1203

 

Islote Éseb

4 de febrero de 2009

 

Bárbara releyó por enésima vez aquél pedazo de papel doblado hasta la extenuación. Le carcomían las dudas y le temblaban las piernas. Lo dejó sobre la mesa y suspiró. Esa era una mañana especialmente fría, y ella tenía los dedos helados. No paraba de darle vueltas a la cabeza al respecto de qué hacer a continuación, sin ser capaz de encontrar una respuesta aceptable. La voz de Zoe sonaba lejana, de fondo, reclamándola, pero ella hizo un esfuerzo por ignorarla.

Cogió de nuevo aquél papel impreso, excesivamente fino, y lo volvió a doblar hasta que recuperó su posición original, formando una especie de U: ya prácticamente había memorizado lo que decía. Se sorprendió al ver que conseguía hacerlo a la primera. Metió el papel en la cajita de la que lo había sacado, y entonces tomó el pote con aquellas minúsculas pastillas blancas. Lo sostuvo delante de sí, notando el poder que ejercía sobre ella. Tragó saliva. Había tenido que tomar un sinfín de decisiones complicadas los últimos meses, pero esa en concreto le estaba resultando especialmente dura.

Cerró fuertemente los ojos y giró la tapa del pote. Ésta ofreció cierta resistencia hasta que finalmente se rompió el precinto. Lo giró sobre la palma de su mano y devolvió de nuevo al pote todas las píldoras que habían caído a excepción de una. La observó con detenimiento, maravillada y asqueada del poder que ostentaba aquél minúsculo y aparentemente inocente objeto. Sin previo aviso, la puerta se abrió con violencia. Bárbara se asustó y la píldora se le escapó de las manos. Cayó al suelo terroso, perdiéndose tras el baúl lleno de medicinas del que había sacado el pote.

BÁRBARA – ¡Dios mío, qué susto me has dado!

La niña respiró aliviada al haberla encontrado finalmente. Había despertado hacía unos minutos y se había encontrado sola en la cabaña en la que ambas se habían ido a acostar al llegar el ocaso de la trágica jornada anterior. Se asustó mucho por ello y salió enseguida a buscarla, corriendo de un lado a otro del pequeño islote, poniéndose cada vez más nerviosa al comprobar que no respondía a sus gritos, montándose su propia película, cada vez más segura que Bárbara había seguido los pasos de su hermano y que ahora ella se había vuelto a quedar sola en el mundo.

Su expresión de alivio se tornó en una de ira tan pronto descubrió lo que había sobre la mesa. Dio un paso al frente, encolerizada, agarró el pote y lo estrelló contra la pared. Bárbara, que no daba crédito a la violenta reacción de la pequeña, se quedó boquiabierta, sin saber cómo reaccionar. Zoe empezó a llorar inmediatamente, aún con el rostro encendido de rabia. La profesora notó incluso un pequeño escalofrío al verla así, y más con aquellos ojos inyectados en sangre. Luego se sentiría mal por ello.

ZOE – ¿Qué es eso? ¡¿Qué ibas a hacer con eso?!

Bárbara echó un vistazo a todas aquellas pastillas abortivas desperdigadas por el sucio suelo. No fue hasta entonces que cayó en la cuenta de lo que rondaba la cabeza de la niña, y se limitó a chistar con la lengua, algo más relajada, consciente del malentendido.

BÁRBARA – No, no, no. Zoe, cariño, no. No es eso.

Zoe no parecía demasiado convencida de las palabras de Bárbara.

BÁRBARA – Te lo digo en serio, Zoe.

ZOE – ¿Entonces por qué no me respondías?

Bárbara tragó saliva, respiró hondo y se levantó de la silla. Se acercó a la niña y se arrodilló para igualar su estatura.

BÁRBARA – Zoe, no te pienso dejar sola. ¿Me escuchas?

La agarró de las mejillas, obligándola a mirarla a los ojos, con los suyos inyectados en sangre, de los que no paraban de manar lágrimas.

BÁRBARA – Mírame. No te voy a dejar sola. Nunca.

Zoe no paraba de llorar. Temía de su estado de ánimo y de que pudiera hacer una estupidez, pero no de su palabra. Quería creerla, pero le estaba resultando harto difícil, viendo todas aquellas pastillas tiradas por el suelo.

BÁRBARA – Siéntate. Siéntate, haz el favor.

La niña acató presta la orden de Bárbara, algo más calmada.

BÁRBARA – Eso de ahí son píldoras para abortar.

Zoe se mantuvo en silencio unos segundos, tratando de poner en orden sus ideas. Bárbara estaba resultando ser una caja de sorpresas últimamente.

ZOE – ¿Quieres…? ¿No quieres tener el… niño?

La respuesta fue rápida y contundente.

BÁRBARA – Sí que quiero. Por supuesto que quiero.

ZOE – ¿Entonces?

La profesora suspiró. Ni ella misma sabía muy bien cómo responder a esa pregunta. Tomó aire para hablar, pero de nuevo volvió a quedarse callada. Repitió esa operación una vez más antes de retomar la conversación.

BÁRBARA – ¿Realmente crees que vale la pena traer a otra persona al mundo…? ¿Tal y como están las cosas?

Zoe negó con la cabeza. Tenía una expresión muy seria en el rostro. Ya no lloraba.

BÁRBARA – Está todo podrido, Zoe. No es seguro andar por las calles, la gente es capaz hasta de matarse tan solo por un poco de comida. No… no… no hay valores. Este no es el mundo que yo quiero ofrecerle a mi…

Bárbara tragó saliva.

BÁRBARA – No… no creo que valga la pena.

ZOE – Ahí es donde te equivocas.

La profesora frunció el entrecejo. Levantó la mirada y se encontró de frente con aquellos hipnóticos ojos rojos, como el cabello de la niña, tan expresivos, por otra parte.

ZOE – El mundo es lo que nosotros queramos que sea. No podemos echarle la culpa de ser una mierda, es nuestra la obligación de hacer que deje de serlo. Vale, hay infectados por todos lados, y… gente mala, como Juanjo o… Héctor.

La niña notó un leve escalofrío en la espalda.

ZOE – Tendremos que ir con mucho cuidado, pero… eso no es culpa de él. O… de ella.

Bárbara sintió un agradable calorcillo en el estómago.

ZOE – Mira, Bárbara, haz lo que quieras. Es tu decisión, pero… no me parece bien. A mi, no me parecería bien.

La profesora se mantuvo en silencio unos segundos, reflexionando sobre las palabras de la niña. El silencio se prolongó hasta que resultó incómodo, pero finalmente Bárbara habló de nuevo.

BÁRBARA – Creo que tienes razón, Zoe.

ZOE – ¿Entonces… te lo quedarás?

La profesora asintió. Zoe se limitó a sonreír, orgullosa y satisfecha al saber que tendría un hermano, tal como había deseado prácticamente desde que tenía uso de razón.

3×1202 – Otra

Publicado: 23/04/2019 en Al otro lado de la vida

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Islote Éseb

3 de febrero de 2009

Le enterraron prácticamente en el mismo lugar en el que había perdido la vida. Escarbar en la arena resultaba mucho más sencillo que hacerlo en tierra firme, y a Bárbara le pareció una solución más digna que incinerar su cuerpo o entregárselo al mar. De nuevo sintió la injusticia que manaba de tal decisión, pero en este caso se limitó a ignorarla. Ya tenía demasiados problemas como para enzarzarse en una reflexión filosófica.

Lo tuvieron que hacer directamente sobre la arena; en el islote no había ataúd alguno con el que poder darle sepultura, aunque Bárbara lo hubiera preferido así. Ambas procedieron de manera prácticamente mecánica, sin apenas mediar palabra. No era la primera vez que debían lidiar con un problema de tal cariz, aunque deseaban con todas sus fuerzas que fuera la última.

El investigador biomédico se había ido apartando de ella más y más cada día, despidiéndose en cierto modo, asumiendo que no merecía ni su amor ni su compasión, después de cuanto mal le había hecho a ella y al resto del mundo. Lo que más le sorprendía era que no le guardaba rencor. Sí tenía mucha rabia acumulada, no obstante, una cantidad rayana en el dolor físico, pero era toda hacia sí misma, por no haber sabido reaccionar a tiempo, por no haberle sabido dar motivos suficientes para quedarse a su lado. Pero ahora ya nada importaba. Guillermo se había ido, y jamás volvería.

