

Guillermo llevaría unos cinco minutos a solas en el vestíbulo, a solas con Bárbara, cuando concluyó que ya había tenido suficiente. La sensación de paz y serenidad que se vivía ahí dentro hacía harto complicado tomar la iniciativa de salir de nuevo y enfrentarse a lo que quiera que le esperase fuera, pero al fin y al cabo, él había venido al cementerio a darle sepultura a su hermana, y ofrecerle el descanso eterno que merecía. No ganaría nada posponiéndolo.

Observó con expresión sombría a Bárbara, e hizo un gesto de asentimiento con la cabeza antes de ponerse en marcha. El anciano había abandonado la sala tan pronto entraron, y Guillermo no había vuelto a saber de él desde entonces. Se encaminó hacia la puerta por la que había entrado, y descubrió una estancia sustancialmente más pequeña. El anciano estaba de espaldas a él, frente a una camilla similar a las que utilizaban los técnicos de emergencias sanitarias en las ambulancias. La semipenumbra de la habitación, iluminada tan solo por la tenue luz tamizada por la niebla que entraba por las ventanas, hacía que la estancia ahí resultase aún más incómoda.

Guillermo se acercó un poco más a su anfitrión. Descubrió que sobre la camilla había un hombre adulto tumbado de costado. Estaba desnudo, a excepción de un slip de color blanco que ocultaba sus zonas nobles. Guillermo le reconoció. Era uno de los trabajadores del cementerio, uno de los que se encargaron de dar sepultura a su padre. Parecía que había llegado el momento de que alguien hiciera lo mismo por él.

El cadáver estaba bastante pálido, de un color muy parecido al de los infectados que habían intentado agredirle la jornada anterior, y Guillermo temía que se levantase y les atacase. Sin embargo, tan pronto vio la herida que tenía en la parte trasera de la cabeza se relajó considerablemente. La herida que tenía su hermana parecía el rasguño en la rodilla de un niño en comparación: no se levantaría. El anciano tenía aguja e hilo; había rapado la cabeza de ese hombre y ahora estaba cosiendo la brecha, con más entusiasmo que tino.

PEDRO – A él se le daban mejor estas cosas.

Guillermo se ruborizó, consciente que había estado observando en silencio al anciano durante demasiado tiempo y desde demasiado cerca.

PEDRO – Era mi hijo, ¿sabe?

Guillermo no respondió. El anciano siguió cosiendo la herida de la cabeza de su primogénito.

PEDRO – Mi hijo era tanatopractor. Bueno…. Hacía muchas cosas. Trabajaba aquí. Y era… Era muy testarudo. No… No nos hizo caso a nadie, cuando le decíamos que se fuera de aquí, que… que dejase de… No quería dejar esto abandonado, y desatendidos a los familiares que querían enterrar a sus muertos. Al principio… seguía haciendo lo mismo que siempre, solo que… con más… demanda. No sé si me entiende. Luego… llegó un momento en el que todo se desbordó. Ya no había ataúdes y… la gente seguía queriendo enterrar a sus seres queridos. Optó por enterrarlos directamente en la tierra, como antiguamente, pero… eso no fue muy buena idea, porque… algunos se levantaban, incluso después de enterrados. Luego… incluso alquiló una excavadora, para abrir una fosa y… poder enterrarles, aunque fuese todos juntos, pero lo suficientemente profunda para que… bueno, usted ya me entiende. Últimamente había habido una demanda escandalosa. Ha muerto mucha gente. Muchísima. Demasiada… Pero ahora… ahora ya da igual. ¿Verdad?

Guillermo se mantuvo en silencio. El anciano parecía pensar en voz alta, y él no tenía nada que añadir mejor que el silencio.

PEDRO – Ahora… Ahora no creo que nadie más se entretenga en traer a sus familiares muertos. No a estas alturas. Es demasiado peligroso. Demasiado jodidamente peligroso. Por eso… Por eso me sorprendió tanto verle con… con su hermana a cuestas. ¿Era muy importante para usted?

El anciano se giró hacia Guillermo. Él se limitó a fruncir el entrecejo. No había entendido la pregunta.

PEDRO – Su hermana.

Guillermo asintió. Por algún motivo las palabras no acudían a su garganta. En cierto modo, escuchar a ese hombre al que no había visto en su vida hablando de la muerte de su hermana, lo hacía todo mucho más real. Sus ojos se humedecieron, pero no lloró. Ya había llorado suficiente. Parecía más serio que triste. Guillermo se quedó mirándole, obnubilado durante varios minutos, mientras el anciano acababa lo que tenía entre manos.

PEDRO – ¿Me echará una mano?

