RECETA PARA EL APOCALIPSIS: PASO 4
Salpimentar al gusto con una pizca de temeridad
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Hiper24, periferia de Sheol
30 de agosto de 2008
Guillermo echó un último vistazo a la lista, repasando uno a uno con la mirada todos los artículos que había metido en el carro de la compra: no se había dejado nada. Su particular botín se componía de una pata de cabra, una pala grande y otra algo más pequeña, dos sierras para metal, una linterna minera y otra de mano, dos paquetes de pilas, una bolsa de deporte negra y cinco botellas de agua.
Se había tenido que alejar casi diez kilómetros de su destino para poder efectuar esa disparatada compra. Ese era el único establecimiento de los alrededores con licencia de apertura nocturna, y además disponía de una amplia sección de ferretería y jardinería. Era justo lo que él necesitaba: discreción y material para llevar a cabo su plan.
Llevaba más de treinta y seis horas despierto, a excepción de un par de cabezadas que había dado esa tarde en el ático de su hermana, a donde había acudido tras el entierro del padre de ambos. Cosme se había llevado a Guille de vuelta con su madre y su hermana recién nacida, y él había aceptado la invitación de Bárbara de ir a tomar un café, que había acabado demorándose hasta más allá del ocaso. Ambos cenaron una pizza cuatro estaciones que trajo en moto una chica joven desde una pizzería que había a escasas dos manzanas de ahí. Bárbara se quedó dormida en el sofá después de la cena: ella tampoco había pegado ojo la noche anterior, y estaba que se caía de sueño. Él aprovechó la oportunidad para irse, consciente de que como siguiera dándole vueltas a la cabeza, acabaría por echarse atrás. Condujo directamente hacia el hipermercado, al que llegó rayando la medianoche.
Con todo cuanto había venido a buscar ya en su poder, se dirigió a la desierta línea de cajas. Tan solo había un único cajero atendiendo a la inexistente clientela. Era un chaval de dieciocho años que había entrado para la campaña de verano, cuyo contrato vencía esa misma noche. Estaba apurando sus últimas horas de trabajo leyendo un cómic japonés, aprovechando que el encargado estaba en el almacén fumándose el enésimo cigarro de la noche. Pasada la hora de las brujas, la afluencia de clientes era más bien escasa. Ese fue uno de los principales motivos que impulsaron a Guillermo a retrasar su plan hasta esas horas de la noche.
El investigador biomédico comenzó a colocar todo cuanto había echado al carro sobre la cinta automática. El cajero levantó la mirada del cómic, dobló la esquina superior de la página que estaba leyendo, lo echó a un lado, y comenzó a escanear los códigos de barras, cada vez más sorprendido por cuanto veía.
CAJERO – Vaya, cualquiera diría que vas a profanar una tumba con todo esto.
El cajero rió escandalosamente, y esperó un comentario chistoso por parte de Guillermo. El turno de noche era muy aburrido, y él tan solo pretendía mostrarse amable. Guillermo sintió una palpitación en el corazón, y el mal presagio de que tan pronto saliera por la puerta, un par de agentes de policía se lo llevarían detenido. Sin embargo, supo mantenerse firme, y se limitó a ofrecerle una mirada de desprecio al chico que hizo que se diese por aludido y continuase haciendo su trabajo con la boca cerrada.
El investigador biomédico añadió un paquete de chicles de menta a la compra, en un intento a la desesperada de no resultar tan sospechoso. El cajero lo añadió al total y él pagó en metálico, pues aunque no sabía muy bien por qué, no consideró oportuno dejar un registro de esa compra en su tarjeta de crédito. Echó un último vistazo a las cámaras de seguridad que pendían del techo, preguntándose si realmente eran de verdad o tan solo un disuasorio para los potenciales ladrones, y empujó el carro hacia la salida, mientras el cajero le seguía con la mirada y el ceño ligeramente fruncido.
Tan pronto se cerraron las puertas automáticas a su paso, Guillermo se apartó lo suficiente para que el cajero le perdiera de vista antes de meter todo cuanto había comprado dentro de la bolsa de deporte. El chico enseguida perdió interés, y echó mano de nuevo del cómic. Guillermo devolvió el carro al lugar de donde lo había cogido y, con la bolsa al hombro, caminó hacia su coche y la metió en el maletero. En todo el aparcamiento del hipermercado tan solo había tres vehículos. Uno era el suyo, y los otros dos debían corresponder a los trabajadores del establecimiento. Por fortuna, él no se había cruzado con ningún otro cliente por los pasillos.
Algo más relajado, aunque con la cabeza embotada por la falta de sueño y la inquietud por lo que estaba a punto de hacer, dirigió el coche de vuelta a su casa. Estacionó delante del vado de la entrada de su parking privado y se dirigió a la puerta principal. En todo el vecindario tan solo se oía el canto de los grillos y el pitido monótono de las farolas. Respiró aliviado al comprobar que no había luz tras ninguna de las ventanas de sus vecinos. Era la noche perfecta para pasar desapercibido.
Salió de su casa un minuto después de haber entrado. En su mano derecha llevaba un neceser con una aguja hipodérmica y un pequeño vial con unas pocas gotas de sangre en estado líquido. Caminó de vuelta al coche y se paró frente al maletero. Llegó incluso a posar la mano sobre el tirador que lo abriría, pero acabó rechazando esa idea. Lo que llevaba en ese neceser era demasiado valioso para dejarlo en un vulgar maletero.
El investigador biomédico ocupó de nuevo el asiento del conductor y colocó con delicadeza el neceser en el asiento contiguo, asegurándose de que no se movería aunque tuviera que efectuar una frenada de emergencia. Encendió las luces, se puso el cinturón y guió el vehículo hacia su siguiente destino: el cementerio de Sheol.
De camino, durante su trayecto casi a solas por la carretera, se sorprendió al ver unos coloridos y espectaculares fuegos artificiales en la lontananza nocturna. Provenían del parque de atracciones que habían construido hacía poco más de un lustro a escasos kilómetros de la ciudad, donde Guille no había parado de insistir para que le llevase. Echó un vistazo a los brillantes números del reloj del salpicadero. Era medianoche.
«Salpimentar al gusto con una pizca de temeridad»… y de inconsciencia, Guillermo para mí estaba pensando con la parte posterior trasera a la hora de ir a experimentar al cementerio, pues ya todos sabemos que usó el cuerpo del padre como conejillo de indias.
Lo que no tengo claro, es como Bárbara terminó en el cementerio y en un ataúd… Me he perdido de algo? Me salte alguna parte?
Saludos cordiales, lady Ángela. 🙂
Bárbara amaneció en el famoso ataúd el 28 de septiembre. En la actual cronología de Guillermo en solitario, tan solo es 31 de agosto. También cabe decir que de los flashbacks de Bárbara que aparecían en el segundo tomo, su historia se corta el 18 de septiembre. Aún no se ha explicado qué hizo Bárbara entre el 18 y el 28 de septiembre para acabar en dicho ataúd. Aprovecho en cualquier caso para avanzarte que eso será desvelado… en su debido momento. En el momento más oportuno y mágico que haga que todo adquiera aún más sentido. Y hasta aquí puedo leer.
David.
Excelente, ya quiero saber que paso con Barbara, seguro es bastante interesante lo que paso entre esas fechas.
Otra gran historia para disfrutar.
Ese es una de las grandes apuestas del tercer tomo, responder a la gran pregunta que surge tan pronto empieza el libro. Espero que os sorprenda. 🙂
David.