Suya había sido la decisión de quitarse la vida y Bárbara no pudo hacer menos que respetarla, e incluso envidiarla en cierto modo. Él ya no tendría que volver a preocuparse por sí mismo ni por los demás: por fin era libre. Ella le hubiera acompañado de buen grado dadas las circunstancias, de no haber sido por Zoe y por la criatura que crecía en su vientre. En realidad ni se lo llegó a plantear. Zoe era para ella lo que Guille había sido para él y, por fortuna, la niña seguía de una pieza. Imaginó cómo se sentiría ella si la perdiera, y ello fue de gran ayuda para no odiar a Guillermo por lo que había hecho.

Bárbara no pronunció una sola palabra en aquella especie de sepelio al aire libre. Zoe se mantuvo en todo momento a su lado, pero se sentía increíblemente impotente, incapaz de encontrar palabras de aliento que pudieran hacer que la profesora se sintiera mejor. No era la primera muerte cuyo duelo compartían, pero ella sabía que ésta sería muy distinta al resto.

Eventualmente la dejó sola, sentada en el suelo frente al montículo de arena que delataba el lugar donde descansaba el cadáver de su hermano. Bárbara no paraba de darle vueltas a la cabeza. La incansable búsqueda Guillermo había sido prácticamente una obsesión para ella desde el inicio de esa pesadilla. Encontrarle, la mejor de las noticias imaginables. Asumir que le había perdido de nuevo, y en esta ocasión para siempre, no sería en absoluto tarea fácil.

Una hora más tarde Zoe volvió con ella. La profesora se limitó a girar la cabeza hacia la niña y esbozar de nuevo una sonrisa rota por un rictus de dolor emocional. Entonces su mandíbula inferior comenzó a moverse incontrolablemente, y el llanto fue inevitable. Zoe se mantuvo fuerte, consciente de lo sencillo y poco útil que resultaría que ella también se pusiera a llorar.

ZOE – Bárbara, ven… vien… ¿vienes a comer?

La profesora le aguantó la mirada. Daba la impresión que no la hubiese oído. Tenía la cabeza demasiado embotada. Zoe se acercó algo más a ella, le dio un beso en la mejilla y la cogió de la mano, llevándola consigo hacia el comedor, en el que había estado trabajando desde que la dejase a solas.

La niña había guisado un arroz blanco con un par de latas de atún al natural. No era una gran cocinera, pero se podría comer, si hacían uso del tarro de tomate frito y el pote de orégano que también había traído a la mesa, sobre la que descansaba una botella de agua de litro y medio sin desprecintar, de las que habían traído de Nefesh. Ahora podían compartir botella sin necesidad de preocuparse por hacerse enfermar la una a la otra.

Bárbara agradeció el gesto de la pequeña y Zoe le quitó importancia. La niña estaba asustada de imaginar que Bárbara pudiese seguir el ejemplo de su hermano, y que ella acabase finalmente quedándose sola. Se había propuesto no volver a perderla de vista ni un momento. En una isla tan pequeña, tampoco debía resultar muy complicado.

Llevarían unos quince minutos comiendo aquél soso plato cuando Bárbara rompió el silencio tenso que se había apoderado del comedor.

BÁRBARA – Zoe.

La niña apartó su mirada del plato.

ZOE – ¿Sí?

Había hecho una cantidad a todas luces excesiva de comida, y hacía ya un buen rato que tan solo jugueteaba con el tenedor, ahíta.

BÁRBARA – Estoy embarazada.

Zoe se quedó de piedra, sin saber cómo reaccionar. Esa era una de las últimas cosas que hubiera podido prever. Bárbara, con la mirada perdida en el oleaje que bañaba la orilla de la bonita playa que tenían delante, inhaló hasta que los pulmones no dieron más de sí. Luego soltó el aire por la boca, muy lentamente.

ZOE – ¿Có… cómo…?

BÁRBARA – Es de Carlos.

La pequeña de la cinta violeta en la muñeca frunció ligeramente su pecosa nariz.

BÁRBARA – ¿Tú sabes cómo…?

La niña asintió. No conocía los pormenores, pero había hablado al respecto con sus padres alguna que otra vez, y ellos habían preferido mostrarle un relato meramente biológico que una fantasía que a la corta tuvieran que desmentir. Se levantó de su asiento y dio media vuelta a la mesa, hasta quedar cara a cara con Bárbara.

ZOE – Enhorabuena. Vas a ser muy buena madre.

Bárbara sonrió de manera sincera, consciente de lo mucho que necesitaba a esa niña en su vida, y preocupada al mismo tiempo de la fuerte dependencia emocional que ambas compartían.

BÁRBARA – Gracias. Gracias, Zoe, muchas gracias por todo.

3×1201 – Giro

Publicado: 20/04/2019 en Al otro lado de la vida

XXVII. BÁRBARA Y ZOE

Como al principio

 

 

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Islote Éseb

3 de febrero de 2009

 

Zoe despertó algo aturdida. Siempre le resultaba complicado ubicarse después de un cambio de localización, y últimamente había vivido demasiados. Le costaría cerca de un minuto adaptar por completo sus ojos a la cantidad de luz matutina que se filtraba a través de la ventana, tapada tan solo por una rudimentaria cortina hecha con mimbre. Su particular condición, a medio camino entre un infectado al uso y otro que jamás hubiese sido vacunado, como bien podían serlo Bárbara o Guillermo, también tenía sus inconvenientes. No obstante y por fortuna, éstos no eran tan acusados como los de un infectado cualquiera.

Estiró los brazos al aire, tratando de desperezarse. Había pasado su segunda noche en el islote, en una de las cabañas que disponían de camas. Se sorprendió al comprobar que la de Bárbara estaba vacía. La profesora se había tomado incluso la molestia de hacerla, cosa que no era demasiado frecuente en ella. Zoe no le dio mayor importancia, consciente que había dormido hasta tarde, habida cuenta del cansancio con el que se acostó la noche anterior.

Ahí todo estaba en silencio. Resultaba algo triste. No es que en Bayit fuera muy diferente, pero si uno aguzaba el oído, habitualmente podía escuchar la voz de quienes charlaban entre ellos en alguno de los pisos, alguien trabajando en el Jardín o al incansable Fernando arreglando algo en el taller mecánico con la música de aquella vieja radio de cassettes de fondo. La niña se entristeció al asumir que esa era una vida que jamás volvería a vivir, del mismo modo que había asumido mucho antes que jamás recuperaría la previa a la pandemia.

Desde que llegaran al islote, Guillermo apenas hablaba con su hermana, mucho menos con Zoe, y Bárbara, pese a que se esforzaba mucho por mostrarse afable frente a ella, también estaba muy decaída por los últimos acontecimientos y no resultaba especialmente comunicativa. Demasiadas malas noticias en un período de tiempo muy corto habían hecho mella en todos.

La niña salió de la cama, se vistió, se calzó y se dispuso a averiguar dónde se encontraba Bárbara. Estaba hambrienta, y quería preguntarle si ella ya había desayunado, para poder hacerlo juntas en caso negativo. Al abrir la puerta se sorprendió al escuchar un sonido muy extraño, no muy lejos de ahí. No se puso en alerta, pues estaba convencida que no se trataba de un infectado. Tampoco hubiera tenido el menor sentido, habida cuenta que habían acabado con todos antes incluso de arribar al islote.

Caminó con paso dubitativo hacia el sonido, que provenía de la bonita playa que había frente al comedor. Lo hizo por el mismo lugar al que Bárbara le había insistido en varias ocasiones que no debía acercarse, porque podría caer desde una altura de más de tres metros y hacerse mucho daño, en la porción de suelo artificial que hacía las veces de techo de aquella estancia a todas luces desproporcionada en escala, ahora que tan solo disponía de tres comensales.