Guillermo salió de su ensimismamiento y vio al anciano sacando un traje muy elegante de una percha que había colgada en el tirador de un cajón alto. Entre los dos vistieron al finado. Pese a que habrían podido hacerlo igualmente de todos modos, el hecho que el traje tuviese un corte vertical desde la nuca hasta el lugar donde la espalda pierde su nombre les facilitó sustancialmente las cosas. No tardaron mucho en dejarlo listo.

PEDRO – Tan solo me quedan dos ataúdes, pero será más que suficiente, ¿no? Uno será para mi hijo, y el otro… para su hermana. Pero me tiene que ayudar.

Guillermo asintió de nuevo. El anciano asió los tiradores de la camilla y la guió hacia la puerta por la que había entrado a aquella fría estancia. Guillermo le siguió hasta el vestíbulo. El anciano utilizó la llave para abrir de nuevo la puerta principal y se giró hacia Guillermo.

PEDRO – ¿A qué espera? Tráigasela consigo, que tengo los ataúdes fuera.

Guillermo asintió, y levantó de nuevo el cuerpo sin vida de su hermana del sofá. Ahora parecía mucho más ligera que antes. El anciano se disponía a salir por la puerta cuando Guillermo le increpó.

GUILLERMO – ¿No se lleva la escopeta?

El anciano miró hacia el arma que descansaba sobre el mostrador.

PEDRO – ¿Eso?

El anciano negó con la cabeza.

PEDRO – Está descargada. Y además… ni siquiera sé usarla. Me la encontré tirada en mitad de la calle, hace un par de días. Venga, no querrá que se nos haga tarde.

No era una pregunta. Guillermo asintió de nuevo, y siguió al anciano fuera del edificio principal del cementerio.

3×1246 – Viejo

Publicado: 22/12/2019 en Al otro lado de la vida

1246

 

Cementerio de Sheol

28 de septiembre de 2008

 

Orientarse por el cementerio con semejante niebla supuso todo un reto para Guillermo. Apenas había tenido ocasión de avanzar unos metros antes de darse cuenta que entrar con Bárbara a cuestas no había sido una buena idea. Que, de hecho, había sido una idea espantosa. Pero ahora ya era tarde para volver sobre sus pasos. No tenía ninguna garantía que dentro del cementerio no hubiera infectados, pero sabía a ciencia cierta que en la calle sí los había, de modo que prefirió seguir adelante.

La niebla era demasiado espesa, y Guillermo notaba cómo se le mojaba la piel a cada paso. No recordaba haber visto una niebla así en mucho tiempo. Sabía dónde tenía que ir, pero con tan poca visibilidad y en un lugar tan grande y laberíntico como era el cementerio, no le estaba resultando en absoluto tarea sencilla. Tuvo que desandar sus pasos en más de una ocasión, consciente que había tomado el camino equivocado, hasta que finalmente, a los pocos minutos, acabó perdido por completo.

Estaba a punto de girar el recodo de una calle de nichos cuando escuchó el crujir de una rama seca, o al menos lo que él interpretó como el crujir de una rama seca, bastante próximo. Mantuvo la respiración, aguzando el oído, durante lo que le pareció un minuto entero, pero no volvió a escuchar absolutamente nada. Tan solo el silbar del viento y el graznido de algún que otro pájaro en la lejanía rompían la tranquilidad del camposanto. Implorando que se hubiese tratado tan solo de imaginaciones suyas, fruto de la tensión acumulada, retomó el camino.

Su hermana era delgada, no pesaba ni cincuenta kilos, pero al cabo de los minutos empezó a pesarle más de la cuenta. Guillermo se planteó hacer un paréntesis en el camino para recuperar el aliento, pero entonces reconoció el lugar en el que se encontraba, y ello le dio las fuerzas que necesitaba para seguir adelante. En esta ocasión sí supo seguir el camino correcto, y en menos de dos minutos consiguió llegar a donde se proponía.

Para su sorpresa y disgusto, el féretro que antaño contuviese el cadáver de su padre, que ahora era poco más que ceniza esparcida por el bosque, había desaparecido. Junto a la tumba de su madre tan solo había un agujero en el suelo de forma rectangular, con el fondo cenagoso y lleno de hojas secas. Desde la última vez que él estuvo ahí, alguien se había molestado en llevarse el ataúd, por un motivo que escapaba a su imaginación. Guillermo se enfadó mucho, pues ello trastocaba una vez más sus planes.

Estaba refunfuñando en voz baja cuando escuchó un sonido metálico a su espalda, seguido del sonido de unas pisadas. Con el corazón en la boca del estómago, se dio media vuelta a toda prisa, con Bárbara todavía a cuestas, a tiempo de descubrir al autor de aquél sonido. Se trataba de un hombre viejo. Un hombre muy viejo. Más viejo de lo que era su padre cuando falleció. Debía tener al menos noventa años, a juzgar por sus facciones y el níveo color de su pelo. Sostenía una escopeta entre sus dedos arrugados, y mostraba cara de pocos amigos.

