1203
Islote Éseb
4 de febrero de 2009
Bárbara releyó por enésima vez aquél pedazo de papel doblado hasta la extenuación. Le carcomían las dudas y le temblaban las piernas. Lo dejó sobre la mesa y suspiró. Esa era una mañana especialmente fría, y ella tenía los dedos helados. No paraba de darle vueltas a la cabeza al respecto de qué hacer a continuación, sin ser capaz de encontrar una respuesta aceptable. La voz de Zoe sonaba lejana, de fondo, reclamándola, pero ella hizo un esfuerzo por ignorarla.
Cogió de nuevo aquél papel impreso, excesivamente fino, y lo volvió a doblar hasta que recuperó su posición original, formando una especie de U: ya prácticamente había memorizado lo que decía. Se sorprendió al ver que conseguía hacerlo a la primera. Metió el papel en la cajita de la que lo había sacado, y entonces tomó el pote con aquellas minúsculas pastillas blancas. Lo sostuvo delante de sí, notando el poder que ejercía sobre ella. Tragó saliva. Había tenido que tomar un sinfín de decisiones complicadas los últimos meses, pero esa en concreto le estaba resultando especialmente dura.
Cerró fuertemente los ojos y giró la tapa del pote. Ésta ofreció cierta resistencia hasta que finalmente se rompió el precinto. Lo giró sobre la palma de su mano y devolvió de nuevo al pote todas las píldoras que habían caído a excepción de una. La observó con detenimiento, maravillada y asqueada del poder que ostentaba aquél minúsculo y aparentemente inocente objeto. Sin previo aviso, la puerta se abrió con violencia. Bárbara se asustó y la píldora se le escapó de las manos. Cayó al suelo terroso, perdiéndose tras el baúl lleno de medicinas del que había sacado el pote.
BÁRBARA – ¡Dios mío, qué susto me has dado!
La niña respiró aliviada al haberla encontrado finalmente. Había despertado hacía unos minutos y se había encontrado sola en la cabaña en la que ambas se habían ido a acostar al llegar el ocaso de la trágica jornada anterior. Se asustó mucho por ello y salió enseguida a buscarla, corriendo de un lado a otro del pequeño islote, poniéndose cada vez más nerviosa al comprobar que no respondía a sus gritos, montándose su propia película, cada vez más segura que Bárbara había seguido los pasos de su hermano y que ahora ella se había vuelto a quedar sola en el mundo.
Su expresión de alivio se tornó en una de ira tan pronto descubrió lo que había sobre la mesa. Dio un paso al frente, encolerizada, agarró el pote y lo estrelló contra la pared. Bárbara, que no daba crédito a la violenta reacción de la pequeña, se quedó boquiabierta, sin saber cómo reaccionar. Zoe empezó a llorar inmediatamente, aún con el rostro encendido de rabia. La profesora notó incluso un pequeño escalofrío al verla así, y más con aquellos ojos inyectados en sangre. Luego se sentiría mal por ello.
ZOE – ¿Qué es eso? ¡¿Qué ibas a hacer con eso?!
Bárbara echó un vistazo a todas aquellas pastillas abortivas desperdigadas por el sucio suelo. No fue hasta entonces que cayó en la cuenta de lo que rondaba la cabeza de la niña, y se limitó a chistar con la lengua, algo más relajada, consciente del malentendido.
BÁRBARA – No, no, no. Zoe, cariño, no. No es eso.
Zoe no parecía demasiado convencida de las palabras de Bárbara.
BÁRBARA – Te lo digo en serio, Zoe.
ZOE – ¿Entonces por qué no me respondías?
Bárbara tragó saliva, respiró hondo y se levantó de la silla. Se acercó a la niña y se arrodilló para igualar su estatura.
BÁRBARA – Zoe, no te pienso dejar sola. ¿Me escuchas?
La agarró de las mejillas, obligándola a mirarla a los ojos, con los suyos inyectados en sangre, de los que no paraban de manar lágrimas.
BÁRBARA – Mírame. No te voy a dejar sola. Nunca.
Zoe no paraba de llorar. Temía de su estado de ánimo y de que pudiera hacer una estupidez, pero no de su palabra. Quería creerla, pero le estaba resultando harto difícil, viendo todas aquellas pastillas tiradas por el suelo.
BÁRBARA – Siéntate. Siéntate, haz el favor.
La niña acató presta la orden de Bárbara, algo más calmada.
BÁRBARA – Eso de ahí son píldoras para abortar.
Zoe se mantuvo en silencio unos segundos, tratando de poner en orden sus ideas. Bárbara estaba resultando ser una caja de sorpresas últimamente.
ZOE – ¿Quieres…? ¿No quieres tener el… niño?
La respuesta fue rápida y contundente.
BÁRBARA – Sí que quiero. Por supuesto que quiero.
ZOE – ¿Entonces?
La profesora suspiró. Ni ella misma sabía muy bien cómo responder a esa pregunta. Tomó aire para hablar, pero de nuevo volvió a quedarse callada. Repitió esa operación una vez más antes de retomar la conversación.
BÁRBARA – ¿Realmente crees que vale la pena traer a otra persona al mundo…? ¿Tal y como están las cosas?
Zoe negó con la cabeza. Tenía una expresión muy seria en el rostro. Ya no lloraba.
BÁRBARA – Está todo podrido, Zoe. No es seguro andar por las calles, la gente es capaz hasta de matarse tan solo por un poco de comida. No… no… no hay valores. Este no es el mundo que yo quiero ofrecerle a mi…
Bárbara tragó saliva.
BÁRBARA – No… no creo que valga la pena.
ZOE – Ahí es donde te equivocas.
La profesora frunció el entrecejo. Levantó la mirada y se encontró de frente con aquellos hipnóticos ojos rojos, como el cabello de la niña, tan expresivos, por otra parte.
ZOE – El mundo es lo que nosotros queramos que sea. No podemos echarle la culpa de ser una mierda, es nuestra la obligación de hacer que deje de serlo. Vale, hay infectados por todos lados, y… gente mala, como Juanjo o… Héctor.
La niña notó un leve escalofrío en la espalda.
ZOE – Tendremos que ir con mucho cuidado, pero… eso no es culpa de él. O… de ella.
Bárbara sintió un agradable calorcillo en el estómago.
ZOE – Mira, Bárbara, haz lo que quieras. Es tu decisión, pero… no me parece bien. A mi, no me parecería bien.
La profesora se mantuvo en silencio unos segundos, reflexionando sobre las palabras de la niña. El silencio se prolongó hasta que resultó incómodo, pero finalmente Bárbara habló de nuevo.
BÁRBARA – Creo que tienes razón, Zoe.
ZOE – ¿Entonces… te lo quedarás?
La profesora asintió. Zoe se limitó a sonreír, orgullosa y satisfecha al saber que tendría un hermano, tal como había deseado prácticamente desde que tenía uso de razón.