Se acercó al borde con cautela, consciente del cambio de cota, y vio a lo lejos la fuente de aquél sonido. Su sorpresa fue mayúscula al descubrir que se trataba de Bárbara. Estaba abrazando a su hermano en la orilla, mojándose con el suave oleaje, sentada en la húmeda arena, acunándole tal como la había visto hacer cientos de veces con los bebés en Bayit. Se mecía alternativamente hacia delante y hacia atrás, en una especie de trance hipnótico, mirando al horizonte marino. Resultaba evidente que algo no andaba nada bien.

Una distorsión en su visión perimetral la obligó a girarse hacia la derecha. Aquél pequeño pato estaba también al borde de la cubierta del comedor, observando a la profesora y a su hermano. Ambos cruzaron la mirada un segundo. El pato graznó, de aquél modo que tanta gracia le solía hacer a ella, y saltó al vacío sin pensárselo dos veces. Abrió las jóvenes alas y planeó torpemente en dirección a los hermanos, en apariencia tan curioso como la propia niña por lo que ahí estaba acaeciendo.

Zoe desanduvo sus pasos y bajó la pendiente que la llevaría de nuevo a la cota inferior. Ignorando por completo la arena que se le metía por los zapatos, caminó a buen ritmo hasta llegar donde se encontraba Bárbara. Si ella la escuchó, no ofreció el menor signo de haberlo hecho. Viendo el motivo de su anómala actitud, Zoe comprendió que hubiese reaccionado de igual modo de haberse tratado de una horda de infectados hambrientos reclamando su cuerpo para alimentarse.

Pese a que el agua del mar había limpiado la mayor parte de la sangre, aún se podía ver con claridad una mancha rojiza en la arena bajo el cuerpo ya sin vida de Guillermo. Zoe sintió un escalofrío al ver sus muñecas: ambas lucían un feo corte longitudinal en la dirección del brazo, de unos cinco centímetros de longitud, que habían cercenado varias venas, por las que se le había escapado tanto la sangre como la vida. La niña lamentó el dolor que tuvo que haber sentido al hacerse tales heridas, pero luego cayó en la cuenta de su error. El hecho de haber perdido la capacidad de sentir dolor sin duda le habría resultado de gran ayuda para su particular empresa. El arma con el que se había quitado la vida, un simple y barato cuchillo de entrecot, yacía inerte en el suelo, manchado de arena y sangre.

ZOE – Bárbara…

Fue entonces cuando la profesora despertó de su trance. Se giró hacia la niña y entrecerró los ojos varias veces, esforzándose por enfocarla, recordando de repente dónde se encontraba. Había olvidado incluso el motivo por el que había acudido a su hermano en primera instancia. Tenía los ojos hinchados y enrojecidos de tanto llorar, y la mandíbula inferior le traqueteaba incontrolablemente. La visión de Zoe no hizo sino empeorar su estado. La niña dio un paso al frente, también superada con creces por la situación, e hizo lo único que creyó oportuno, dadas las circunstancias: la abrazó con fuerza, por la espalda.

Sin parar de llorar, Bárbara esbozó una ligerísima sonrisa. Al menos no lo había perdido todo.

3×1200 – Sabe

Publicado: 15/04/2019 en Al otro lado de la vida

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Bar abandonado en Bejor

15 de diciembre de 2008

 

Dentro del bar reinaba una penumbra que obligó a los dos hermanos a encender sus linternas. Guillermo consideró que no era necesario, pero no hizo mención alguna al respecto. Resultaba evidente que el local había sido saqueado, pero no era el primer local saqueado que visitaban, y siempre acababan encontrando algo que quienes se les habían adelantado habían olvidado.

Era un local bastante pequeño, lo cual les tranquilizó bastante. El silencio, solo roto por sus respiraciones, no hizo sino enfatizar aquella falsa sensación de seguridad. Pese a que había cosas tiradas por el suelo, todo apuntaba a pensar que se trataba de la herencia de quienes habían entrado ahí con idénticas intenciones que las suyas. La presencia de los infectados siempre destilaba mucho más caos.

Guillermo se quedó junto a la puerta de entrada, observando la calle vacía, mientras los dos hermanos inspeccionaban el lugar. No las tenía todas consigo, y no quería dejar nada al azar. Gustavo se colocó detrás de la barra y comenzó a abrir arcones y cajones, tratando de encontrar algo útil, aunque sin demasiado éxito. Su hermana echó un vistazo a la cocina, el lugar que sin duda había salido peor parado del saqueo.

Convencida que, de haber habido un infectado, ya habría hecho acto de presencia a esas alturas, se limitó a echar un rápido vistazo a la pequeña oficina que había detrás de una puerta. Enseguida concluyó que estaba vacía, y que probablemente no contendría nada de lo que ellos buscaban, y salió de nuevo a la cocina. La expresión de los ojos de su hermano le puso en estado de alerta.

GUSTAVO – ¡Agáchate!

Olga se giró, pero no se agachó. Gustavo, con toda la sangre fría que fue capaz de atesorar, tensó el arco y disparó la flecha que tenía preparada. Ésta pasó a menos de un palmo de la mejilla de su hermana, que gritó horrorizada, aunque sin saber muy bien si por el susto de haber encontrado a aquél infectado tan cerca o por el miedo de acabar siendo la diana de aquella mortífera flecha.

La flecha cruzó el aire con un silbido y se clavó en mitad de la frente del infectado, que se limitó a hincar las rodillas en el suelo, para acto seguido caer a plomo hacia delante, clavándosela aún más, para acabar con la cabeza sangrante ladeada en el suelo.

GUILLERMO – Dios mío. Vámonos de aquí.

Olga, aún con la adrenalina supurándole por los poros, asintió, muy en concordancia con el comentario del investigador biomédico. De la corta visita al bar tan solo sacaron en claro algo más de dos docenas de mecheros, que encontraron en un cajón, dos pesadas garrafas de aceite para freír, y algunos botellines de cerveza y latas de refrescos de los que los clientes nunca acostumbraban a pedir, muchas de las cuales estaban incluso caducadas.

Aún con el susto en el cuerpo, reemprendieron la marcha de vuelta a casa. El resto del trayecto lo hicieron en silencio, limitándose a observar las calles vacías. Por fortuna, no tuvieron que lamentar ningún desagradable encuentro más. Gustavo, pese a que se había prometido ser fuerte y desvincular su lado emocional del instinto de supervivencia, hubiera tenido serias dificultades para poder hacer frente a otro infectado.

A Guillermo a duras penas le hizo falta más que encarar el paseo de las palmeras con el coche para detectar que algo había cambiado. El color de aquél bote salvavidas era demasiado llamativo para pasarlo por alto. Avanzó algo más por el paseo y divisó dos siluetas junto a la puerta firmemente cerrada de la escuela de náutica. Las dos eran femeninas.

Estaba tan cegado por la visión, que fue incapaz de ver el barco que se mecía con el suave oleaje, anclado a corta distancia del puerto deportivo. Olga y Gustavo sí lo vieron. Estaban tan sorprendidos como ilusionados por saber que, finalmente, la espera había llegado a su fin. El incidente del bar carecía de importancia a esas alturas.

Guillermo condujo hasta mitad del paseo de las palmeras, y detuvo el vehículo, para acto seguido salir de él. Aún sin saber muy bien por qué, tanteó la riñonera roja que llevaba puesta, comprobando que aquél vial, del que no se había separado en meses, seguía a buen recaudo ahí dentro, protegido por un par de vueltas de plástico de burbujas.

Bárbara había cruzado el pedazo de paseo inexistente vadeando por el agua, y corrió a su encuentro. Él la imitó. Impactaron violentamente el uno contra el otro, sin importarles lo más mínimo, hasta el punto de casi caer al suelo. Por fortuna, se ayudaron el uno del otro, y el torpe encuentro acabó transformándose en un fuerte y sentido abrazo. Ya nada importaba cuanto les rodeaba, o el hecho que el mundo se hubiese ido a la mierda.

Carla les observaba con una tímida sonrisa en la boca, junto a la puerta de la escuela de náutica en la que descansaba Guille. Olga y Gustavo hacían lo propio junto a las puertas abiertas del vehículo de alta gama de Guillermo. Los infectados parecían haberles dado una tregua, permitiéndoles saborear el reencuentro sin molestarles.