PEDRO – ¿Se puede saber qué está haciendo?

Guillermo respiró hondo, sin poder parar de mirar la escopeta que el viejo sostenía, apuntándole a él, que no a su hermana. Se sentía increíblemente vulnerable, aunque no tanto como lo hubiese estado de haber encontrado a un infectado en lugar de a aquél anciano. Para poder salvarse debería deshacerse de Bárbara, y eso era algo que no estaba dispuesto a hacer. En cualquier caso, tampoco tendría tiempo de huir si aquél hombre decidía apretar el gatillo. Trató de mantener la mente fría, y se limitó a ser franco.

GUILLERMO – Vengo a enterrar a mi hermana. Falleció ayer, y quería que descansara junto a su madre.

Pedro asintió brevemente, mientras reflexionaba sobre lo que acababa de oír. Por suerte para Guillermo, no se había percatado de la tumba frente a la que se encontraban, aunque gran parte de culpa la tuvo la niebla. De haberlo hecho, la respuesta que le ofreció a continuación no hubiese sido la misma. De haberlo hecho, hubiese deseado apretar el gatillo y volarle la cabeza, aún con su hermana en brazos. El anciano bajó la escopeta, con una expresión en el rostro mucho menos hostil que la que le había ofrecido como bienvenida.

PEDRO – Entonces ha llegado al lugar indicado. Acompáñeme.

El viejo, todavía sosteniendo la escopeta, se dio media vuelta y comenzó a caminar, lentamente pero sabiendo muy bien hacia dónde se dirigía, difuminándose más a cada paso que daba por culpa de la niebla. Guillermo, consciente que pronto dejaría de distinguir su silueta, y sin saber muy bien qué hacer, decidió acompañarle. Aunque no tenía ni idea de lo que rondaba la cabeza de aquél anciano, estar junto a una persona armada le daba muchísima más confianza que estar ahí en medio a solas, desamparado.

Le siguió durante lo que le pareció una eternidad, confiando que él supiera hacia dónde se dirigía, pero cada vez más convencido de que lo que hacía no era más que escoger una bifurcación tras otra sin ningún tipo de criterio. Pero Pedro sabía muy bien hacia dónde se dirigía, y finalmente llegaron al edificio principal del cementerio. El anciano se sacó una llave del bolsillo y abrió la puerta, para acto seguido entrar. Se le quedó mirando desde dentro.

PEDRO – ¿Se piensa quedar ahí plantado?

Guillermo asintió, algo cohibido por la situación. Aquél hombre no le despertaba ninguna simpatía, pero encontrarse de nuevo entre cuatro paredes era una oferta demasiado tentadora como para rechazarla. Tan pronto cruzó el umbral de la puerta, el anciano cerró tras él y le dio un par de vueltas a la llave en la cerradura, mientras Guillermo aprovechó para colocar a su hermana sobre el sofá que había en el vestíbulo, junto a una maceta con una areca enorme muy bien cuidada.

3×1245 – Derrota

Publicado: 21/12/2019 en Al otro lado de la vida

1245

 

Inmediaciones de la masía de los abuelos de Guillermo en la periferia rural de Sheol

28 de septiembre de 2008

Guillermo comprobó de nuevo que el cinturón sujetaba firmemente el cuerpo de Bárbara, que descansaba estirado cuan largo era en los asientos traseros de su vehículo. Resultaba irónico, pues aunque tuvieran un accidente, no le podría pasar nada peor, puesto que ya estaba muerta. No obstante, él la seguía tratando con extrema delicadeza.

Estaba increíblemente serio. La pena y la frustración disputaban una batalla en su interior en igualdad de condiciones, y resultaba imposible discernir cuál de las dos llevaba la delantera. Había llegado a ilusionarse, y mucho, imaginando que Bárbara despertaría como si de un largo sueño se tratase, y se uniría a él y a su hijo en la búsqueda de un lugar seguro donde vivir los tres juntos, lejos del peligro reinante en las calles. Todos sus sueños se habían visto truncados, una vez más.

Su plan había resultado un rotundo fracaso. Hacía más de doce horas que había aplicado aquella muestra de sangre a la corriente sanguínea de su hermana, y todo seguía exactamente igual. La única diferencia residía en el hecho que Bárbara había perdido el rigor mortis, pero él sabía que eso no tenía nada que ver con cuanto él había hecho, y que tampoco era una buena noticia. Tan solo evidenciaba que su cuerpo seguía los designios de la naturaleza para comenzar a descomponerse.

Durante la huída a la desesperada de Mávet había visto resucitar a personas muertas a una velocidad realmente increíble. Sabía hasta qué punto resultaba milagrosa la infección y había llegado a convencerse que con su hermana sería igual. Pero algo había ido mal. Quizá llevaba demasiado tiempo muerta, quizá no le había aplicado suficiente cantidad de sangre infectada, quizá tan solo obraba el milagro en los fallecidos que habían sido previamente vacunados… Todas esas incógnitas revoloteaban por su cabeza amenazando con hacerle perder la cordura.

Había estado vigilándola hasta bien entrada la madrugada, cuando acabó quedándose dormido. Se despertó horas más tarde, rayando el alba, y todo seguía exactamente igual. Buscó en ella el pulso en repetidas ocasiones, y quiso convencerse otras tantas de que comenzaba a ganar algo de temperatura, aún cuando eso era tan solo fruto de sus propias manos al acariciar las de ella.

Nada cambió las horas que estuvo sentado a su vera a medida que el sol iba ascendiendo en el cielo, y Guillermo se convenció de que nada cambiaría por más que esperase. De no haber sido por Guille, hubiera aguardado un poco más, pero no podía seguir haciendo esperar al chico, haciéndole creer que había muerto, no cuando resultaba evidente que ya no había nada más que hacer por su hermana.

Se había hecho ilusiones para nada. Pero ahora había llegado el momento de poner los pies en tierra firme y asumir la pérdida de una vez. No obstante, él no estaba dispuesto a abandonar su cuerpo en la masía, sin más. Él era el culpable de su fallecimiento en primera instancia, y quería tener una última deferencia con Bárbara antes de despedirse de ella para siempre: permitiría que descansara junto a su madre, como sin duda ella hubiera deseado.

Lo que no alcanzó a comprender era que Bárbara hubiese desaprobado con firmeza y contundencia tal idea, si para ello él debía ponerse de nuevo en peligro. Pero ella no estaba en condiciones de discutir con él, de modo que se hizo lo que Guillermo quiso. Una vez más. Con un nudo en el estómago, cerró la puerta trasera de su vehículo, dedicándole una breve mirada a Bárbara y ocupó su propio asiento, tras el volante.

El cementerio de Sheol estaba demasiado cerca para siquiera plantearse tirar la toalla por ese motivo. Podría llegar ahí en cuestión de quince minutos, si todo iba bien, y ese mismo día podría compartir el rancho del centro de Midbar con su primogénito, que sin duda estaría echándole mucho de menos. Con esa idea en la cabeza, y tratando de convencerse que al ser de día resultaría mucho más complicado encontrar hostilidad por el camino, puso rumbo al cementerio.

Intentó, en la medida de lo posible, seguir una ruta alternativa a la más rápida y lógica, con la noble intención de mantenerse lo más alejado posible de la urbe, consciente que ahí era donde más infectados se acostumbraban a congregar. Desconocía si era por ese motivo o por pura suerte, pero por más que avanzaban no fue capaz de encontrar un solo infectado por las carreteras secundarias por las que circularon, ni siquiera cuando se internaron en la zona urbana.

Guillermo empezó a ponerse cada vez más nervioso. No había rastro alguno de infectados allá por donde él conducía, y a medida que se aproximaban a su destino, una tímida bruma que acabó convirtiéndose en una espesa niebla que acabó envolviéndolo todo, haciendo que el trayecto fuera todavía más siniestro, hasta el punto que le obligó incluso a encender los faros antiniebla de su Audi.

Finalmente alcanzaron su destino: el cementerio en el que descansaba su madre y en el que de haber seguido descansando su padre, todo ese sufrimiento se podría haber ahorrado. Se había adentrado a lo que parecía el puro corazón de aquél espeso banco de niebla. Si un infectado hubiese estado en el otro extremo de la calle, esperando a que él abriese la puerta del coche y saliera de él antes de decidirse a atacar, Guillermo no hubiera podido preverlo. Prefirió no pensar en ello y no demorarse más. Si había llegado hasta ahí, llegaría hasta el final, pero tampoco quería correr más riesgos de los imprescindibles.

Caminó con paso dubitativo hacia los portones de entrada al cementerio. Estaba convencido que estarían cerrados a cal y canto y que debería echarlos abajo para poder pasar, pero aún así, lo intentó. Tiró hacia sí, pero la puerta no se movió, tal como esperaba. Sin embargo, al empujarla sí cedió, sin ofrecer resistencia alguna, aunque emitiendo un gruñido algo incómodo. El cerrojo estaba destrozado.

Guillermo asintió, respiró hondo, y se dirigió a la parte trasera del coche. Levantó de nuevo a su hermana, y con ella en brazos se internó en el cementerio donde pretendía darle sepultura y despedirse de ella para siempre.