Al investigador biomédico le temblaban las piernas de la emoción. Su hermana estaba muy cambiada: no recordaba haberla visto jamás con el pelo tan corto, estaba mucho más delgada que de costumbre, y sus acostumbradas ojeras se habían marcado mucho más, pero no cabía la menor duda: estaba perfectamente sana. Y eso era cuanto él necesitaba saber.

La profesora acercó su boca a la oreja de su hermano, y le susurró algo con voz trémula.

BÁRBARA – ¿Ellos lo saben?

GUILLERMO – No. Nadie sabe nada.

BÁRBARA – Mejor así.

Bárbara cerró los ojos y se dejó llevar por la paz que le transmitía su hermano, aún firmemente aferrada a él, como si al soltarle fuera a perderle de nuevo. Por fin lo habían conseguido, después de tantísimo tiempo buscándose el uno al otro, se habían encontrado. Guillermo expiró lentamente el aire que tenía en los pulmones, satisfecho al saber que estaban juntos en eso. A partir de ahora, nada tenía por qué salir mal.

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Comisaría de Bejor

15 de diciembre de 2008

 

CHRISTIAN – Seguro que no… seguro que… Deben estar al caer.

CARLOS – Tu hermana es una mujer muy fuerte, créeme. Pondría la mano en el fuego por ella. Lo que pasa es que… deben estar apurando al máximo el viento, para no gastar combustible, y… por eso están tardando tanto. Ahí en mitad del mar… no les puede pasar nada. Tú… estate tranquilo.

Guillermo notó titubear la voz de Carlos a través de la estática de la radio, pero no le dio importancia. El instalador de aires acondicionados sabía a ciencia cierta que no por estar en alta mar dejaban de correr riesgos: Salvador y Morgan bien podían dar fe de ello, allá donde estuvieran. Él estaba tanto o más preocupado por Bárbara que su propio hermano, y esa demora de más de una semana, sumada a la ausencia de Zoe, le traía por el camino de la amargura.

GUILLERMO – Ojalá tengas razón.

Era la tercera vez consecutiva que volvían a la comisaría desde que Bárbara, acompañada por aquél viejo pescador y su nieta, había abandonado Nefesh para ir a rescatarles. Habían ignorado la petición que la profesora le había hecho a su hermano antes de partir de Nefesh, suplicándole que no abandonaran la escuela de marina, pero Guillermo estaba tan preocupado por ella, y Olga y Gustavo tan ilusionados ante la idea de barrio amurallado, seguro y lleno de alimento que Carlos y Christian les habían prometido, que fueron incapaces de quedarse quietos.

La dilación en su llegada les estaba empezando a hacer mella, amén del hecho que ya apenas tenían con qué alimentarse. Saberse a punto de ser rescatados había hecho que dejasen de racionar la comida con la misma disciplina que hasta el momento, y ésta cada vez escaseaba más. Pero por más y más días que pasaban mirando el horizonte marino a través de las ventanas de la escuela de náutica, el barco prometido jamás aparecía.

Pese a todas sus trabas morales autoimpuestas y la férrea oposición de su hermana, Gustavo se había empeñado en acompañarles en todas las visitas a la comisaría. No en vano, él era el único de los tres que podía realmente hacer frente a un infectado y, aunque a regañadientes, Olga acabó dando su brazo a torcer, consciente que con su presencia, sus probabilidades de volver de una pieza crecerían exponencialmente. Tan solo había tenido que gastar tres flechas, en la primera de las nuevas visitas, y el infectado al que iban dirigidas ni siquiera había muerto, aunque sí había resultado lo suficientemente aturdido como para permitirles subir de nuevo al coche sin tener que lamentar más que un pequeño susto.

Las conversaciones, tanto con Carlos y Christian como con Samuel solían ser escuetas. Ésta no fue una excepción. Al fin y al cabo, al carecer de novedades y apenas conocerse, habida cuenta que su único nexo era la propia profesora, tampoco tenían mucho más de lo que hablar, y enseguida se despedían, deseando que la próxima vez fuese la definitiva, y que por fin tuvieran buenas nuevas que contarse.

CARLOS – Ah, y… otra cosa. No olvidéis decirnos si… la niña está con ellos, cuando lleguen. Estamos muy preocupados.

Guillermo puso los ojos en blanco. Pese a las pocas ocasiones en las que habían hablado, ya había perdido la cuenta de las veces que el instalador de aires acondicionados le había hecho esa misma solicitud. Todos sospechaban que la niña se había colado en el barco para poder acompañar a Bárbara, pese a la negativa de ésta. Si no estaban en lo cierto, lo más probable es que Zoe ya estuviese muerta a esas alturas. Sus compañeros estaban muy preocupados por ella.

Tras cortar la conversación, Olga, con su melena morena recogida en una trenza lateral que su propio hermano le había hecho esa misma mañana, tomó la delantera y abandonó aquél cuartillo. Su hermano la siguió, arco en mano. Pese a que sabían a ciencia cierta que la comisaría era segura y que ahí dentro jamás había accedido infectado alguno, no estaban dispuestos a dejar nada al azar. Guillermo se demoró un poco más, reflexionando sobre lo acaecido, sin poder evitar seguir imaginando un sinfín de escenarios, a cada cual más trágico, que justificasen tal tardanza.

Su sorpresa fue mayúscula cuando, al asomarse de nuevo por la ventana del baño, vieron que ningún infectado había acudido por esa calle al ruido del generador portátil con el que habían devuelto a la vida la estación de radio. Algo más animados, aunque siempre alerta, volvieron sobre sus pasos y subieron de nuevo al coche de Guillermo.

Habían venido con aquella enorme tabla reforzada firmemente atada a la baca del coche. Pese a que había dejado a su hijo a buen recaudo en la escuela de marina, en una habitación pequeña, oscura y tranquila, el investigador biomédico no acababa de quedarse tranquilo sabiendo que cualquiera pudiera entrar y encontrarle, ya fuera infectado o no, y había preferido cubrirse las espaldas de ese modo. No era la primera vez que lo hacían.

Las calles parecían más tranquilas que de costumbre, y ello les hizo sentirse incluso más nerviosos, temiendo que una horda de aquellas bestias sin alma apareciese detrás de cualquier esquina dispuesta a despedazarles. Por fortuna, Guillermo conocía bien el mejor camino, y sorteaba hábilmente las calles cortadas, siguiendo la vía más rápida y más segura.

A poco menos de un kilómetro de su destino vieron un par de cuerpos tirados en mitad de la calzada, a al sombra de un alto edificio de pisos. El investigador biomédico estaba convencido que no estaban ahí cuando pasaron hacía una escasa hora, y decidió tomar un desvío. Sería tan solo un pequeño rodeo, y enseguida podrían reemprender el camino hacia la escuela de náutica. Fue Olga la que vio la persiana mal cerrada de aquél bar, y la que le llamó la atención. Fue suya la decisión de hacerle caso y estacionar el coche delante. Lo que no sabía ninguno de los dos era que aquél joven infectado, que en tiempos fuera el hijo menor del alcalde, había escogido ese lugar para resguardarse del sol diurno y dormir hasta que volviese a oscurecer.

RECETA PARA EL APOCALIPSIS: PASO 11

Emplatar y servir. Bon appétit.

 

 

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Comisaría de Bejor

7 de diciembre de 2008

Guillermo estaba que se subía por las paredes. Hacía del orden de cinco minutos que habían cortado la comunicación, aunque si le hubieran preguntado, él hubiera jurado que había pasado más de media hora. No cabía en sí de nerviosismo, y Olga, su única compañía en aquella comisaría abandonada, había preferido no mediar palabra con él, viéndole tan afectado.

Por lo que le habían contado, al parecer Bárbara había perdido el conocimiento fruto de la fuerte impresión al saber que él seguía con vida. De todos modos, y aunque se tratase de una tontería sin importancia, el investigador biomédico no se quedaría realmente tranquilo hasta que volviese a oír su voz.

La idea de cortar la comunicación había sido de un tal Carlos, otro de los habitantes de aquél barrio amurallado en el que vivía su hermana. Sugirió llamar a una amiga que tenían, que era médico, para que les asesorase sobre cómo proceder con Bárbara. Guillermo, aunque a regañadientes, acabó accediendo. Ahora se arrepentía enormemente de su decisión, convencido que serían incapaces de volver a restaurar la conexión de radio, y que jamás volvería a saber nada de su hermana.