3×1244 – Anhelo

Publicado: 21/12/2019 en Al otro lado de la vida

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Inmediaciones de la masía de los abuelos de Guillermo en la periferia rural de Sheol

27 de septiembre de 2008

 

A Guillermo le temblaban los dedos sobre el freno de mano. El viaje de vuelta a la masía de los abuelos había sido sustancialmente más accidentado que el de su quimérica partida en busca de un imposible. De nuevo había tenido que ser un baño de realidad el que le había recordado dónde estaba y a qué se enfrentaba. Por fortuna, aquellos infectados no habían tenido ocasión de echarle el guante, pero las marcas de sus manos ensangrentadas en la ventanilla daban fe de que lo habían intentado. Y de qué modo lo habían hecho.

Miró en derredor trescientos sesenta grados para cerciorarse que ninguno de aquellos seres sacados de la peor de sus pesadillas le hubiera seguido, y no fue hasta entonces que se armó de valor y osó quitarle el seguro a la puerta. Con la cajita con las jeringuillas firmemente sujeta finalmente abandonó su Audi, y sin dejar nada al azar, se escabulló sin demora por el estrecho hueco que dejaba el muro perimetral de piedra.

La pícara sonrisa que llevaba dibujada en el rostro se esfumó instantáneamente tan pronto entró a la cabaña del abuelo. Lo que encontró ahí dentro era literalmente lo mismo que había dejado al irse, no obstante. La visión de aquella soga pendiente de la viga del techo le resultaba demasiado dolorosa. Tras dedicarle unas cariñosas palabras de aliento al cuerpo sin vida de su hermana, la cogió con suavidad, sorprendido por su ligereza, y se la llevó de ahí. Detestaba ese lugar, y si de él dependía, no volvería a entrar jamás.

Llevó en brazos a Bárbara hasta el dormitorio del abuelo, en la primera planta del edificio de la vivienda. Pese a que había telarañas entre las vigas del techo y un olor bastante similar al de la cabaña, ese era un lugar mucho más acogedor. Él recordaba haber dormido ahí en infinidad de ocasiones durante su infancia, cuando era muy pequeño, protegido entre sus dos abuelos, pues por esos entonces tenía un miedo atroz a la oscuridad.

Guillermo respiró hondo, observando de reojo el cuerpo sin vida de su hermana, al que había arropado. La hora de la verdad había llegado. Posó la cajita con las jeringuillas sobre la vieja cómoda, aquella cuyos cajones no se podían abrir por la noche sin despertar a todo el mundo que estuviese en la masía, y sacó la jeringuilla con aquél rojo líquido que podía significar la diferencia entre la vida y la muerte para su hermana. Le sorprendió sobremanera comprobar que la jeringuilla no estaba fría.

Dio un paso hacia ella, y se disponía a dar ese definitivo salto de fe cuando una macabra idea se le cruzó por la cabeza. Sin pensarlo dos veces introdujo de nuevo la jeringa en la caja, y comenzó a abrir los cajones de la cómoda a toda prisa, provocando el acostumbrado ruido de vieja madera quejumbrosa. Detestaba con toda su alma lo que se disponía a hacer, pero no estaba dispuesto a dar ese paso sin garantías. Sabía demasiado bien a qué se enfrentaba.

No tardó ni cinco minutos en inmovilizar de pies y manos el cadáver de Bárbara. Una vez ambas muñecas estuvieron firmemente atadas a la cabecera de forja de la cama, de igual modo que ambos tobillos lo estuvieron contra las patas inferiores, finalmente se vio con cuerpo de dar rienda suelta a la última fase de su plan.

La visión era realmente desalentadora, e incluso grotesca, más al tratarse de su hermana, pero no podía exponerse a un peligro perfectamente evitable si la cosa salía mal, no cuando su hijo aguardaba ansioso su vuelta. Todavía le quedaban muchas lecciones pendientes, pero al menos eso lo había aprendido.

Asió de nuevo la jeringuilla y apretó el émbolo con suavidad, haciendo que una gota de sangre volase por la estancia hasta impactar contra la cortina de encaje que había en la ventana que daba al patio trasero. La cortina era de un blanco impoluto, y la mancha roja destacaba sobremanera sobre ese níveo lienzo. Guillermo se esforzó por ignorar lo que parecía una señal, y se aproximó a su hermana con paso firme.

No le costó demasiado encontrar el lugar preciso donde hincar la aguja. Bárbara era donante de sangre habitual, y tenía pequeñas cicatrices distribuidas por la flexura del codo. Él se limitó a escoger una de ellas, ayudado por la luz anaranjada del ocaso que entraba por la ventana, e hincó la aguja, hasta que ésta encontró la vena. Introdujo la sangre infectada en la corriente sanguínea de su hermana con más que evidente nerviosismo, temeroso que ésta fuese a despertar de inmediato, exigiendo su tributo de sangre.

Por suerte o por desgracia, tuvo ocasión de vaciar por completo la jeringuilla antes que nada ocurriese. También tuvo ocasión de devolver la jeringuilla ahora vacía a la caja de la que la había sacado, sin parar de mirar de reojo a su hermana, e incluso de quedársela mirando boquiabierto durante lo que le pareció una eternidad.