Un estridente sonido le abstrajo de sus lúgubres cábalas. Aunque consciente de lo que tanto ese sonido como el del generador portátil podrían entrañar, el investigador biomédico sintió un regocijo mayúsculo. Sin duda echarían mucho de menos a Gustavo y a su envidiable puntería con el arco cuando decidieran abandonar la comisaría. Al menos esta vez habían aparcado mucho más cerca de la ventana del baño por la que se habían colado, y con un poco de suerte no tendrían que lidiar con la mayor parte de los infectados que sin duda habrían acudido o acabarían acudiendo al amparo del ruido.

La inconfundible voz de Samuel, ligeramente distorsionada por la radio, sonó alta y clara por los altavoces.

SAMUEL – ¡Ahí lo tienes!

GUILLERMO – ¡¿Bárbara?!

El corazón de Guillermo amenazaba con salírsele del pecho. Esperó un segundo. Dos. Su hermana no respondía. Cruzó su mirada con la de Olga, pero ésta se limitó a alzar los hombros. Su mandíbula empezó a traquetear incontrolablemente.

GUILLERMO – ¿Estás ahí? ¿Estás bien?

BÁRBARA – Sí. S… Sí. Guillermo, ¿eres tú de verdad?

GUILLERMO – Sí, Barbie, sí.

Un reconfortante calorcillo emergió del estómago de Guillermo y se extendió rápidamente por todo su cuerpo. Se trataba de su hermana, no cabía el menor atisbo de de suspicacia al respecto, y a juzgar por sus palabras, estaba en posesión de sus plenas facultades mentales. Se sintió extremadamente vinculado con ella, pues al parecer, ella también había movido cielo y tierra para encontrarle, con idéntico éxito hasta que aquél joven negro se había cruzado por casualidad en sus vidas.

La conversación resultó de lo más extraña y artificial para él. La primera y principal preocupación de la profesora fue el estado de su sobrino. Guillermo tuvo que morderse la lengua, y limitarse a responder con evasivas, aunque sin engañarla. Por fortuna, Olga le echó un cable a ese respecto. Deseaba con todas sus fuerzas hacerle mil preguntas y compartir con ella mil y un secretos, pero era consciente que ese no era el momento ni el lugar. Había demasiada gente escuchando.

Pronto la conversación derivó de un modo que él jamás hubiera podido prever, aunque en honor a la verdad, a esas alturas de su vida era mucho más abierto a dar crédito a cosas que antaño hubiese creído impensables e incluso ridículas.

BÁRBARA – ¿Estáis… estáis bien y… seguros ahí donde estáis viviendo ahora?

GUILLERMO – Sí… Es… es un buen sitio.

BÁRBARA – ¿Tenéis comida… para… para aguantar unos días?

GUILLERMO – Sí. Bueno… no mucha, pero vamos tirando. La última vez que salimos a buscar… se nos dio bastante bien.

BÁRBARA – Pues… no os mováis de ahí. ¿Entendido? Quedaos encerrados en la escuela de náutica y no salgáis de ahí pase lo que pase. ¿Vale?

Olga y Guillermo se miraron de nuevo, ambos con el ceño fruncido, expresión que se tornó en el más absoluto desconcierto al escuchar lo que vino a continuación.

BÁRBARA – Voy a ir a buscaros.

GUILLERMO – ¿Qué…? Pero… pero… ¿cómo?

Incapaz de dar crédito al vuelco radical que había dado su vida los últimos minutos, Guillermo se quedó momentáneamente sin palabras. Unos segundos de silencio tenso en los que sólo se oyó el ruido de la estática hicieron aún más incómoda la conversación. Al otro lado de la línea, la situación no era muy distinta.

BÁRBARA – Tenemos un barco.

GUILLERMO – Pero… ¿No se había hundido, cuando…?

BÁRBARA – Otro. Tenemos otro barco.

GUILLERMO – Pero… ¿Vosotros dónde estáis? ¿Quieres decir que sabrás…? Que… ¿Cómo vas a hacer para llegar hasta aquí, para saber dónde…?

BÁRBARA – Eso es cosa mía, Guille, es mi problema. Lo único que necesito de vosotros es que os encerréis donde estáis y no volváis a salir de ahí por nada del mundo hasta que yo llegue a buscaros. ¿Me puedes prometer eso? ¿Puedes hacerlo?

El investigador biomédico no sabía qué responder. Estaba extremadamente ilusionado por el desarrollo de los acontecimientos, y le estaba resultando muy complicado dar crédito a lo sencillo que su hermana se lo estaba pintando todo. Había pasado de un extremo al otro en cuestión de unos minutos, y deseaba con todas sus fuerzas poder contar la buena nueva a su hijo, incluso aunque éste no fuera capaz de comprender sus palabras.

GUILLERMO – Sí… Sí, claro…

BÁRBARA – Pues en unos pocos días nos veremos.

La conversación entre los dos hermanos se demoró más de una hora, aunque no hicieron más que revolotear una y otra vez sobre los mismos temas, siendo incapaces de abordar los que realmente ambos deseaban, por miedo a la reacción que éstos pudieran entrañar en quienes les escuchaban, que no habían osado abrir la boca prácticamente ni un momento desde que ambos hermanos comenzasen a recuperar a marchas forzadas el tiempo perdido.

Cuando finalmente cortaron la comunicación, ya no tenía sentido seguir utilizando la radio. La intención original había sido la de hacer uso de ella para encontrar a Bárbara, pero Samuel se les había adelantado. Olga estaba de muy buen humor, y Guillermo parecía que hubiese estado fumando marihuana, a juzgar por su actitud y la expresión de su cara.

En efecto, todo el jaleo que habían armado en la silenciosa ciudad se había acabado traduciendo irremisiblemente en compañía poco deseada. Tuvieron que pasar la noche ahí, y cuando finalmente consiguieron volver a la escuela de marina la mañana siguiente, lo hicieron prácticamente al mismo tiempo que Gustavo salía por la puerta, arco en mano, dispuesto a ir a rescatarles. Por fortuna no hizo falta.

3×1197 – Pato

Publicado: 05/04/2019 en Al otro lado de la vida

1197

 

Islote Éseb

3 de febrero de 2009

 

Aquél pequeño pato graznó al otro lado de la puerta, rompiendo el sepulcral silencio de aquella apacible mañana de invierno. Bárbara estaba muy concentrada y bastante nerviosa, y el corazón le dio un vuelco. Tenía la barriga hinchada de cuanta agua había bebido. Fruto del sobresalto soltó lo que tenía entre manos, que de poco no acaba en el sucio suelo de tierra.

Estaba sola en aquella cabaña, una de las más pequeñas de la minúscula aldea a medio construir de la que disponía el islote. Zoe aún dormía a pierna suelta, pues la jornada anterior la había dejado exhausta. Su hermano había ido a la playa poco después que ambos despertasen, rayando el alba. Últimamente apenas comía y estaba siempre irascible. Pasaba muchas horas en la orilla de la playa frente al enorme comedor, a solas, tan solo observando el vaivén de las olas, reflexionando. La profesora estaba cada vez más preocupada por él, y la impotencia de no saber qué hacer para levantarle la moral era más asfixiante a cada nuevo día que pasaba. El investigador biomédico estaba muy lejos de haber superado la pérdida de su único hijo y ella temía si jamás podría hacerlo.

Pese a distar años luz de lo que habían previsto antes de llegar, la estancia en el islote estaba resultando de lo más placentera. Una vez sobrepasado el escollo de tener que deshacerse de los infectados, amén de sus cadáveres, y de recoger y limpiar cuanto se había desmadrado en aquél trágico incidente de origen desconocido, la vida ahí se estaba demostrando excepcionalmente sencilla. Al igual que en Nefesh, disponían de alimento y bebida suficientes para no tener que preocuparse por ello, y el hecho de tener conocimiento que ahí no había infectado alguno, marcaba mucho la diferencia. El cambio, sin duda, había sido a mejor.

La jornada anterior Zoe y ella habían estado recolectando víveres en una curiosa e improvisada misión de apnea, haciendo uso del bote rojo de remos. Bárbara había insistido mucho a su hermano para que se uniese a ellas, con no otra intención que la de distraerle y hacer que se divirtiese un rato, dándole la oportunidad de dejar de lado durante un par de horas sus demonios personales. Fue incapaz de convencerle.

No fue más que un juego para ambas, pues con lo que traían en Nueva Esperanza, no les hubiera hecho falta siquiera pescar durante meses. La niña se había encargado prácticamente de todo: la mar estuvo en todo momento muy calmada, y en esa zona el lecho marino no era muy profundo. De hecho, si decidieron llevar a cabo esa pequeña aventura, fue porque habían descubierto aquél barco hundido por la mañana, mientras se dirigían del barco, en el que habían pasado esa noche, a tierra firme.

Apenas habían encontrado nada, y lo poco que encontraron, salvo algunas latas, se había echado a perder por el exceso de humedad y a esas alturas resultaba a todas luces inservible. Sin embargo, Zoe se lo pasó en grande, y la profesora agradeció mucho tener algo más en lo que ocupar su mente que el bienestar de su hermano y su propia salud. La niña tenía muy buenos pulmones, cualidad sin duda acentuada por su particular condición de infectada, y Bárbara, mientras la esperaba, notó de nuevo aquellos mareos tan frecuentes los últimos días.

La profesora se estaba empezando a preocupar por ello, pues si bien no había vuelto a vomitar desde la corta travesía hasta el islote, sí había tenido algún que otro amago de náusea, y aquella extraña sensación de mareo e indigestión que la había acompañado desde que abandonasen Nefesh. Zoe no se había dado cuenta; su hermano sí. No obstante, Guillermo no le había comentado nada al respecto. Ella temía que lo hiciese de un momento a otro, incluso lo deseaba, pero ello, sencillamente no ocurría.

Sentada en aquél rudimentario taburete de madera, ahora sí sabía a qué era debido todo aquello. Lo que empezó la mañana de la jornada anterior como una tonta ocurrencia, acabó transformándose en una obsesión a medida que avanzaba el día. Su menstruación era del todo menos regular desde el inicio de la pandemia, pero a esas alturas llevaba un retraso de más de una semana. Creyó que no sería capaz de desmentir su tonta teoría hasta que esa misma mañana, hacía escasos diez minutos, había encontrado aquél baúl debajo de una de las literas. Al parecer, o bien había pasado por alto a quienes saquearon el islote, o éstos concluyeron que su contenido no era digno de ser robado.

El baúl estaba a rebosar de medicinas. Daba la impresión que alguno de los antiguos habitantes del islote hubiera saqueado a conciencia una farmacia, arrasando con todo a su paso sin ningún tipo de criterio. Dada su nueva condición de salud, que rayaba con creces la inverosimilitud, ninguno de los tres precisaría jamás de nada de eso, pero por fortuna, Bárbara encontró exactamente lo que buscaba. Era del mismo modelo del que utilizase Marion no hacía ni un mes, y al igual que en ese caso, el resultado fue positivo.

No se molestó en hacer una segunda prueba para corroborar que estaba en lo cierto. A esas alturas estaba más que convencida que el motivo de su reciente malestar no era otro que el embarazo. Aquél maldito virus, que tantísimo mal había hecho en todo el globo, le había devuelto la capacidad de engendrar vida, del mismo modo que había devuelto la movilidad a las piernas de Maya o la visión a Nemesio. Bárbara se sintió increíblemente estúpida por no haberlo imaginado antes.

Sintió un pinchazo de remordimiento al recordar a Enrique. Nada había ocurrido como se suponía que debía ocurrir, pero al final había conseguido salirse con la suya. No se le ocurría mejor homenaje para honrar al desaparecido Carlos. Una miríada de posibilidades se formaron en su mente: ahora el mundo no parecía tan oscuro y deprimente como cuando despertó. Zoe podría tener un hermano del que cuidar, ella otro motivo más para seguir luchando, Guillermo…

Tan pronto le vino a la mente, tuvo claro que aquella nueva vida podría solucionar la mayor parte de los problemas que tenía en esta. Excluyendo a Carlos, que era el padre, pues ella no había mantenido relaciones sexuales con nadie más desde la muerte de Enrique, el principal responsable de aquél milagro era Guillermo. Si él no hubiese intentado devolver la vida a José, propagando el prodigioso virus que ahora corría por sus venas, Bárbara seguiría siendo estéril, y aquél milagro sencillamente no podría haber ocurrido. Bárbara se convenció que era algo así lo que su hermano necesitaba para salir del profundo pozo en el que se había ido hundiendo más y más desde que llegaron al desolado islote.

Al abrir la puerta, el pato se la quedó mirando, a escasos tres metros. Acto seguido dio media vuelta y comenzó a caminar en dirección contraria, moviendo la colita, sin prisa pero sin pausa. Era poco más que un polluelo, y Bárbara dudaba seriamente de si sería siquiera capaz de volar. No le dio mayor importancia, y salió a toda prisa de la cabaña con una amplia sonrisa en la boca, como no la había tenido en semanas. Era la primera noticia genuinamente buena que recibía desde que descubrió que Guillermo y Guille seguían con vida.

La profesora corrió a darle la buena nueva a su hermano, convencida que ello podría devolverle la esperanza y las ganas de vivir, demostrando que, después de todo, su acto inconsciente también había entrañado cosas buenas. Llegó tarde. Guillermo hacía más de media hora que se había quitado la vida cuando Bárbara descubrió su cadáver, con ambas muñecas abiertas, regalando lo poco que quedaba de su sangre infecta al mar.

1196

 

Islote Éseb

1 de febrero de 2009

 

No era la primera vez que lo hacían, pero de algún modo, ésta fue muy diferente al resto.

Acabar con la vida de todos aquellos infectados no fue tarea complicada, incluso con el hándicap añadido del vaivén de las olas. Los sujetos se mantenían relativamente quietos, y para cuanto ellos estaban acostumbrados, había muy pocos. A ello se le debía sumar el hecho que sabían a ciencia cierta que sus vidas no peligraban, pues los infectados no tenían modo alguno de alcanzarles, y que disponían de munición más que suficiente para hacer frente a muchos más que ellos, aunque malgastaron bastante.

El problema residía en sus identidades. Esas eran las personas con las que pretendían venir a convivir, tras haber sido expulsados del último asentamiento en el que habían vivido durante meses, al que incluso habían llegado a considerar su hogar. Por fortuna, no tuvieron que lidiar con la siempre desagradable experiencia de ajusticiar a un infectado que en tiempos había sido una persona cercana.

Sin embargo, pese a que no les conocían personalmente, sí reconocieron entre ellos algunas caras, de los muchos que tan bien les habían tratado la última vez que estuvieron ahí, acogiendo a Samuel en su seno sin ningún tipo de titubeo. Incluso se sintieron mal, porque no fueron capaces de recordar el nombre de ninguno de ellos. Resultaba excepcionalmente triste, e invitaba a la misma reflexión en la que se sumergían durante el extraño trance en el que se sumían siempre que se veían obligados a acabar con las vidas anónimas de quienes tan solo habían tenido menos suerte o menos habilidad que ellos para mantenerse con vida.

Acabaron pronto, pero no se sintieron orgullosos de su hazaña. Incluso tuvieron la impresión que los infectados hubieran estado esperándoles, demandando que acabasen con el sinsentido en el que se había convertido su vida, al no ofrecer ningún tipo de resistencia. El que peor lo llevó fue Guillermo, que, sumido en ese hondo pozo de martirio en el que llevaba hundido desde que descubriese a su hijo muerto, se sabía doblemente verdugo de cada infectado al que libraba de la humillante y triste carga que aquél maldito virus había impuesto a su cuerpo y a su mente.

Pese a que nada de lo que estaba ocurriendo formaba parte del plan original, cuanto habían arriesgado para llegar hasta ahí bien seguía justificando con creces arribar al islote. En cierto modo, era como volver a Nefesh, pero en miniatura. La isla pasaba a ser un islote; el amplio grupo, un simple trío de personas. Ahí la ingenua e irrealizable idea de librar de infectados a la isla, con la que todos habían soñado en más de una ocasión durante los turnos de limpieza, era perfectamente viable.