Pese a que estaba hambriento, no estaba dispuesto a abandonarla hasta que surgiera el milagro. Quería estar presente cuando Bárbara recuperase la vida, ya fuese sana o como vulgar infectada. Se había propuesto librarla de ese castigo si ese aciago momento finalmente llegaba, pero algo dentro de sí le decía que eso no ocurriría. Que Bárbara hubiese optado por vacunarse precisamente en el impás de tiempo transcurrido desde la última vez que se vieron y el presente le parecía cuando menos poco verosímil.

Pasados unos veinte minutos, viendo que el tan esperado milagro no sucedía, se sentó en la vieja mecedora de su abuela, donde tantas veces se había dormido en sus brazos cuando aún era un bebé, y se la quedó mirando, esforzándose incluso por no parpadear, mientras el sol se hundía más y más en el horizonte, dando lugar a la noche. Pasó en esa misma posición horas y horas, sin que, para su desconsuelo, ocurriese absolutamente nada, hasta que inexorablemente, acabó cayendo rendido al sueño.

3×1243 – Demente

Publicado: 20/12/2019 en Al otro lado de la vida

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Farmacia abandonada a las afueras de Sheol

27 de septiembre de 2008

 

El contenido de aquella caja poco más grande que una cajetilla de tabaco algo robusta podría marcar la diferencia entre el aciago destino del que ya era dueño y señor, o la ansiada solución al mayor de sus anhelos. Guillermo estaba exultante. Que su hijo estuviese llorando desconsoladamente en esos mismos momentos convencido de que su padre había fallecido, o el hecho que su hermana yaciera muerta en el frío y sucio suelo de la masía donde habían vivido su abuelos parecía importarle bien poco.

En esos momentos el frenesí por dar rienda suelta a su plan maestro era de tal envergadura que el investigador biomédico era incapaz de entender que, al igual que había ocurrido cuando intentó hacer lo mismo con su padre, su obsesión por jugar a ser Dios le podría salir muy cara. Ahora tan solo tenía una idea en la cabeza, y no se quedaría tranquilo hasta llegar a las últimas consecuencias con ella. Con la cajita de jeringuillas estériles apoyada en el pecho, contra su galopante corazón, Guillermo se agachó y pasó por debajo de la persiana rota de la farmacia. No se dio cuenta del cartelito que había pegado con celo a la cristalera que anunciaba una campaña de vacunación gratuita del fármaco que había inventado su padre.

Al encontrarse de nuevo a cielo abierto, la sensación de extrema vulnerabilidad ganó por un momento a la del enajenamiento demente del que era víctima. El coche estampado contra un semáforo que cortaba el paso a la circulación, con su único ocupante mostrando una cabeza medio devorada asomando entre la luna rota que había sido su verdugo al no llevar el cinturón puesto, ayudaba considerablemente a acrecentar esa sensación en extremo incómoda.

Guillermo se acercó temeroso al coche accidentado, mirando en derredor continuamente, dispuesto a salir volando hacia su Audi al primer signo de hostilidad. Los infectados parecían haber acordado darle una pequeña tregua. La cabeza estaba tan maltrecha que resultaba imposible dilucidar si se trataba de un hombre o de una mujer. Los infectados parecían haber dado buena cuenta de todo cuando habían podido mordisquear, y el aspecto, más al carecer de nariz, era realmente escalofriante.

El investigador biomédico miró en derredor y agarró la colilla de un cigarro que era ya poco más que el filtro. Tragó saliva y lo utilizó para abrir la pestaña de aquél pobre diablo. Al contemplar la mirada perdida del fallecido, chistó y tiró la colilla de nuevo al suelo, decepcionado. Donde esperaba encontrar el color rojo antinatural y turbador tan típico de los infectados, tan solo encontró un iris marrón, muy parecido al suyo propio.

Caminó de vuelta a su fiel vehículo y colocó la cajita de jeringuillas sobre el asiento del copiloto. La primera parte de su macabro plan había resultado todo un éxito. Había conseguido llegar hasta aquella vieja farmacia de guardia sin el más mínimo contratiempo. Dadas las circunstancias, debía considerarse un hombre excepcionalmente afortunado. Su sensación era muy distinta, no obstante. En esos momentos se sentía increíblemente ansioso por llevar a término su propósito, y no tenía otra cosa en la cabeza.

Sentado tras el volante, trató de concentrarse, consciente que no disponía de demasiado tiempo. No tardando mucho comenzaría a oscurecer, y pese a que era precisamente un infectado lo que buscaba en esos momentos, Guillermo no tenía la más mínima intención de seguir en la calle cuando el sol abandonase definitivamente la bóveda celeste. Y lo que tampoco podía hacer era posponerlo hasta el día siguiente, porque su hermana llevaba ya demasiado tiempo muerta.