Atracaron haciendo uso del bote rojo de remos, después de haber dejado a Nueva Esperanza anclada a corta distancia. Lo hicieron los tres, armados, serios y sin apenas mediar palabra. Tan solo encontraron un par de infectados vivos más, encerrados en dos de las pequeñas cabañas de madera. Acabaron con su inútil existencia y, de igual modo que habían hecho con el resto, les arrastraron hasta la orilla, dejándoles a merced del oleaje, para que el mar se hiciera cargo de ellos: resultaba mucho más rápido, sencillo y eficiente que incinerarles.

Por más que revisaron a conciencia todo el islote, desde el gran comedor, pasando por todas y cada una de las cabañas de madera, e incluso los contenedores marítimos, no fueron capaces de encontrar a nadie vivo que no estuviera infectado. Daba la impresión que todos hubiesen huido, llevándose consigo todos y cada uno de los animales, a excepción de un pequeño pato, que parecía haber sido capaz de despistar durante días a todos los infectados, pero que se resistía a salir volando en busca de un destino mejor.

No había rastro de ningún otro de los muchos animales que vieran la última vez que estuvieron ahí, salvo algún que otro cadáver mordisqueado. Tampoco fueron capaces de encontrar ningún tipo de alimento, ni el pienso de los animales, el agua, y la mayor parte de las herramientas y útiles, al igual que el fruto de los cultivos y casi todos los barcos. Ninguno de los tres alcanzaba a entender qué podía haber cambiado en tan poco tiempo para que aquél idílico paraje, la tierra prometida donde se habían querido convencer que podrían empezar de cero, acabase de ese modo.

Un análisis más exhaustivo les brindó pistas sorpresivas a la par que inquietantes. Lo que de entrada daba la impresión de haber sido un rápido declive como el de Nefesh, cuando finalmente la infección acabó reclamándola, mucho más tarde que al resto del mundo, se diluyó al tiempo que iban observando los demás cadáveres que se iban encontrando desperdigados por doquier. La enorme mayoría de ellos habían recibido disparos en cabeza o pecho, pero ni una cuarta parte de ellos habían resultado infectados antes de morir, a juzgar por el aspecto de sus ojos. Uno o dos de ellos, bien podrían haberlos atribuido al fuego amigo de personas asustadas que tratasen de salvar la vida, pero eran a todas luces demasiados. Los tres tuvieron idéntica impresión: la de que lo que había ocurrido ahí había sido fruto del hombre, y no de la infección. Ello les hizo sentirse algo más tranquilos, dadas las circunstancias, pues ahí ya no quedaba nada más por robar.

Había cascotes de bala por doquier, incluso cuando ellos sabían que los habitantes del islote carecían de armas de fuego con las que defenderse. Bárbara no pudo evitar recordar las palabras de Víctor cuando ella le ofreció su pistola; el modo cómo la había rechazado, la expresión seria y triste en sus ojos. Se lamentaba por ello, porque aunque no fueron capaces de encontrar su cadáver ni el de Samuel, la profesora estaba convencida que la habrían necesitado, a juzgar por lo que todo apuntaba a que había ocurrido ahí.

Sí encontraron el cadáver de Marta, aunque por fortuna no el de su hijo. Estaba al fondo de todo del comedor, frente a aquellas bellísimas vistas a la playa virgen de arena blanca. Ella sí había resultado infectada, pero alguien se había encargado de acabar con su vida, a juzgar por el orificio de bala que lucía su sien izquierda. Salieron del comedor en silencio y con bastante mal cuerpo. Pese a lo absurdo y arbitrario que resultaba, Zoe se empeñó en darle sepultura, y Bárbara no supo decirle que no. El suyo fue el único cadáver que enterraron en vez de echar a la mar.

La profesora se sintió bastante reconfortada y agradecida. Ello le hizo reflexionar sobre la crueldad inherente al modo como habían estado deshaciéndose de los cadáveres de todos cuantos habían matado hasta el momento, que podían contarse por cientos. Que conociesen a Marta no hacía que todos los demás no tuviesen también una vida previa a su infección, y mereciesen idéntica deferencia en su despedida definitiva.

1195

 

Velero Nueva Esperanza, Mar Mediterráneo

1 de febrero de 2008

 

Bárbara y Zoe aún dormían. Guillermo estaba fumándose un cigarro en la cubierta. Era el tercero seguido. Lo hacía por mera inercia, siquiera sin ser consciente de ello: ya ni se ocultaba de su hermana ni de la niña al encenderlos. La panorámica del alba en mitad del mar resultaba abrumadoramente bella, pero él había perdido la capacidad de apreciar la belleza en el mundo. Tras la muerte de su hijo, ya nada tenía sentido para él. Si seguía adelante, era únicamente por no ponérselo aún más difícil a Bárbara.

Aspiró el humo del tabaco y lo mantuvo en los pulmones una cantidad a todas luces excesiva de tiempo, hasta que no pudo soportarlo mas y empezó a toser. Aunque sabía que el virus que corría por sus venas no le permitiría hacerse daño, por más que él quisiera, sentía la necesidad de autolesionarse. No había momento que no se arrepintiese de haber estado ausente, charlando con Abril, cuando Paris subió al ático a descargar sobre él toda su ira, después que Juanjo le lavase el cerebro. Deseaba con todas sus fuerzas haber sido él su víctima, y no el pobre Guille, que no tenía culpa de nada. Pero eso era algo escrito a fuego en el libro del destino que él jamás podría cambiar.

Consumió el cigarro hasta prácticamente comenzar a quemar el filtro, y acto seguido lo tiró por la borda despreocupadamente, igual que había hecho con los anteriores. Lo siguió con la mirada, y no fue hasta entonces cuando se dio cuenta de lo que había tenido delante de las narices durante varios minutos. Por inesperado, lo que vio le sorprendió y le inquietó a partes iguales.

Era madera, o tal vez plástico. Estaba demasiado chamuscado para determinarlo con claridad, pero de lo que no cabía duda era que flotaba. Una rápida inspección ocular le convenció que no se trataba de algo meramente circunstancial: había muchos más escombros y basura, la mayor parte de los cuales resultaba evidente que habían sido quemados, flotando a la deriva alrededor del barco. El problema residía en el hecho que estaban ya muy cerca del islote. No se lo pensó dos veces y fue a avisar a las chicas de su hallazgo.

Aún con cara de sueño, intentando ocultar un bostezo, Bárbara descubrió el islote en la lontananza haciendo uso de los prismáticos. Zoe se mostró especialmente inquieta ante el hallazgo: no auguraba buenas noticias, y ella había puesto toda su ilusión y su esperanza en reencontrarse con Samuel y con el amigo de su padre, en esa nueva etapa de su vida. De todos modos, estaban demasiado lejos para adelantar cualquier conjetura.

Tras una brevísima discusión tomaron la decisión de aproximarse al islote a aclarar a qué era debido todo aquello. No les hizo falta siquiera encender el motor: la fuerza del viento fue más que suficiente para guiarles hacia su destino, sin apenas variar el rumbo. De hecho, no lo habían encendido más que para alejarse de Nefesh, y si lo habían hecho había sido por la martilleante insistencia de Zoe, que aún tenía grabado a fuego el hundimiento del barco que les llevó a la isla por primera vez, del que seguía sintiéndose única responsable. Habían sabido guiar la nave con mano experta desde entonces, sin ningún contratiempo, y con un margen de error prácticamente nulo. Darío hubiera estado orgulloso de ellos.

Eso era algo en lo que Bárbara había pensado mucho los últimos días. Era bien cierto que su hermano había empujado la primera ficha del macabro dominó que había acabado desembocando en aquél desastre, pero también era cierto que de no ser por él, Darío seguiría postrado en una silla de ruedas, haciéndose las necesidades encima, sin recordar el nombre de su nieta. Maya también seguiría postrada en una silla de ruedas, de por vida, y Christian, quién más había puesto de su parte para expulsarles, y a quien más rencor guardaba Bárbara, con toda seguridad estaría muerto a esas alturas, pues Héctor se la tenía jurada, y antes o después hubiera encontrado la oportunidad para apuñalarlo por la espalda. Le resultaba especialmente irónico que el ex presidiario hubiese sido el primero en echarles en cara haber ocultado su secreto, cuando él tardó meses en desvelar el suyo propio, siendo el motivo de tal arrebato de sinceridad el desafortunado comentario de uno de sus compañeros de prisión, y no su propia iniciativa.

El ánimo fue decreciendo a medida que menguaba la distancia que les separaba del islote. El silencio se apoderó de Nueva Esperanza, cuyo nombre resultaba muy poco afortunado en esos momentos. De la enorme cantidad de barcos que habían visto rodeando el islote la última vez que estuvieron ahí, tan solo quedaban tres en pie: dos de ellos estaban medio chamuscados, y el tercero tenía una brecha enorme en el casco, que había inundado el interior, pero que por algún extraño motivo, no había supuesto su hundimiento. Si no se habían ido a la deriva era exclusivamente porque seguían anclados al fondo marino. Los pedazos chamuscados que habían visto flotando debían proceder tanto de ahí como de otro montón de barcos que a esas alturas servirían de casa a los peces, porque el nivel de basura flotante alrededor del islote era enorme.

A la que tuvieron ocasión de acercarse algo más pudieron contemplar, apesadumbrados, que la infección también había llegado hasta Éseb. Guillermo se maldijo por ello. No debían quedar más de quince personas con vida en el islote, pero todas y cada una de ellas estaban infectadas, y habían reparado en ellos. No obstante, parecían saber muy bien que no les convenía adentrarse en el agua: con toda seguridad habrían visto perecer a muchos de sus congéneres, y se limitaron a seguirles por la orilla, ansiando que se acercasen para poder echarles el guante.

Con un nudo en el estómago, imaginando que Jesús, Marta, Víctor o incluso Samuel podrían perfectamente ser uno de ellos, se aproximaron algo más. Un rápido vistazo con los prismáticos les invitó a convencerse de lo contrario, pero al mismo tiempo les permitió comprobar que había muchos, incluso demasiados cadáveres diseminados por el suelo, lo cual no resultaba en absoluto un consuelo. Ninguno de los tres alcanzó a comprender lo que estaban viendo. Aquello no albergaba ningún sentido para ellos.

1194

 

Sala central del velero Nueva Esperanza

31 de enero de 2009

 

GUILLERMO – ¿Pero tú estás segura de eso, Barbie?

BÁRBARA – Sí, te lo digo en serio. Si estamos donde estamos, es por no haber ido con la verdad por delante desde el primer momento. Estoy totalmente convencida de lo que digo, y… Zoe está conmigo en esto.

La profesora guiñó el ojo a la que a esas alturas ya era su hija adoptiva. Zoe sonrió. No había vuelto a ponerse las gafas de sol ni una sola vez desde que abandonaran Bayit. La relación entre ambas se había suavizado más incluso, tras la larga conversación que habían mantenido la primera noche en alta mar, cuando Bárbara se armó de valor y le pidió disculpas por no haber confiado en ella, y no habérselo explicado todo desde un buen comienzo. Zoe la perdonó y ambas se abrazaron largo rato, entre lágrimas. La profesora se acabó de convencer esa noche que fueran donde fuesen, lo harían con la verdad por delante, fuera cual fuese el precio a pagar.

BÁRBARA – Si no nos quieren con ellos, pues… nos iremos por donde hemos venido, ya ves tú qué problema. Tampoco nos vamos con una mano delante y la otra detrás. Con todo lo que tenemos aquí, y pescando de vez en cuando, tenemos todo el tiempo del mundo para pensar a dónde ir.

GUILLERMO – Pero a ver… Tampoco podemos ir de cero a cien, así… de sopetón. Los de… Bayit, nos han echado del barrio, pero bien podrían habernos fusilado ahí mismo. Ya viste cómo reaccionó Paris.

Bárbara reflexionó al respecto, pero negó con la cabeza, convencida de lo que había dicho, esforzándose por ignorar las sensatas palabras de su hermano. No quería volver a pasar por eso, pasar meses y meses mordiéndose la lengua cada vez que escuchaba un comentario ácido al respecto de la compañía farmacéutica que fundó su padre, sabiéndose corresponsable del dolor de la gente con la que convivía pero sin poder decirles nada.

BÁRBARA – La gente del islote Éseb no tenía armas.

GUILLERMO – A Paris no le hicieron falta armas para matar a Guille.

Zoe se quedó de piedra. Bárbara sintió una punzada de dolor al ver la expresión consternada y seria en la cara de su hermano. Estaba genuinamente preocupada por él. No le había visto tan abatido ni después de la muerte de ambos progenitores comunes. Incluso le había pillado fumando a hurtadillas en un par de ocasiones los últimos dos días, pese a que él no era fumador habitual.

GUILLERMO – Pero bueno… vale. Expliquémoselo. Total, ¿qué más podemos perder?

Bárbara respiró hondo y tuvo que reprimir una arcada. Llevaban un rato charlando y la conversación había derivado en esa dirección por mera casualidad: ella no lo había previsto así. Quería y necesitaba la aprobación de su hermano para tomar una decisión de semejante calibre, consciente de las repercusiones que ésta podría entrañar, pero no quería que fuese de ese modo. Guillermo estaba abandonándose a la desidia a marchas forzadas, y ella no sabía qué hacer para ayudarle. De lo que no cabía la menor duda era que, en esos momentos, y al menos durante un tiempo, no valdría la pena seguir esforzándose por hacerle entrar en razón. Cada vez le costaba más reconocerle.

La profesora aprovechó ese silencio tenso para salir a cubierta. Lo hizo apresuradamente, pero no lo suficiente para despertar las sospechas de sus dos compañeros de travesía. Miró por encima del hombro antes de asomarse fuera de la cubierta, y acto seguido no pudo aguantar más y vomitó casi todo lo que había desayunado. La sensación era muy rara, pues desde que resultó infectada, no le había aquejado ningún tipo de malestar, molestia o dolor. Sin embargo, desde hacía cosa de un día se sentía algo mareada, y las arcadas eran cada vez más frecuentes.

Asumiendo que no podía ser culpa del vaivén del barco, pues nunca antes se había mareado en esas condiciones, concluyó que debía tratarse de un corte de digestión o una intoxicación alimentaria, pues el día anterior se habían alimentado prácticamente en exclusiva de pescado fresco que habían conseguido con la red de arrastre. Pese a que ni Zoe ni su hermano compartían sus síntomas, no quiso darle más importancia, pues ya tenía suficientes quebraderos de cabeza. Pero le resultó imposible.

Poco después Zoe salió a cubierta, y ella se afanó a limpiarse la boca con la manga de la chaqueta, aún con aquél desagradable sabor amargo en la boca. Le sonrió, y la niña se colocó a su vera, sin mediar palabra. No habrían pasado ni diez minutos, en los que ambas se limitaron tan solo a observar la naturaleza en todo su esplendor, cuando Bárbara reparó en algo que se movía en el cielo, a una distancia inabarcable, tan lejos que incluso dudó de su vista.

La niña de la cinta violeta en la muñeca, que hasta el momento había estado observando la superficie del mar, en relativa calma, se sorprendió al ver la expresión asombrada del rostro de la profesora. Miró hacia donde ella miraba, y fue entonces cuando lo descubrió. Se trataba de un avión. El avión de pasajeros de una aerolínea de bajo coste. Ninguna de las dos daba crédito a lo que les decían sus ojos.

BÁRBARA – Parece que el mundo no se ha detenido, después de todo…

Zoe, aún boquiabierta, asintió levemente, forzando la vista, tratando de convencerse, aún sin éxito, de que se trataba de imaginaciones suyas. Llamaron a Guillermo y señalaron el avión, cada vez más visible, seguido de su inseparable estela blanca. El investigador biomédico no pareció sorprenderse demasiado, y enseguida volvió a los mandos del timón.

Metidos como estaban en su burbuja particular, desde hacía largo tiempo algo dentro de sí les había hecho asumir que ellos eran los últimos y únicos supervivientes sobre la faz de la tierra. El aislamiento al que habían sido sometidos había distorsionado su percepción de la realidad, haciéndoles creerse especiales, los elegidos para sobrevivir. No eran ni remotamente conscientes de lo equivocados que estaban.