Cualquiera hubiera podido jurar que encontrar sangre de infectado en esos momentos debía haber sido tan fácil como quitarle el caramelo a un niño, pero nada más lejos de la realidad. Él quería encontrar uno, pero no uno que estuviese vivo y pudiese, como sin duda alguna haría, atacarle. Lo único que él necesitaba era una muestra de sangre infectada, y la mejor manera para conseguirla y no perecer en el intento era tomarla de un huésped que o bien estuviese ya muerto, o lo suficientemente malherido para no resultar una amenaza.

La idea surgió por sí sola. Él carecía de armas con las que agredir a un infectado, pero disponía de algo tanto o más poderoso que una pistola o un machete. De hecho, estaba sentado en ello en esos momentos. Una sonrisa macabra se dibujó en su rostro. Guillermo se puso el cinturón y arrancó de nuevo el motor. Comprobó que el indicador de combustible todavía estaba por encima de la mitad de su capacidad. Puso la primera marcha, quitó el freno de mano y se alejó de la farola caída a una velocidad moderada.

Tardó más de veinte minutos en dar con su objetivo. Durante ese período de tiempo tuvo ocasión de encontrar a más de un infectado, pero todos eran adultos y se les veía en demasiada buena forma para siquiera plantearse acercarse a ellos. Incluso sobre ruedas. Lo que hizo fue literalmente lo contrario: huir todo lo lejos y todo lo rápido que pudo, hasta dejarles lo suficientemente atrás como para sentirse de nuevo a salvo.

Esa infectada no era más que una niña. Debería tener unos ocho o nueve años. Diez en el mejor de los casos. Era morena y vestía un bonito vestido veraniego de color turquesa, manchado de sangre en el costado izquierdo. A diferencia de lo que habían hecho sus congéneres mayores, persiguiéndole, la niña, en vez de correr hacia él lo que hizo fue caminar en dirección opuesta, sin parar de mirar atrás, a más velocidad a medida que Guillermo se acercaba a ella, apretando cada vez más el pedal del acelerador.

El traqueteo de los amortiguadores al pasar por encima de la niña fue mucho menor de lo que Guillermo había imaginado. Frenó en seco, y notó una nueva sacudida. Con el corazón latiéndole a toda velocidad bajo el pecho, salió del vehículo y contempló los frutos de su fechoría. La niña estaba apisonada bajo la rueda trasera derecha, que descansaba en el mero centro de su espalda.

Gritaba en un tono muy agudo, algo extrañamente similar a un llanto desconsolado mezclado con una petición de ayuda en una lengua ignota, que Guillermo se esforzó por ignorar. Agitaba los brazos y arañaba el asfalto tratando de librarse del abrazo de caucho que la mantenía inmovilizada, pero no pataleaba. Guillermo le había roto el espinazo al atropellarla, volviéndola parapléjica, de un modo tan atroz que ni siquiera la infección podría curar.

Sin el menor atisbo de culpabilidad, y mucho menos al contemplar, maravillado, el carmesí de sus asustados ojos encharcados en sangre, echó mano de una de las jeringuillas que acababa de robar y la llenó por completo haciendo uso de la arteria femoral de una de las dos, ya inútiles, piernecitas de la joven infectada.

De nuevo en el vehículo, increíblemente excitado por el rotundo éxito de su misión, puso rumbo a la masía de sus abuelos, dejando a la pobre infectada malherida en mitad de la calzada, arrastrándose por el suelo mientras emitía gimoteos lastimeros que no despertarían la compasión de ninguno de sus congéneres.

RECETA PARA EL APOCALIPSIS: PASO 7 (PARTE II)

Recalentar en el horno si es menester

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Masía de los abuelos de Guillermo en la periferia rural de Sheol

27 de septiembre de 2008

 

Guillermo calculó que su hermana debía llevar al menos 24 horas muerta cuando finalmente dio con ella. Tanto su temperatura corporal como el rigor mortis que se había apoderado de su cuerpo, dotando a la situación de un cariz de irreversibilidad incompatible con la esperanza, parecían anunciarlo a gritos: ¡llegaste tarde!

En esos momentos se encontraba hecho un ovillo junto a ella. Aunque ya tenía los ojos secos, había llorado bastante. Lo último que hubiera esperado encontrar al entrar a la cabaña del abuelo era el cadáver de su hermana tirado en el suelo. No podía parar de mirar la horca que pendía de la viga del techo. Que Bárbara había tratado de quitarse la vida era un dato objetivo. El por qué ahora yacía muerta en el suelo con una brecha en la nuca que por fortuna ya no sangraba, y no pendiente de aquella soga de cáñamo era toda una incógnita para él, pero eso no cambiaba lo definitiva que resultaba tal tragedia.

Llevaría del orden de media hora ahí, lamentándose por cuánto mal había hecho, cuando finalmente reparó en la gorra que había sobre una de las baldas de aquella polvorienta estantería. El corazón le dio un vuelco, y se levantó a toda prisa, dejando a su hermana hecha un cuatro en el sucio suelo de la barraca, junto a aquella vieja escalera de tijera. Desde esa posición, Bárbara parecía plácidamente dormida.

Asió con delicadeza la gorra y se la quedó mirando con el ceño fruncido. Estaba parcialmente chamuscada, pero no cabía la menor duda: se trataba de su gorra. La gorra con la que había intentado pasar desapercibido los primeros días de la pandemia, cuando llegó a pensar que la policía daría con él y le encerrarían de por vida por la atrocidad que había propiciado con su acto de mayúscula irresponsabilidad al intentar devolver la vida a José. La misma gorra que llevaba la última vez que él y Bárbara se habían visto.

Desconocía cómo diablos había llegado esa gorra hasta ahí, pero de lo que no cabía la menor duda era que Bárbara, al igual que había hecho él con ella, había estado tratando de encontrarle. Debía haber estado pisándole los talones. El investigador biomédico se esforzó por hacer memoria.

La última vez que recordaba haber visto aquella gorra fue en el centro de Mávet. La llevaba Guille: él mismo se la había entregado. Imaginar a su hijo solo en Midbar le hizo sentir un pinchazo de culpabilidad en el costado. El chaval debería estar pasándolo fatal, debatiéndose en una encrucijada de Schrödinger, sin saber si su padre seguía con vida o por el contrario había fallecido, al igual que él lo había estado al respecto de su hermana hasta hacía escasa media hora. Cerró los ojos con fuerza, apartando esa idea de su cabeza. Guille debería esperar. Al fin y al cabo, le había dejado en buenas manos.

La gorra. Él no había vuelto a ver a Guille con la gorra desde que abandonaran a toda prisa el centro de Mávet, hacía poco más de una semana. Pensó que debía haberla perdido con todo el frenesí de la huida, mientras esquivaban la muerte que se escondía detrás de todas las esquinas. Bárbara debía haber ido a Mávet siguiendo el consejo de Jaime. ¿Cómo si no? Él le había dicho a su antiguo compañero de trabajo que si Bárbara acudía al centro, le dijese que él y Guille estaban en Mávet. Y ella lo había hecho, solo que al parecer, y al igual que él, había llegado tarde.

Guillermo se sintió increíblemente culpable por todo lo acontecido. Su irresponsabilidad y su cobardía habían abocado a Bárbara a una muerte prematura, con a duras penas poco más de un cuarto de siglo de edad. Él la había dirigido hacia dos centros de refugiados que acabaron destruidos. De algún modo, su hermana había conseguido burlar la muerte en ambos lugares, para acabar pereciendo ahí, presumiblemente mientras hacía los preparativos para suicidarse, evidentemente frustrada después de no haberle encontrado. Se maldijo por no haber llegado un poco más pronto.

Nada de eso tenía el menor sentido para él, pero el peso de la culpa se iba volviendo cada vez más insoportable sobre sus espaldas. Todo cuando le había ocurrido a su hermana era su culpa y de nadie más. Si él se hubiese estado quieto, ella seguiría hecha una mierda, sufriendo el duelo de su prometido y el de su padre, pero al menos seguiría con vida, y en un mundo muy distinto al que su intento de ser Dios había hecho digno de una espeluznante película de terror.

Fue entonces, sujetando con fuerza la gorra chamuscada entre los dedos temblorosos, y amenazando de nuevo en estallar en llanto, cuando cayó en la cuenta. Bárbara no aprobaba prácticamente nada de lo que había hecho su padre, principalmente por ser su padre. Ambos se habían llevado como el perro y el gato desde que ella era adolescente, y Guillermo sabía a ciencia cierta que su hermana, aunque por motivos muy distintos, pero al igual que él, no estaba vacunada. Si sus sospechas se demostraban ciertas, quizá aún quedase lugar para la esperanza.

Revitalizado, de nuevo con un claro objetivo en ciernes, cegado por la ambición de igual modo que lo había estado cuando creyó que podría traer a su padre de entre los muertos, se puso de nuevo en marcha. Dejó la gorra donde la había encontrado y se arrodilló junto a su hermana muerta.

GUILLERMO – Ahora vuelvo, Barbie.

Le brindó un beso en la mejilla, sintiendo en los labios el frío que manaba de su piel, y abandonó la cabaña del abuelo. No se percató de la mirada escrutadora de la gata blanca que se había adueñado de la masía los últimos años, acompañada de su prole de cachorros inquietos y vivarachos. Estaba extasiado por la magnitud de su idea. Salió por el agujero del muro sin mirar siquiera si había infectados, subió de vuelta a su coche y se alejó de la masía a toda prisa, con una sonrisa de loco dibujada en los labios.